domingo, 5 de febrero de 2012

El cielo en la tierra

Aun quedaba un rato para que saliera el sol. Su claridad comenzaba a adivinarse más allá de las sierras. Paré en el pueblo más grande que me quedaba de camino para tomar un café y comprar una barra de pan con la que apañarme a mediodía, solo en el monte, un buen bocadillo de atún con pimientos. En la puerta del bar un paisano escupía grandes gargajos. Tanto fumar.

Iba por recomendación de un buen amigo, naturalista de los de antes, a recorrer un pequeño sector mesetario donde al parecer existían multitud de grabados en las rocas y en el interior de antiguas cuevas. En esta ocasión no iba a buscar rastros de animales, ni a tratar de encontrar árboles relictos, centenarios ni supervivientes de épocas pasadas. Me disponía a hacer una salida de campo más antropológica que biogeográfica: una búsqueda de inscripciones celtíberas y paleocristianas.

Aquella particular comarca a la que me dirigía cae a desmano de todo. Sus pueblos dan aun más sensación de despoblamiento que las aldeas perdidas de las montañas. Debe de ser por su situación ya en las rampas que caen a la meseta; su silencio no es mayor que en los montes, pero es más ventoso, más frío, más reciente. Opaco, mate.

Me acerqué desde una de las deshabitadas aldeas, donde me pareció que únicamente vivía un perro, a un largo resalte de piedra arenisca que iba despuntando en amplias paredes y desmenuzados berrocales, paralelo a la brecha del río. La roca se pintaba alternativamente de rojo intenso, ocre, naranja e incluso bermellón, rosáceo o violeta, los llamados en geografía física colores abigarrados. Un lugar en apariencia desértico, árido y áspero, tapizado de plantas espinosas y correteado por conejos y tejones.


Los indígenas de Iberia

Un entorno de piedra arenisca, que tan exótica me parece siempre. La roja arenisca es de fácil labrado, habiendo sido frecuentemente utilizada para la construcción de viviendas, iglesias y catedrales, dando un encantador tono pardocobrizo a los pueblos campesinos levantados con ella.

Antes del desarrollo del mundo rural, en este lugar un grupo de pobladores rupestres supo aprovechar las facilidades de la arenisca para excavar una serie de cuevas y abrigos en la roca, orientados al meridión y cerca del agua, en una clara demostración de determinismo biogeográfico; adaptándose así a un entorno preserrano poblado originalmente por coníferas frondosas, fagáceas y matorral, favorable para el aprovechamiento ganadero y usos ya entonces secundarios como la caza, la pesca y la recolección.

Según avanzaba por el talud fui encontrando varias cuevas a lo largo del día, la mayoría todavía con marcas de haber sido talladas o ampliadas a pico y con el interior tiznado, señal de los numerosos fuegos que sus habitantes encendieron a lo largo de su historia. Muchas de las primeras hogueras habrían sido obra de grupos celtíberos: arévacos, titos, belos o lusones.

El aprovechamiento y rastro que pobladores celtíberos dejara en el interior de aquellas cuevas quedaba ya demasiado lejano. Sin embargo, fuera de ellas, en paredes o en el suelo, abundaban todavía inscripciones sueltas obra de los habitantes originales de la Península antes de la llegada de los romanos. La mayoría de los petroglifos eran reticulares y estructurales, distinguiéndose muestras sueltas de su alfabeto y diferenciándose algunos que podrían interpretarse como esquematizaciones animales e incluso antropomorfos.






Dispersos por las planchas de arenisca, se distinguían asimismo caracteres de la escritura celtíbera, desde la recurrente ko, con forma de infinito anguloso, hasta otros fonemas sueltos y lo que tal vez fueran representaciones lunares, talladas sobre el suelo. Pero dos mil años no pasan en balde, y la mayoría de las señales eran ilegibles y difíciles de identificar aun con la ayuda de una tiza, amén de la insalvable cobertura de líquenes y musgos.

Los celtíberos, diferenciados tanto de los pueblos celtas del norte y el oeste como de los íberos del levante, habitaron montañas y páramos del centro peninsular. Desarrollaron una cultura excepcionalmente rica para un pueblo indoeuropeo, con alfabetos propios y documentos jurídicos, estando además regidos por asambleas y magistrados presumiblemente electos. Habitaban en distintos tipos de asentamientos, desde ciudades con entornos agrarios dependientes de ellas hasta poblados autónomos pasando por los característicos castros, situados éstos en lugares estratégicos y con frecuencia inexpugnables. No en vano, se dice que los pueblos peninsulares fueron por Roma “los primeros en ser invadidos, los últimos en ser conquistados”.

