martes, 27 de octubre de 2015

Aquella maldita zorra

El tipo estaba sentado en un taburete de la barra del bar. Me lo había cruzado un rato antes en la plaza del pueblo, junto a la fuente. Iba caminando enciscado y hablando solo. Tenía pinta de ser uno de esos cabreados con el mundo que están continuamente murmurando para sí mismos en voz alta. De esos que es mejor dejar a su aire peleándose con su desequilibrio sin prestarles atención. En la taberna se había serenado al abrigo del vinacho, el hombre, y parecía normal. Estaba hablando con otro parroquiano, una especie de trasgo de cara macilenta y ojos sanguinos. Los dos eran cazadores y charlaban sobre campo. Lances. Tiros. Perros. Aventuras. No pude dejar de escuchar.

Pues el sábado le fallé a una zorra“, decía el majareta. “Si es que ya no ves bien. Prueba a abrir los dos ojos cuando tires“, le recomendó el otro. Para el que se extrañe, todo esto es normal. Los zorros se pueden cazar -matar- sin control. Matar un zorro aúna el placer sádico de quitar una vida con el morbo de destruir la belleza. El goce máximo del rufián armado. Y en un país en el que no hace falta hablar inglés para ser presidente del gobierno, o donde para acceder a cargos públicos o funcionariales es suficiente con balbucear y apenas saber escribir el castellano, imagínense los requisitos que pedimos para poder tener una escopeta y empezar a pegar tiros contra todo lo que se mueva. Prácticamente ninguno. Tener mala vista o estar tocado del ala no te excluye. A lo que vamos, nuestro cazador miope y perturbado terminó su relato cargado de odio hacia el animal que había tenido la desvergüenza de querer salvar la vida: “Es que la muy puta salió de la madriguera muy rápido y ni apunté bien. Le tiré a bulto. Pero yo creo que le di en una pata”, dijo con una cruel sonrisa de satisfacción.

Y aquella zorra, o zorro, debió huir aterrorizada como buenamente pudo, con la pata destrozada, a ocultarse en cualquier agujero a soportar el dolor atroz de los perdigones ardientes incrustados en su carne. Seguramente ignorando, en su inocencia animal, que sus heridas la llevarían a no poder valerse nunca más con normalidad, a perder la pata o a morir lentamente por la infección. Y la imaginas allí escondida, presa del terror, envuelta en su cola de seda manchada de sangre mientras los tiros de nuestros infectos sábados de otoño seguían atronando el monte. Preguntándose tal vez por qué. Por qué y para qué le había tocado ese sufrimiento. Puede que a la noche, cuando hubiera terminado la matanza, saliera cojeando al exterior. A hacer frente a la ya de por sí difícil vida que un miserable le había arruinado. Mientras tanto, acabada la jornada de caza, aquel canalla que le había disparado por placer debía de estar ya en el bar del pueblo. Comentando con sus camaradas, entre risas, la feliz anécdota.