sábado, 4 de agosto de 2018

A bordo del "Lulu Belle"

El indicador de la reserva se encendió mientras atravesábamos el remoto paso de Thompson. Llovía a cántaros y todo estaba cubierto de nieve. Estábamos todavía a muchas millas de Valdez y, según la guía de carreteras de Alaska, únicamente existía un pequeño lodge que pudiera aprovisionarnos. Descendiendo con precaución y sin pisar el acelerador, vimos que el lugar estaba cerrado. Con el corazón en un puño viajamos a través de bosques boreales y montañas interminables mientras la gasolina se agotaba. Los miliarios se sucedían lentamente y aumentaban los nervios. Apenas hablábamos. No podía explicarme cómo había sido tan torpe, pues ya había conducido tres años antes por la Richardson Highway y conocía sus largas distancias sin estaciones de servicio. Si nos hubiéramos quedado sin gasolina allí, en medio de la nada, la única solución hubiera sido parar y hacer autoestop hasta Valdez, comprar unos cuantos galones en garrafas y regresar a dedo hacia la caravana, perdiendo quién sabe cuánto tiempo. Por fortuna, conseguimos llegar a una de esas rústicas gasolineras de Alaska, ya cerca del pueblo y con el depósito tiritando. El nerviosismo se disipó y respiramos tranquilos.

Valdez es un pueblo costero, que empezó en el siglo XVIII como remoto asentamiento español. Se encuentra rodeado de gigantescas montañas de nieves perpetuas, casi siempre cubiertas de bruma. Selvas de píceas y alisos brotan de las mismas calles del pueblo, donde es frecuente ver deambulando alces, osos negros y grizzlies. Sobrevuelan el puerto casi más águilas calvas que gaviotas. Casas bajas con amplios jardines, campamentos para autocaravanas y un gran puerto de sabor nórdico con un puñado de pequeños negocios. Se trata de uno de esos lugares especiales donde uno se encuentra a gusto, cómodo. Siempre he dicho que con los pueblos y las ciudades ocurre como con las personas, nada más conocerlos sabes si te gustan o no, si sientes las buenas vibraciones, el feeling. Valdez es uno de esos lugares donde se podría vivir un exilio dorado.






Nos quedamos en el Bayside, un sencillo campamento con vistas a una ensenada verde y a bosques de coníferas que llegaban hasta el nivel del mar. Conectamos el agua corriente, la salida de aguas grises y negras al depósito subterráneo y la electricidad al full hook up de nuestra plaza. Por primera vez en muchos días pudimos darnos una ducha caliente en un baño amplio y cómodo. Nos sentimos renovados y salimos a pasear por el puerto, a plena luz, pues en el verano de Alaska no existe la noche. Los pescadores acababan de llegar y estaban limpiando un montón de salmones en una estación de madera. Las carnes de los salmones eran anaranjadas, casi carmesíes, muy diferentes a los salmones de piscifactoría que consumimos en Europa.

La primera vez que estuve en Valdez, tomé por recomendación de los dueños del campamento un pequeño barco, el Lulu Belle, que todos los días se adentra en lo más remoto de las aguas glaciares del sur de Alaska. Está capitaneado por el capitán Fred, un hombre afable y hablador, atento, con ojos grises como el mar: un auténtico capitán de barco, como los de las historias de Jack London o Joseph Conrad; lleva desde 1979 guiando su barco hasta el glaciar Columbia, derrochando entusiasmo y pasión como el primer día, ya que durante todo el viaje no suelta el micrófono para contar con todo detalle anécdotas e historias sobre sus amadas costas, sin perder de vista cualquier animal que ronde el barco para avisar a los pasajeros. Aquella primera vez, el viaje en el Lulu belle hasta el glaciar Columbia, a través de las aguas heladas y salvajes del Estrecho del Príncipe Guillermo, fue una experiencia inolvidable. Tanto, que quise repetirla cuando volviera. Y esa tarde al regresar a Valdez tres años después, paseando por el puerto, me emocioné al ver otra vez al capitán Fred con su pequeña camioneta; sentí la emoción de los recuerdos intensos, casi como un déjà vu a miles de kilómetros de casa, el reencuentro entre dos aventureros, como la visión de un sueño o un anhelo que se hiciera realidad. Ya teníamos reservado el billete.



Al día siguiente, mientras desayunábamos granola con yogur y mantequilla de cacahuete, llovía con intensidad y temimos una travesía agitada y pasada por agua. Por suerte, la indomable naturaleza de Alaska se apiadó de nosotros; las nubes se disiparon y salió un radiante sol de junio. Montamos en el barco y nos acomodamos en los sillones, en una mesa de madera barnizada. El motor de 650 caballos de potencia, capaz de alcanzar los veinte nudos, rugió con fuerza y el Lulu Belle comenzó su periplo diario hasta la gigantesca lengua de hielo del glaciar Columbia. Al poco de salir, la nave se detuvo y el capitán nos avisó por megafonía de la presencia de varios grupos de nutria marina (Enhydra lutris). Las nutrias flotaban sobre sus espaldas, confiadas, observando el barco con displicencia, algunas con mirada interrogante. Parecían saber que hoy en día se encuentran seguras: en el pasado, la especie estuvo a punto de desaparecer debido a la caza comercial, pero las oportunas políticas de protección consiguieron salvarla de una extinción segura.



El barco se arrimó poco a poco a la costa, como buscando algo. El capitán avisó de que solían verse osos negros en aquellas playas y que eran muy buenos nadadores. No dejaba de narrar con entusiasmo algunos de sus mejores avistamientos: en una ocasión, Fred llegó a ver un oso negro montado sobre un iceberg, como los osos polares. Casi desde la misma playa sembrada de guijarros azulados brotaban montañas verticales, seccionadas por cascadas de espuma blanca. Nos llegó un coro de berridos y gruñidos nasales y en una de las playas divisamos una fantástica colonia de leones marinos (Eumatopias jubatus). 