La inevitable romanización supuso el fin de la cultura celtíbera, que vio frenada su evolución y tuvo que limitarse a sobrevivir en los parajes más recónditos y alejados de aquella frondosa Iberia. R. Ablanque escribe que “Los primeros siglos tras la romanización, es decir la destrucción del pueblo celtibero, son una incógnita. Muy pocos textos escritos, y una cultura que desaparecía. El idioma, las costumbres y la incipiente escritura celtíbera fueron desapareciendo, asimilándose a la cultura romana y luego al cristianismo. Las comunidades más aisladas, dedicadas a la ganadería, serian las últimas en utilizar la lengua y algunos restos del alfabeto ibero, que adoptaron sus abuelos. No se sabe cuando desaparecieron los últimos vestigios celtiberos de la cultura popular. Hasta los siglos V y VI pervivieron, seguro, y puede que hasta más tarde. Casi nadie se ha ocupado de averiguarlo.”


Anacoretas y eremitorios

El cristianismo en España, según su romántica leyenda, suele explicarse a partir de la evangelización del Apóstol Santiago en el mismo siglo I. Pero lo cierto es que penetró en Hispania a través de las provincias romanas de África en el siglo II. Sin embargo, al comenzar el siglo III, amplias zonas de la Península continuaban siendo paganas, celebrándose aun entonces todo tipo de ceremonias astrales y célticas.

La nueva fe, como todo, se fue implantando lenta y progresivamente. Originalmente surgió en Oriente como una recopilación de cultos mistéricos asiáticos que fue ganando adeptos gracias a la piedad y misericordia que ofrecía un único dios frente a los abarrotados y egoístas panteones grecolatinos. El segoviano emperador romano Teodosio la convirtió en religión oficial del imperio en el siglo IV.

A partir de aquellos años, las cuevas areniscas de este lugar, que yo estaba recorriendo quince siglos después bajo el frío de enero, fueron aprovechadas en un largo período previo a la Edad Media por ermitaños, anacoretas o eremitas: cristianos que elegían una vida ascética y solitaria, alejados de la sociedad para alcanzar una unión más íntima con Dios. Parece ser que en España hubo eremitas desde el siglo IV. A partir de los siglos XI y XII fue practicado como renuncia a la vida regalada. La existencia de eremitas continuó hasta pasado el siglo XVII.




Éstas cuevas que primero habitaron los celtíberos fueron más tarde algunos de los eremitorios de aquellos primeros cristianos. Pese al actual despoblamiento, en aquellos tiempos estos páramos estaban todavía muy poblados y dedicados a actividades de todo tipo. Los ermitaños escogerían estos pagos para su retiro espiritual aprovechando que todas las cuevas y oquedades disponían de agua permanente cerca y estaban orientadas al sur, favoreciendo el sol en invierno y un inexistente verano en el fresco interior. Es presumible que convivieran en buena armonía con pastores itinerantes que también buscaran cobijo en las cuevas.

Todavía quedan dentro de las estancias amplias muestras de la vida de esos hombres solitarios y entregados, con verdadera pureza, a la fe. En aquellos eremitorios se ven excavados largos reclinatorios donde los ermitaños dormían y rezaban viendo pasar los días. Junto a los lechos y en las puertas de acceso de las cuevas, pequeños huecos aun hoy tiznados servían para colocar velas y dotar de un mínimo de luz a sus largas noches. Alguna cueva tenía salida superior para los humos, pero la mayoría se mantienen, siglos después, intensamente tiznadas de negro.

Cada cueva que encontraba presentaba una disposición distinta, sin un diseño común. Las había con una o dos entradas, que tras un pasillo más o menos largo que a veces requería encender la linterna, comunicaba con una amplia estancia en la que se veían escavadas hornacinas, huecos para las velas y reclinatorios. Algunas disponían de una segunda habitación, generalmente más pequeña y baja, presumiblemente usada como almacén. Una vida oscura, incómoda, húmeda y fría.

Pero tal vez lo más impactante fue ver, en una de las cuevas colgadas sobre una pared de difícil acceso, cómo encima de una de las camas de piedra uno de los anacoretas había tallado una fila de cruces. En aquella soledad, dentro del silencio tenebroso de la cueva, era impresionante ver aquella expresión humilde de fe interior que llegaba al corazón tan intensamente como contemplar una gran catedral.




Las cruces que dibujó en piedra aquel eremita eran del tipo cruz del calvario, en la cual se representa bajo la misma el monte Calvario donde fue crucificado Jesús. La representación que hizo el ermitaño era, pues, una expresión comprometida de su fe y de su agradecimiento personal hacia el sacrificio de Dios.

Los petroglifos de cruces no aparecían únicamente en el interior de aquella cueva. Unos pocos días más tarde, regresé a aquellos parajes. La fascinación de las inscripciones celtíberas y de la expresión paleocristiana me empujaba a volver. Al poco de comenzar, igualmente temprano, otra batida por un sector distinto de arenisca, encontré una pared de roca donde la exposición de fe primitiva alcanzaba su máxima expresión.

