lunes, 16 de abril de 2012

Fez, sabores de la medina

El petit taxi era un primario Fiat Uno pintado de rojo que caracoleaba entre el tráfico usando la bocina como intermitente. Habíamos pactado el precio de la carrera antes de montar en el vehículo, así que el bigotudo conductor quería amortizar el trayecto. Diez dirhams después, se detuvo casi derrapando frente a la exótica puerta de Bab Boujloud, que con sus almenas y sus espectaculares azulejos azules cerraba el acceso al hormiguero de nueve mil callejones de Fez el-Bali: la mayor medina del mundo islámico y la más amplia zona peatonal del mundo.

Fez el-Bali nació en el siglo VIII y fue el germen de la propia Fez, una ciudad construida a base de pueblos desterrados. En la margen izquierda del río, la primaria ciudad fue habitada por los expulsados de Kairuán, mientras que a la derecha de las aguas fueron los andalusíes desterrados de Córdoba en el 812 por Al-Hakam I quienes encontraron en Fez un nuevo hogar. Almohades, almorávides, judíos y franceses han configurado la historia de Fez y su medina hasta nuestros días.



El viajero español del XVIII Domingo Badía describía la medina de Fez el-Bali como de “...calles muy oscuras, porque no solamente son muy estrechas en términos de ser casi imposible marchar de frente dos hombres a caballo, sino también porque las casas, que son altísimas, tienen en el primer piso un vuelo o proyección que quita mucha luz, inconveniente que se aumenta con la especie de galerías o pasadizos que reúnen la parte superior de las casas por ambos lados». Aunque pueda parecer imposible, la medina de Fez sigue en la actualidad fiel a esa imagen. Sumergirse -e inevitablemente, perderse- por sus calles es regresar a la Edad Media.

Aquí sigue habiendo artesanos en cualquier materia, desde el mármol a los metales. Algunos maestros trabajan enclaustrados en los comercios más pequeños que pueda imaginarse. Se ve incluso algún peluquero trabajando desde la calle dado que en el interior del local únicamente cabe la silla del cliente. En los cientos de calles de la medina, esquivando como el resto del gentío a los mulos y carros que cargan mercancías, hay que acomodar también el olfato. No solo para acostumbrarse a la sempiterna acumulación de basura o dar con exóticas curtidurías que siguen funcionando como hace mil años, sino también para saber encontrar tal vez lo más atractivo de la vieja Fez: su gastronomía.

Buscar comida tradicional en Marruecos es encontrar en el plato una porción de historia, porque no ha sido otra cosa que el trasiego de sus pueblos lo que ha configurado el buen hacer culinario. La interacción cultural mediterránea ha hecho que se encuentren reminiscencias moriscas, árabes, bereberes, africanas e incluso sefardíes, con la particularidad de mantener sus raíces bereberes al haber permanecido Marruecos ajeno a la influencia otomana.


Desayunos de pan y dátiles

Antes de dirigirnos a la medina tomábamos el desayuno en el riad, desparramados entre los cojines de seda de cactus frente a una mesita baja. Procuraba no excederme tan temprano dado que quería probar toda la comida callejera que pudiera poco después en Fez el-Bali, pero ante el madrugador despliegue que para cada desayuno nos servían las camareras era del todo imposible contenerse.

Había huevos fritos y pasados por agua, tomates aliñados, pepino fresco, zumos naturales, mantequilla smen, miel, confituras caseras de dátiles y naranja… todo muy adecuado para mojar en ello algunos tipos tradicionales de pan marroquí que, cada mañana, se elaboraban en el riad pese a que solo estábamos dos personas alojadas.

Algún día se sirvió una bandeja con baghrir, un tipo de crêpe preparada con semolina y levadura, aunque eran mucho más atractivos y exóticos el harsha y el rghaif. El harsha era un bollo plano y redondo, denso, seco y pesado, alguna vez de tono verdoso por incluir pistachos en la masa; otros días vino cubierto de sésamo. La otra opción para untar mantequilla y confitura de dátil era el amarillo y muy aceitoso rghaif, con frecuencia llamado pañuelo, que sabía a lo que huele un pueblo aceitero de Andalucía.


¿Carne? Busque la cabeza del camello

Tal vez lo más impactante de caminar por una medina como Fez el-Bali, que no ha perdido sus hábitos tradicionales, sean los mercados a pie de calle. Más allá de los diferentes zocos artesanos donde se siguen trabajando la madera, la piedra o las pieles con métodos artesanales, los mercados de carne o verdura representan el verdadero exotismo comercial árabe que se busca cuando se viaja a lugares como Fez, en los que todavía es frecuente consumir lo que se compra en el día.

