Siempre se piensa que un espacio protegido es un pequeño
vergel donde, a costa de ofrecer unos cuantos lugares del mismo para solaz del
visitante urbanita, la mayor parte del sitio se mantiene primigenio, guardando
una naturaleza casi virgen. Gracias a las iniciativas de conservación de las últimas
décadas se han logrado salvar amplios territorios naturales y frenar la
destrucción planificada que causan el desarrollo urbanístico, las obras públicas o la caza
indiscriminada. Sin embargo tales casos son una excepción, ya que toda
iniciativa noble termina siempre supeditada al dinero. Muchísimos otros espacios
protegidos viven en un perpetuo drama de intereses: me vienen a la mente enclaves como Picos
de Europa, maltratado absurdamente entre tres administraciones regionales de
zueco y boina; el Alto Tajo, que nunca será parque nacional por intereses
mezquinos y políticas torpes; la desvergüenza de San Glorio; el circo escopetero
de Hornachuelos; la dramáticamente prostituida Tejera Negra y la catástrofe que
hoy se le viene encima a las serranías de Guadalajara con el nuevo Parque
Natural Sierra Norte. Ésta bien podría ser la triste perspectiva de los espacios
protegidos que están en las montañas, lejos de las ciudades, pero también hay
micromundos salvajes pegados a la urbe, con sus propios problemas.
El sol sale pronto en los ya muy calurosos días de mayo. Comencé
a andar por los cerros del “Parque Natural” de Complutum, un pequeño espacio
casi del mismo tamaño que la ciudad, de la cual lo separa la delgada cinta del
río Henares. El lugar ha sido siempre un escenario de historia viva que ha
marcado la génesis del núcleo urbano. Su característico paisaje desértico con
apariencia de decorado de cartón piedra es una seña identitaria de la ciudad. Como
en casi cualquier rincón de España, su puñado de montes está cargado de
leyendas y hazañas, de historia y fantasía: los libros nos llevan desde la mítica
ciudad de Iplacea a la primera Complutum romana levantada sobre un castro
celtibérico, pasando después por la fortaleza árabe de Abd al-Salam y su guerra
con el castillo de madera cristiano del monte Malvecino. Dejando el libro de
historia, en Los Cerros se encuentran también leyendas de gigantes y
apariciones, misterios que los antiguos alcalaínos siempre tuvieron presentes
como parte de su tradición oral.
Todo este pasado entre la realidad y el mito está
ambientado en un viso de páramo levantado en pura arcilla en la que el agua de
lluvia ha excavado violentamente profundos barrancos, ramblas y vaguadas espectaculares
tapizadas de plantas desérticas que, en palabras de botánicos, es más similar a
un desierto africano que al monte mediterráneo. Los expertos lo definen como
refugio ibérico de “flora esteparia y
norteafricana”. Los que no son expertos siempre dicen que “Esto recuerda
a Arizona”, como si hubieran estado en Arizona alguna vez. En cualquier
caso, es una buena comparación que da idea de su inherente belleza. Habladurías aparte,
el Parque da cobijo a 300 especies de vertebrados y 400 de vegetales. Todo
se reduce hoy al calificativo de Parque como Monte de Utilidad Pública
de la Comunidad
de Madrid. La iniciativa pretendía “respetar las condiciones naturales del
entorno y facilitar la integridad de los seres vivos en el espacio natural”.
Sobre el papel todas las iniciativas son bellas, pero Los
Cerros ha sufrido y sufre lo suyo. No ya el uso durante siglos que de bosque lo transformó en desierto norteafricano, sino el uso que le dan las
gentes de hoy, que hemos convertido el campo en un parque de ocio. Su estatus de espacio protegido accesible y pegado a la ciudad
hace que el enclave hierva de
bicicletas, caminantes y excursiones. Ninguna de estas actividades es
inicialmente mala, la que menos los paseos de los jubilados que siempre que voy
encuentro deambulando por allí. Sin embargo, en un país de becerros cafres como
éste el maltrato al medio natural es inevitable. Para mejorar los accesos se
construyó una pequeña red de pistas forestales que echó a
perder colonias irrecuperables de chovas piquirrojas, mochuelos y halcones que habitaban los barrancos, todo para que la gente pudiera llegar hasta lo más profundo del Parque. Es sencillo patear todo el paraje en unas pocas horas para, aparte de disfrutar del entorno, fijarse en los residuos y maltrato que los visitantes dejan por donde pasan así como para apreciar la desidia de la administración. Las basuras, pese a su continua presencia, casi son lo de menos. Hay desatinos para rato. Empecemos. De vez en cuando se lleva a cabo alguna
repoblación absurda de árboles de ribera en cárcavas y prados que permanecen
todo el año más secos que el ojo de un tuerto, pero que son buena pantomima para
que alcalde y concejales se hagan una foto ecologista. Los pinares
se han gestionado como los de un parque urbano y no como los de un espacio
natural. La fortaleza árabe, además de lucir coloridos grafitis, tiene
alrededor una terrible malla de plástico naranja y verjas metálicas más propias
de una obra de extrarradio que de un yacimiento histórico. El paso continuo de
ciclistas por el fondo de los barrancos agrava de forma alarmante la erosión. Las
grandes cuevas excavadas bajo los cerros, viejas grutas que sirvieron en el
pasado como bodega y cultivo de champiñón, deben ser escenario de habitual botellón
excursionista y aparecen llenas a rebosar de botellas de sangría y refresco.
