viernes, 25 de mayo de 2012

Cualquiera habría hecho lo mismo


Siempre se piensa que un espacio protegido es un pequeño vergel donde, a costa de ofrecer unos cuantos lugares del mismo para solaz del visitante urbanita, la mayor parte del sitio se mantiene primigenio, guardando una naturaleza casi virgen. Gracias a las iniciativas de conservación de las últimas décadas se han logrado salvar amplios territorios naturales y frenar la destrucción planificada que causan el desarrollo urbanístico, las obras públicas o la caza indiscriminada. Sin embargo tales casos son una excepción, ya que toda iniciativa noble termina siempre supeditada al dinero. Muchísimos otros espacios protegidos viven en un perpetuo drama de intereses: me vienen a la mente enclaves como Picos de Europa, maltratado absurdamente entre tres administraciones regionales de zueco y boina; el Alto Tajo, que nunca será parque nacional por intereses mezquinos y políticas torpes; la desvergüenza de San Glorio; el circo escopetero de Hornachuelos; la dramáticamente prostituida Tejera Negra y la catástrofe que hoy se le viene encima a las serranías de Guadalajara con el nuevo Parque Natural Sierra Norte. Ésta bien podría ser la triste perspectiva de los espacios protegidos que están en las montañas, lejos de las ciudades, pero también hay micromundos salvajes pegados a la urbe, con sus propios problemas.

El sol sale pronto en los ya muy calurosos días de mayo. Comencé a andar por los cerros del “Parque Natural” de Complutum, un pequeño espacio casi del mismo tamaño que la ciudad, de la cual lo separa la delgada cinta del río Henares. El lugar ha sido siempre un escenario de historia viva que ha marcado la génesis del núcleo urbano. Su característico paisaje desértico con apariencia de decorado de cartón piedra es una seña identitaria de la ciudad. Como en casi cualquier rincón de España, su puñado de montes está cargado de leyendas y hazañas, de historia y fantasía: los libros nos llevan desde la mítica ciudad de Iplacea a la primera Complutum romana levantada sobre un castro celtibérico, pasando después por la fortaleza árabe de Abd al-Salam y su guerra con el castillo de madera cristiano del monte Malvecino. Dejando el libro de historia, en Los Cerros se encuentran también leyendas de gigantes y apariciones, misterios que los antiguos alcalaínos siempre tuvieron presentes como parte de su tradición oral.



Todo este pasado entre la realidad y el mito está ambientado en un viso de páramo levantado en pura arcilla en la que el agua de lluvia ha excavado violentamente profundos barrancos, ramblas y vaguadas espectaculares tapizadas de plantas desérticas que, en palabras de botánicos, es más similar a un desierto africano que al monte mediterráneo. Los expertos lo definen como refugio ibérico de “flora esteparia y norteafricana”. Los que no son expertos siempre dicen que “Esto recuerda a Arizona”, como si hubieran estado en Arizona alguna vez. En cualquier caso, es una buena comparación que da idea de su inherente belleza. Habladurías aparte, el Parque da cobijo a 300 especies de vertebrados y 400 de vegetales. Todo se reduce hoy al calificativo de Parque como Monte de Utilidad Pública de la Comunidad de Madrid. La iniciativa pretendía “respetar las condiciones naturales del entorno y facilitar la integridad de los seres vivos en el espacio natural”.