Allí había dispuestas una serie de grandes cruces en diferentes representaciones. Eran formas primitivas, anteriores a inscripciones más modernas de tipo pastoril que aparecían alrededor donde pastores de los últimos siglos habían escrito sus nombres. Por si fuera poco, junto a todo aquello se distinguían claros trazos prerromanos. Además de alguna cruz del calvario, datable en un lapso de tiempo demasiado amplio, aparecía recurrente un importante símbolo paleocristiano, que bien podría haber sido tallado por los cristianos pioneros de los primeros difíciles años: el ancla.

En la mentalidad paleocristiana, el ancla representaba la promesa de una vida futura. En Hebreos 6, 19, se dice que "Tal esperanza es como el ancla firme y segura de nuestra vida", en referencia a las promesas de Dios. La cruz ancorada representaba también a San Clemente y su forma de martirio. Tal vez uno de los antiguos eremitas medievales se llamara Clemente, o algún pastor de la Edad Moderna o los últimos siglos conociera la historia del santo. No puede darse nada por sentado, la datación es casi imposible; en cualquier caso, la representación simbológica era extraordinaria.



Cerca de aquellas cruces ancoradas, alguien había representado también un Descendimiento, o descenso de Jesús de la Cruz tras su muerte, realizado según las Escrituras bajo petición de José de Arimatea y al que asistieron María y María Magdalena.

El anónimo autor rural de época indefinida, que aquí en Castilla, tan lejos de Tierra Santa, representó el Descendimiento grabándolo en arenisca, no perdió el tiempo en detalles. Se limitó a tallar junto a la cruz dos largas escaleras, orientadas hacia el madero, como tendidas siguiendo la orientación del monte.

No sólo cuevas excavadas, camas de piedra y cruces inscritas en la roca dejaron aquellos eremitas. Acostumbraba alguno de ellos a dejar también su nombre escrito. Casi ilegible por la intemperie, el musgo y el líquen, en cierto lugar aparecía un antiguo nombre, desde hace mucho tiempo ya en desuso: Ovidio. Nombre latino, poco o nada asimilado por las lenguas romances posteriores, aquel Ovidio tallado en el suelo de arenisca daba que pensar. ¿Romano? ¿Legionario? ¿Hispanorromano tal vez? ¿Otro eremita? ¿Uno de aquellos primeros cristianos? Parece probable que, debido a la etimología del nombre, aquel Ovidio fuera de origen romano: un nexo histórico tallado en piedra entre los primitivos símbolos celtíberos y los posteriores paleocristianos que rodeaban su inscripción.



Seguí toda la mañana y hasta bien entrada la tarde de aquella segunda expedición dedicado a la exploración de las cuevas y oquedades que iba encontrando. Una de las cavernas era extraña: de escasa altura, obligaba a entrar agachado. Continuaba en un estrecho zigzag hacia las entrañas de la tierra e iba disponiendo a los lados pequeñas estancias, lo cual me llevaba a pensar que se tratara de un antiguo almacén, algo como una quesera primitiva, antes que de un eremitorio.

No pude llegar al final de la gruta debido a que en una de las portichuelas entre estancias me estaban esperando, colgados, dos murciélagos. Ya me había echo a la idea de que habitaban allí, puesto que había reconocido el olor. Probablemente, avanzando hacia el interior habría más, y no podía desplazarme por semejante gruta estrecha a rastras.



Decidí dar la vuelta, no olvidando el espíritu que siempre me guía en la naturaleza: respeto y prudencia. Habría sido egoísta molestar a los murciélagos, y absurdo arriesgarse tontamente a una mordedura que puede transmitir la rabia. Encontrar nuevas cuevas e inscripciones habían sido emoción suficiente.

El cielo en la tierra

Hay lugares que transmiten algo especial, que exigen volver. Lugares que esconden algo, que atesoran siempre alguna sorpresa. Rara vez regreso a un paraje natural pocos días después del primer acercamiento. Pero la profusión de inscripciones en aquella franja arenisca me había cautivado por completo. Su soledad y aislamiento habían conservado todo aquello puro: cabe imaginar que si la administración de turno "acondicionara" estos parajes con carteles y caminos para el turismo, todo se echaría rápidamente a perder. Su anonimato es su mejor protección.

Mas ahora todo aquello sigue igual de tranquilo y auténtico que hace doscientos, quinientos, mil años. Haberlo conocido en soledad era un privilegio, era un contacto íntimo con el pasado, con los pueblos primitivos, con la fe de los hombres. Casi podía saber lo que pasaba por sus mentes, al imaginar a los guerreros celtíberos sentados a horcajadas haciendo un grabado en el suelo, o a los barbados y famélicos paleocristianos tallando una tosca cruz en una pared de piedra.

Más allá de los deteriorados restos de escritura celtibérica, más allá de aquel Ovidio romano, de las cuevas tiznadas o de la exótica apariencia de la propia arenisca, lo que de verdad impactaba de aquel lugar era ponerse en la piel de aquellos eremitas de vida ascética que habitaron esas frías cavernas e inscribieron su fe en las paredes. Impactaba darse cuenta de que, a pesar de la dureza de una vida tan humilde, aquellas oscuras cuevas eran su cielo en la tierra.