Cuando se sube a la cima del triangular cerro Malvecino se encuentra una
bella cumbre chata, como una pirámide a la que hubieran robado el
piramidión: tan bella como llena de basuras. La cima del robusto Ecce Homo parecía limpia, pero comprobé que la ilusión era
cosa de la vegetación que escondía los residuos. Al fin, se comprende que el lugar no deja de ser una especie de territorio en litigio, una batalla entre el hombre desaprensivo y una resistente naturaleza que, arrinconada, ha tenido que ceder.
Hay que tragar mucho cuando se visitan lugares como el Parque de Los Cerros. Ir concienciado, sabiendo que su naturaleza es un remiendo. Que allí va gente, con lo que eso conlleva. Aunque mentiría si no dijera que, a pesar de todo, siempre que voy paso allí una buena mañana. Si no se tiene la mala suerte de ir en fin de semana o de toparse con una excursión se disfruta de esa extraña sensación que aportan los parajes naturales que sobreviven pegados la hombre. Siempre busco esa dicotomía cuando asciendo al Veracruz por su cara norte, desde la que girando la cabeza puedo ver entera la ciudad de Cervantes, de la cual sólo me separa el río. La última vez que fui al Parque Natural pude ver una corza con su corcino, una gran culebra bastarda, milanos, así como plantas que se nos antojan exóticas tales como adormidera, brutales cogollos de hinojo, cicuta y pepinillos del diablo. Pero terminada la caminata, cuando tomé desde la solana del primitivo Ecce Homo el camino hacia los sembrados del sureste donde había dejado el vehículo, una pareja de impresentables que no llegué a ver volvió a dejarme claro que al españolito de a pie no hay que facilitarle el acceso a la naturaleza. Resonaban por los pinares, en un eco terrible que los barrancos y laderas amplificaban hasta el dolor, los gritos que dos niñatos que competían a coro, dando terribles alaridos que imitaban estrofas de canciones de rock duro. Parecía un duelo entre los vocalistas de Iron Maiden y Aerosmith, tratando de ver quién gritaba más, quién era más estridente, quién hacía más ruido, quién hacía llegar más lejos su infame voz de reptil. Contemplaba los cincuentones pinares con sus pájaros y sus cárcavas rodeados del eco de aquella pelea de gallos sinvergüenzas. Huí asqueado. A los pocos cientos de metros dejó de escucharse la vil berrea. No me extrañaba en absoluto que los halcones, los mochuelos y las chovas tuvieran que escapar de Los Cerros para cedérselo al hombre. Cualquiera habría hecho lo mismo.
Hay que tragar mucho cuando se visitan lugares como el Parque de Los Cerros. Ir concienciado, sabiendo que su naturaleza es un remiendo. Que allí va gente, con lo que eso conlleva. Aunque mentiría si no dijera que, a pesar de todo, siempre que voy paso allí una buena mañana. Si no se tiene la mala suerte de ir en fin de semana o de toparse con una excursión se disfruta de esa extraña sensación que aportan los parajes naturales que sobreviven pegados la hombre. Siempre busco esa dicotomía cuando asciendo al Veracruz por su cara norte, desde la que girando la cabeza puedo ver entera la ciudad de Cervantes, de la cual sólo me separa el río. La última vez que fui al Parque Natural pude ver una corza con su corcino, una gran culebra bastarda, milanos, así como plantas que se nos antojan exóticas tales como adormidera, brutales cogollos de hinojo, cicuta y pepinillos del diablo. Pero terminada la caminata, cuando tomé desde la solana del primitivo Ecce Homo el camino hacia los sembrados del sureste donde había dejado el vehículo, una pareja de impresentables que no llegué a ver volvió a dejarme claro que al españolito de a pie no hay que facilitarle el acceso a la naturaleza. Resonaban por los pinares, en un eco terrible que los barrancos y laderas amplificaban hasta el dolor, los gritos que dos niñatos que competían a coro, dando terribles alaridos que imitaban estrofas de canciones de rock duro. Parecía un duelo entre los vocalistas de Iron Maiden y Aerosmith, tratando de ver quién gritaba más, quién era más estridente, quién hacía más ruido, quién hacía llegar más lejos su infame voz de reptil. Contemplaba los cincuentones pinares con sus pájaros y sus cárcavas rodeados del eco de aquella pelea de gallos sinvergüenzas. Huí asqueado. A los pocos cientos de metros dejó de escucharse la vil berrea. No me extrañaba en absoluto que los halcones, los mochuelos y las chovas tuvieran que escapar de Los Cerros para cedérselo al hombre. Cualquiera habría hecho lo mismo.