Sobre el papel todas las iniciativas son bellas, pero Los Cerros ha sufrido y sufre lo suyo. No ya el uso durante siglos que de bosque lo transformó en desierto norteafricano, sino el uso que le dan las gentes de hoy, que hemos convertido el campo en un parque de ocio. Su estatus de espacio protegido accesible y pegado a la ciudad hace que el enclave hierva de bicicletas, caminantes y excursiones. Ninguna de estas actividades es inicialmente mala, la que menos los paseos de los jubilados que siempre que voy encuentro deambulando por allí. Sin embargo, en un país de becerros cafres como éste el maltrato al medio natural es inevitable. Para mejorar los accesos se construyó una pequeña red de pistas forestales que echó a perder colonias irrecuperables de chovas piquirrojas, mochuelos y halcones que habitaban los barrancos, todo para que la gente pudiera llegar hasta lo más profundo del Parque. Es sencillo patear todo el paraje en unas pocas horas para, aparte de  disfrutar del entorno, fijarse en los residuos y maltrato que los visitantes dejan por donde pasan así como para apreciar la desidia de la administración. Las basuras, pese a su continua presencia, casi son lo de menos. Hay desatinos para rato. Empecemos. De vez en cuando se lleva a cabo alguna repoblación absurda de árboles de ribera en cárcavas y prados que permanecen todo el año más secos que el ojo de un tuerto, pero que son buena pantomima para que alcalde y concejales se hagan una foto ecologista. Los pinares se han gestionado como los de un parque urbano y no como los de un espacio natural. La fortaleza árabe, además de lucir coloridos grafitis, tiene alrededor una terrible malla de plástico naranja y verjas metálicas más propias de una obra de extrarradio que de un yacimiento histórico. El paso continuo de ciclistas por el fondo de los barrancos agrava de forma alarmante la erosión. Las grandes cuevas excavadas bajo los cerros, viejas grutas que sirvieron en el pasado como bodega y cultivo de champiñón, deben ser escenario de habitual botellón excursionista y aparecen llenas a rebosar de botellas de sangría y refresco. Cuando se sube a la cima del triangular cerro Malvecino se encuentra una bella cumbre chata, como una pirámide a la que hubieran robado el piramidión: tan bella como llena de basuras. La cima del robusto Ecce Homo parecía limpia, pero comprobé que la ilusión era cosa de la vegetación que escondía los residuos. Al fin, se comprende que el lugar no deja de ser una especie de territorio en litigio, una batalla entre el hombre desaprensivo y una resistente naturaleza que, arrinconada, ha tenido que ceder. 

Hay que tragar mucho cuando se visitan lugares como el Parque de Los Cerros. Ir concienciado, sabiendo que su naturaleza es un remiendo. Que allí
va gente, con lo que eso conlleva. Aunque mentiría si no dijera que, a pesar de todo, siempre que voy paso allí una buena mañana. Si no se tiene la mala suerte de ir en fin de semana o de toparse con una excursión se disfruta de esa extraña sensación que aportan los parajes naturales que sobreviven pegados la hombre. Siempre busco esa dicotomía cuando asciendo al Veracruz por su cara norte, desde la que girando la cabeza puedo ver entera la ciudad de Cervantes, de la cual sólo me separa el río. La última vez que fui al Parque Natural pude ver una corza con su corcino, una gran culebra bastarda, milanos, así como plantas que se nos antojan exóticas tales como adormidera, brutales cogollos de hinojo, cicuta y pepinillos del diablo. Pero terminada la caminata, cuando tomé desde la solana del primitivo Ecce Homo el camino hacia los sembrados del sureste donde había dejado el vehículo, una pareja de impresentables que no llegué a ver volvió a dejarme claro que al españolito de a pie no hay que facilitarle el acceso a la naturaleza. Resonaban por los pinares, en un eco terrible que los barrancos y laderas amplificaban hasta el dolor, los gritos que dos niñatos que competían a coro, dando terribles alaridos que imitaban estrofas de canciones de rock duro. Parecía un duelo entre los vocalistas de Iron Maiden y Aerosmith, tratando de ver quién gritaba más, quién era más estridente, quién hacía más ruido, quién hacía llegar más lejos su infame voz de reptil. Contemplaba los cincuentones pinares con sus pájaros y sus cárcavas rodeados del eco de aquella pelea de gallos sinvergüenzas. Huí asqueado. A los pocos cientos de metros dejó de escucharse la vil berrea. No me extrañaba en absoluto que los halcones, los mochuelos y las chovas tuvieran que escapar de Los Cerros para cedérselo al hombre. Cualquiera habría hecho lo mismo.