miércoles, 27 de mayo de 2015

El dolor de la tierra

Siempre me he sentido muy español, como Zalacaín. No por ese barato orgullo nacional de bandera con toro de Osborne, de fútbol y barra de bar ni de gomina y camisa por dentro, sino que lo sentía por los libros. En mi vida como lector he pasado muchos años devorando obras sobre divulgación histórica, pasando infinitas páginas sobre las aventuras asombrosas de los españoles. Exploraciones hasta los confines del mundo, la gran obra de América, las gestas de los Tercios en Europa y nuestro legado cultural, maravilloso, eterno. Pero son también los libros -ah, malditos libros- los únicos capaces de hacerte abrir los ojos. Ves que casi todos esos genios y hombres audaces murieron en la indigencia o el exilio y sólo de un puñado de ellos se sabe dónde están sus huesos. Sacrificio pagado con desidia, heroísmo con olvido. Porque detrás de tan emocionantes historias está, claro como el agua, el fondo trágico de este país, que no tiene remedio, decía Baroja, que es una cochina vergüenza, dice Pérez-Reverte. Esos libros te hacen admirar los hechos individuales, pero te impiden admirar la nación, el pueblo, porque no lo merece. Desmoralizante, ruin, cíclico en su tragedia y en su ancestral barbarie.

Decía Unamuno que no fue en los libros donde aprendió a querer a su patria, sino recorriendo devotamente sus rincones. Supongo que él tenía, como todo referente moral que se precie, un fondo de naturalista. Después de años vagabundeando en solitario por los montes de España, al final siento también que mi patria son los montes, los bosques verdes, los llanos pajizos, el vuelo de los pájaros o el aroma de los tomillos. Si ya es difícil identificarse con España cuando se conoce y entiende su triste historia, más aún lo es cuando se ve a diario su desprecio absoluto por su tierra misma. Para el simple que no ve más allá de su propio ombligo todo es más fácil. Pero cuando amas esa tierra, la Naturaleza, cuando amas la Vieja Iberia y contemplas la obra de los hombres, España te duele aún más. Duele la España de los toros, la España de las fiestas con animales, del pueblo que se regodea en la tortura de seres indefensos y aún se atreve a enaltecerlo como cultura. Duele, repugna la España de la caza, hoy de las clases de caza en los colegios, de los niños chapoteando en la sangre de las monterías. La España de los galgos, de los cepos y los venenos, de la escopeta, de las fincas. La España que mata sus lobos y que en pocos años matará sus osos. Que libera linces en cotos. La España que mutila sus ríos sin necesidad. La España en la que los incendios forestales son otro negocio, otro cortijo. Que destruye su paisaje para llenar bolsillos. La España cejijunta y analfabeta de siempre, del desprecio por su Naturaleza, un desprecio íntimamente ligado al desprecio por la cultura propio de un pueblo ignorante. Un pueblo que reclama como un derecho el fuego, la quema, la destrucción, el sufrimiento de todo lo que no puede defenderse. ¿Cómo identificarse con esa España Negra que nunca vamos a derrotar? Te atrapa el cansancio, una resignada indiferencia. En poco más de treinta años España ha podido conmigo. El amor por los libros siempre te vuelve escéptico para con tu propio país. Pero son las sensibilidades, y más aún una tan intensa como es el amor por la Naturaleza, lo que te hace comprender a todos aquellos que hablaban y hablan, ya fuera en forma de soneto, de prosa o en lienzo, u hoy por las calles, de cuánto dueles, España. De lo difícil que eres como idea a la que querer.