Centenares de ellos descansaban como sacos fofos de grasa y piel aterciopelada. Su evidente torpeza en tierra esconde una gran habilidad natatoria, pues llegan a sumergirse hasta doscientos metros en busca de peces y son capaces de viajar largas distancias. Entre la multitud de hembras y jóvenes apáticos, únicamente un puñado de enormes machos anadeaban entre los demás, bamboleando sus abundante grasas y amplias melenas, algunos de ellos luciendo las espectaculares cicatrices fruto de las peleas que mantienen entre ellos por la dominancia sobre sus harenes. Estos grandes polígamos grasientos superan los tres metros y su peso puede acercarse a la tonelada.





Los árboles comenzaron a desaparecer y algún pequeño iceberg pasaba junto al barco, rascando el casco. Llegábamos a la zona glaciar. Divisábamos ya enormes montañas con gigantescas lenguas de hielo azul ocupando los valles. Una línea blanca, allí donde desaparecía el mar, desveló el glaciar Columbia: un sobrecogedor muro de hielo culmen de una lengua infinita. La temperatura exterior descendió bruscamente y ya únicamente podíamos descubrir focas sesteando sobre las balsas de hielo. El Lulu Belle, gracias a su pequeño tamaño y afilado diseño, puede acercarse hasta casi poder tocar con la mano la pared del glaciar. Olvidando ese turismo moderno donde las visitas a los lugares maravillosos son fugaces para poder captar más y más turistas, el Lulu Belle apagó los motores entre el hielo y permaneció allí tranquilamente casi dos horas, dejándose mecer por las aguas. Uno puede salir a la cubierta y literalmente aburrirse de contemplar la belleza infinita y azul del hielo.

Para sorpresa de todos, comenzaron los desprendimientos. El glaciar rugía y de él se desgajaban enormes pedazos de hielo, grandes como coches. El eco del valle y el mar amplificaba el sonido hasta hacerlo ominoso, similar al de una tormenta. Pausadamente, como a cámara lenta, una fracción gigantesca del glaciar se desprendió y levantó una gran ola que se aproximó al barco. Los motores rugieron, una nube negra brotó de la popa y el capitán Fred sacó el barco de allí sin decir nada por la megafonía, claramente alarmado. Posiblemente fue el único momento en toda la travesía en que permaneció callado. Una de las chicas de la tripulación dijo en voz alta "Llevo seis años trabajando aquí y nunca había visto un desprendimiento tan grande". Desde luego, habíamos tenido mucha suerte.






El regreso a Valdez fue ya tranquilo y relajado. La travesía se prolongaría durante casi nueve horas en total. El barco se detuvo para mostrarnos un rebaño de carneros de Dall (Ovis dalli) que pacían en las montañas. Se trata de una fantástica especie de bóvido salvaje, pariente de los muflones europeos, que durante todo el año mantiene el pelaje de color blanco. Pudimos observar también más nutrias marinas, frailecillos copetudos (Fratercula cirrhata) y enormes focas moteadas (Phoca vitulina) de rostro melancólico y lloroso. Disfrutaba de aquel safari de fauna marina como un niño, muerto de frío en la cubierta, alternando los prismáticos con la cámara de fotos. Los dedos se agarrotaban a cada minuto. Es verdad eso que contaban los grandes aventureros en sus viajes pioneros por el lejano norte: nunca se lleva suficiente ropa cuando se viaja en barco por las aguas árticas.






Atracamos en el puerto de Valdez. El capitán Fred bajó el primero y estrechó sinceramente las manos de cada pasajero para despedirnos. El sol de medianoche estaba ya oculto tras las montañas y sumía el pueblo en una luz tenue, de tarde de verano. Las gaviotas mantenían un verdadero concierto en torno a los barcos pesqueros y algunas de ellas hacían agresivos picados contra las águilas, que aguantaban con estoicismo profesional. Se respiraba una gran tranquilidad. Comimos en paz una hamburguesa en uno de los pequeños restaurantes del puerto. En Alaska no existen las prisas, las aglomeraciones, la contaminación ni ninguna de esas cosas tan comunes en otras partes del globo. Todo el mundo es educado y sinceramente amable con los visitantes. Los desconocidos se saludan cuando se cruzan por la calle. En lugares como Valdez y su encantador puerto, uno se siente como uno de esos románticos viajeros de antaño. La última sorpresa que nos regaló Valdez fue la disputa de cinco águilas calvas por un trozo de pescado: las grandes aves pelearon en plena calle ante la mirada atónita de los pocos turistas. Realmente, Alaska es la última frontera.




Al abandonar el pueblo por la tarde, sentí la misma desazón que en el primer viaje. Una especie de sensación de pérdida. Valdez merecía disfrutarse durante más días, pasear sin prisa por su puñado de calles verdes, comer en varias tabernas del puerto, contemplar a las águilas, buscar el encuentro con algún oso o subir alguna de las salvajes montañas que esconden en el pueblo como si fuera el fondo de un tazón. Te das cuenta de que el esfuerzo por llegar a sitios remotos como aquel merece la pena enseguida, pues nada más llegar descubres lo maravillosos que son. Te rejuvenecen, te hacen sentir la plenitud de estar vivo. Sin embargo, Alaska es demasiado grande como para dormirse, y carretera adelante nos esperaban muchas otras maravillas. Echaría de menos el pequeño Valdez. Pero todo en esta vida tiene solución: sólo necesitaba algo de paciencia y dejar pasar el tiempo para, en un futuro espero que cercano, poder regresar.