En los mercados se pueden adquirir todo tipo de productos frescos a casi cualquier hora del día. Carnicerías, pescaderías, puestos de especias, hierbas y verduras están abiertos desde el amanecer hasta avanzada la noche. Mientras que en Europa desparecen sin remedio los mercados y pequeñas tiendas de productos perecederos, por las medinas se puede pasear viendo la fresca -o no- selección de productos de la tierra. Destacan decenas de ancianos que ofrecen enormes manojos de hierbabuena -para el té-, menta, cilantro -muy consumido- o perejil junto a grandes montones de cebollas, cardos y habas que además pueden verse crecer en los campos al poco de dejar la ciudad.




Equidistante en ciento cincuenta kilómetros del Atlántico y del Mediterráneo, en Fez no destacaba la presencia de puestos de pescado. Aun así se veían doradas, jureles y sardinas, todos brillantes, con agallas rojas y ojos acuosos que indicaban su frescor. No es infrecuente que intermediarios compren en un puesto el pescado, lo adoben y rebocen por su cuenta y lo vendan en otro puesto de comida rápida. Hay que andar rápido para echar mano a una de esas sardinas adobadas recién fritas: no hay nada igual.


Una imagen típica de Marruecos y del mundo árabe en general son las carnicerías a pie de calle, con los corderos desollados y las grandes piezas de carne colgando de ganchos o directamente acumulando moscas sobre el mostrador. En la medina de Fez el-Bali las carnicerías exponían en sus garfios todo tipo de piezas, desde camello hasta criadillas de vaca, pasando por cordero en todas sus formas en un sangriento espectáculo fascinante que hacía las delicias de los turistas europeos.

Sin embargo, nada tenía que ver una carnicería faisí con las existentes en la cercana ciudad de Meknes, menos turística y por ello más sórdida, más auténtica. Allí, el suelo que se pisaba en el mercado no era otra cosa que una mezcla de sangre, excrementos y barro propia de cualquier batalla.




Una comida tradicional

Según las guías, encontrar la famosa curtiduría Chouwara sita en el centro de la medina no era tarea sencilla. Allí se ablandan, curten, tiñen y secan las pieles prácticamente igual que como se hacía hace mil años. Primero se trabajan en cal y otros ácidos para después limpiarlas y colorearlas con tintes naturales. El olor de las pieles al aire libre en el centro de la ciudad llega a ser nauseabundo, más aún los días de calor; tanto, que a los turistas se les proporciona una ramita de hierbabuena para que aguanten la embestida.

En una sola mañana visitamos la curtiduría dos veces para verla desde diferentes terrazas. Era un espectáculo hipnótico observar el conjunto de tinajas llenas de trabajadores que se afanaban con sus palos y cuchillos, teñidos hasta el pecho de cal o tintes de los más diversos colores. La imagen era África pura.

En una de las casas alrededor de la curtiduría había un pequeño cartel que indicaba un restorán. Desde la misma puerta subía una escalera que, caracoleando, llegaba hasta el cuarto piso. La estancia era lujosa, llena de mullidos cojines y mesas bajas. Me gustó ver una carabela en bronce, con sus cruces rojas, decorando una de las paredes. Quién sabe si aquel lugar no era propiedad de algún aventurero español. Nunca lo supimos, ni llegamos a preguntar: olvidamos la carabela en cuanto aparecieron las aceitunas, la harira, la ensalada marroquí, la bastela y el tajine.  




Los primeros platos fueron ensalada y harira. La ensalada marroquí que nos sirvieron se componía de varios platos con distintas salsas y adobos: coliflor, lentejas, habas, garbanzos y judías para acompañar el pan. Por su parte, la harira es una sopa tradicional que suele emplearse para romper el ayuno del ramadán: su gran poder nutricional se basa en su elaboración a base de tomates, carne, legumbres, verduras y harina. Por su especiado sabor a tomate y la textura casi viscosa que le da la harina, no se parece a ninguna sopa europea.

Los segundos fueron aún más contundentes: además de un tradicional tajine de verduras y cuscús con un buen jarrete de cordero, todo coronado con pasas y aceitunas, vino la bastela o pastilla. Un plato de fiesta, de origen andalusí y muy tradicional en Fez; pese a ello, no es fácil encontrar una buena pastilla: requiere mucha elaboración y buenos ingredientes.

