sábado, 1 de enero de 2022

El dulce silencio

Siete horas después de las uvas (arándanos, en mi caso) me encontraba ya de camino al monte, para empezar el año de la mejor manera que conozco. Las carreteras desiertas y los pueblos dormidos en el silencio y la escarcha anunciaban un sábado tranquilo, como un día de campo entre semana. Al poco de empezar a andar, un único disparo lejano: después nada, ni un alma, ni una voz, ni una silueta en lontananza en todo el día. Los montes desiertos, yaciendo inermes para el caminante que encuentra placer en vagar por ellos.

Me reencontraba hoy con paisajes muy queridos, con colinas, valles y un entorno lacustre donde, hace ya cinco años, estudié mis primeros lobos. El trabajo de campo de aquel cálido verano hizo que llegara a conocer muy bien toda la comarca, cada camino y cada sendero, y llegara a tener un verdadero aprecio por ella. Lo recuerdo con verdadera nostalgia, esa hermosa nostalgia a la que te aferras porque te transporta a una etapa feliz. Desde entonces vuelvo a esta zona de vez en cuando y hago una ruta larga para visitar de nuevo todos aquellos lugares queridos donde se agolpan los recuerdos.



Como era de esperar, los lobos desaparecieron y los montes, si bien siguen siendo igual de hermosos, están como huérfanos sin ellos. Como un pan sin sal. Pero lo cierto es que nadie echa de menos a aquellos lobos. Los paisanos y los ganaderos ya no arrugan el gesto. La "administración" está, por supuesto, más cómoda sin ellos, muy ufana en su postura de aparentar una gran preocupación por la especie cuando jamás han hecho nada por ella. Vergüenza me daría. Son indignos de llevar el sagrado nombre de Castilla. Les viene demasiado grande.

La mañana fue fría y todo estaba cubierto de escarcha, pero a partir de mediodía el día pareció más propio de abril y caminé en manga corta. Si algo recordaré de esta jornada de campo será, primero, el silencio profundo, tan intenso como un zumbido; segundo, el dulce aroma que ha tenido la brisa. ¡Qué mejor que silencio y aromática brisa campestre! Tal vez fuera sugestión por reencontrarme con estos paisajes tan queridos y cargados de recuerdos, o por el despertar del láudano de las jaras con el impropio calor. El olor de la jara siempre me trae nostalgia. Creo que, con la jara, a toda la gente de campo nos pasa lo mismo.


A media tarde me escondo entre los pinos, como un bandolero, para descansar y leer. A través de los árboles, en el reborde de un cerro, veo dos lejanas figuras sobre una roca que domina el paisaje. Los prismáticos me revelan que son águilas reales. Permanecen allí por más de media hora, regias al sol, observando el mundo que se extiende bajo ellas como haría un rey antiguo desde su sitial. Después una sola emprende el vuelo. Imagino sus ojos ambarinos, tan lejos, y me pregunto cómo será posible tanta majestad y tanta belleza.

Me preparo un café soluble y leo Trilogía del vagabundo, de Knut Hamsun. Más tarde, antes de emprender la última hora de camino, vuelvo a leer sobre la cima de una colina, con el embalse debajo: la temperatura es ideal, sencillamente tibia, y el sol calienta pero no quema. El silencio es rotundo. En ocasiones no tengo palabras para describir el bienestar y el sencillo placer de estar solo en el campo. A veces sonrío cuando me identifico con lo que se cuenta en algunos libros, donde el protagonista es otro tipo raro que vaga por ahí, como en esta obra de Hamsum. Algunas frases son tan nítidas que me resultan casi dolorosas. 

Se acabó el día. Todo ha salido bien, no me he disgustado por nada. Dentro del gran silencio que me rodea, soy el único hombre que anda por aquí, lo cual me confiere cierta importancia y grandeza, me aproxima a Dios.

Acaricio a mi perro, feliz de estar en el campo conmigo. Vuelvo a calzarme la mochila y bajamos a la playa por un resbaladero tan cárdeno que es casi carmesí: a esta zona siempre quise verle detalles exóticos, tropicales. Caminamos por la grava y la arena, donde dejo a Remy jugar un rato. Ya ha estado aquí otras veces e intuye mis costumbres. Le hago fotos y le hablo, como si fuéramos una pareja de turistas y no dos tipos duros que se han pateado veinte kilómetros de campo el uno de enero. 

Al llegar al coche ya hace frío, no deja de ser invierno. Aspiro el aroma del monte, ese otro mundo que empieza allí mismo, justo al otro lado del asfalto. El olor de las jaras y de la tierra húmeda se confunde con el de las chimeneas, pero no me importa. Soy consciente de que todo forma parte de una génesis. En este día primero de enero he dado inicio a eso que llaman propósitos para el año nuevo: tengo dos, leer más y salir más al campo. Esa es toda mi ambición.