Dentro de capas de pasta bric realizada a la manera tradicional en piedras calientes, se prepara un relleno de carne de pichón, cebolla, huevos, ajo, manteca agria, almendras y varias especias. El resultado es una especie de empanada de fina corteza que cruje deliciosamente para dejar ver un especiado y sabroso interior. El crujido musical de la fina cubierta hace sonreír. Lo más fascinante es que se corona con azúcar glasé y canela para conseguir un efecto agridulce. Una buena bastela es, sin duda, plato representativo de la gastronomía del país y una de esas recetas que no dejan indiferente a nadie.


Almendras, miel, canela…

Si por algo se conoce a la gastronomía marroquí es por su buen hacer con los postres. Si ver animales degollados en directo en las carnicerías de la medina quita las ganas de comer a más de uno, pasar a continuación junto a los puestos de dulces despierta el instinto más goloso. La pastelería típica de estas tierras poco tiene que ver con los azúcares procesados y las grasas industriales que hace tiempo triunfan en Europa: un dulce árabe es algo preparado con ingredientes naturales.

Preparado con pasta de almendras y agua de rosas, el briouat sobresale como pasta hojaldrada. Con canela, agua de azahar y almendra se prepara el kaab el ghouzal o cuerno de gacela. Con nueces, miel y sésamo, además de las omnipresentes canela y almendra, toman forma otros dulces como el fekkas, l’ghrouéyba, el bahlawa o el e’chebbakya, todos ellos expuestos en ordenadas y suculentas pirámides. Muchos recuerdan a nuestros andaluces pestiños, que en la España islámica tuvieron su origen.




En forma de pequeños paquetes triangulares, se vende en casi cualquier calle un tipo de briwat  triangular, dulce o salado. Extremadamente crujiente por fuera y untuoso por dentro, es casi una bastela en miniatura. Los dulces se cubren de miel y se llenan de una contundente mezcla de pasas, ciruelas, orejones y piñones, mientras que los salados incorporan carnes, especias o pistachos, buscándose en ellos un efecto agridulce al cubrirlas con azúcar glasé y canela.


La auténtica comida rápida

En nuestras primeras horas en la medina dimos en una callejuela con un pequeño puesto con un expositor de cristal lleno de alimentos. El local no debía tener más de un metro y medio cuadrado, lo cual daba para un diminuto habitáculo donde el regente cocinaba y una estrecha mesa donde cabían tres clientes apretados; un lugar diseñado para comer deprisa y seguir con los recados.

Allí comimos pan hecho en el día o khboz ed dar, preparado para rellenar con lo que contenían los diversos platillos que, por apenas tres euros al cambio, nos sirvió el enclaustrado hostelero: una fina salsa ligeramente picante, hígado rebozado, huevos frescos y algo que desentonaba, patatas fritas. No hubiera estado de más alguna verdura; sin embargo, se agradecía que como especiero se colocara allí un pequeño recipiente que contenía a partes iguales sal fina y comino.



Caracoles

El tercer día en la medina de Fez fue viernes, la jornada festiva en el calendario islámico. El laberinto de callejuelas estaba mucho más tranquilo. Casi todos los comercios permanecían cerrados, aunque en buena armonía: había de todo disponible. La mayor parte de los turistas habían sido convencidos de que en la medina el viernes no había nada para enrolarlos en excursiones por los alrededores. El viernes, la medina perdía el encanto de su caos, pasando a ser un lugar de paseo tranquilo y sosegado.

El jueves había llovido. Habíamos visto trepando por las ruinas del yacimiento romano de Volúbilis decenas de caracoles. No pude evitar sonreír cuando, aquel viernes en la medina, encontramos un puesto de caracoles donde nos sirvieron un cuenco hirviendo lleno de gruesas cabrillas recogidas el día anterior en los campos. En un lugar como Fez no hay licencia ni ordenanza municipal que valga para frenar a aquel que recolecte caracoles un día de lluvia y al día siguiente los cocine y venda en la calle. Dos o tres turistas rubios y sonrosados equipados como para escalar el K2 nos miraban espantados mientras sacábamos con un palillo los caracoles de sus humeantes carcasas.



El caldo de las cabrillas era aguado, y posiblemente los gasterópodos no habían sido lavados con harina. Sin embargo sabían muy bien y tan calientes eran reconfortantes para seguir recorriendo la medina. Mientras espolvoreaba algo más de sal y comino a mi cuenco, comiendo de pie junto a la olla, el vendedor decía que no me olvidara de beberme el caldo: bueno para el estómago.

Merienda en la fuente

Una medina como la de Fez es uno de los pocos lugares del mundo donde puede uno comprarse al peso alimentos artesanales para comérselos sentado en una fuente medieval viendo pasar el gentío. En España, esas cosas sólo pueden hacerse ahora en unos pocos mercados y en ferias “medievales” que como buen popurrí de la mentalidad europea mezclan épocas, costumbres y platos de manera casi absurda. Pero en Fez no: si se quiere queso artesanal para comer con pan recién salido del horno, se puede conseguir a casi cualquier hora.



Antiguamente estaba regulado por ley que cada uno de las decenas de barrios de la medina dispusiera entre otras cosas de horno, baños, fuente y mezquita. Hoy se ha perdido la costumbre, pero no falta nada de eso: mucho menos los hornos. En las varias tahonas que se distribuyen por la medina se puede ver cómo se preparan las tortas del khobz ed dar o pan del día, que sale a millares y se ve por todas partes durante toda la jornada. En Fez, el pan sigue siendo el sustento básico.

Desde una de las dos calles principales de la medina vimos el fuego de un horno con las estanterías llenas de panes recién hechos, todavía humeantes. Uno de los trabajadores se acercó sonriente, pisando disimuladamente una cucaracha de dos pulgadas, para enseñarnos con amabilidad su horno. Compramos tres panes bien calientes y salimos al exterior. Había visto por las inmediaciones un puesto de queso de cabra, donde los blancos y esponjosos quesos parecían artesanales, y realmente lo eran. Por apenas un euro los cien gramos hubo queso para rellenar un par de aquellos panes. Sentados en una fuente de la medina, el queso fuerte y el pan suave y cálido  conformaban un maridaje perfecto: y todo a pie de calle sabe mejor.




Sencillo y emocionante

Tajines, pastillas, harira, dulces de todo tipo, carnes, caracoles que salieron con la lluvia, panes recién hechos, queso de cabra artesanal, té… había sido un viaje de verdadero contacto con la comida que puede encontrarse en plena calle en la medina más grande y laberíntica del mundo. Sin embargo, pese a la espectacularidad de algunos platos o lo exótico de otros, hubo una experiencia gastronómica que pese a su sencillez destacó sobre las otras.

En la medina había varios puestos diminutos de un par de metros cuadrados donde se vendían yogures para tomar allí mismo, del vaso. No eran yogures envasados, con quién sabe qué saborizantes o edulcorantes: eran yogures preparados por el mismo tendero utilizando únicamente leche y cuajo. Entramos, tal vez, en la quesería que tenía más encanto de la medina. Era una pequeña estancia, con su balanza, sus bizcochos y sus decenas de moscas: por supuesto, también con sus yogures, que el viejo tendero preparaba agachado en el suelo debido a que allí no había espacio para hacerlo cómodamente de otra manera.


El yogur, de textura viscosa, era de sabor suave, muy azucarado pero manteniendo su original gusto agrio. No era al paladar demasiado diferente a un yogur comercial, pero tenía un deje mucho más puro. Sólo se puede describir como emocionante el poder degustar en el propio local un producto tan fresco que preparaba el propio tendero allí mismo. Realmente emocionante. Hacía sonreír.

Munición para el cuerpo

Terminaron los días en Fez. Echaría de menos el embriagador caos de la medina, los atardeceres tras la torre de las mezquitas, el aroma de las especias, incluso el hedor de las curtidurías. Pero marchaba contento por haber aprovechado una de las formas en que mejor se conoce una cultura: a través de su auténtica gastronomía, comiendo lo que comen los faisíes cuando caminan por su medina. No sólo pidiendo platos típicos en restaurantes, sino comprando a pie de calle lo mismo que se comía hace doce siglos al nacer la ciudad.

Cuidado con el agua. No coma verduras ni frutas. No tome caldos ni sopas. No consuma nada si no sabe de dónde viene. Nada de té ni café local. Cuidado con comer en puestos callejeros. Eso dicen todas las guías de viajes: turista, váyase usted al primer restaurante yanqui de comida rápida que encuentre.

Y eso es lo que hace la mayoría. Pero hay otras formas de enfocar un viaje: como dice el cocinero neoyorquino Anthony Bourdain, “Acabo de ignorar completamente todos los consejos de la guía Lonely Planet… y me encanta”.