viernes, 7 de octubre de 2016

El avistamiento

El camino estrecho brillaba en la oscuridad como una cinta blanca que atravesara el robledal. A lo lejos se escuchaba intensamente la berrea, las voces ansiosas y estentóreas de los grandes venados que recorrían frenéticos la montaña. Hacía frío, tal vez la primera mañana fría de octubre. A mi derecha, fuera del bosque, se extendía un pequeño valle forrajero y al otro lado una larga colina paralela a él. Llegué a la primera línea de árboles y me senté bajo un melojo, entre zarzas y escobones, con una red mimética por encima, el teleobjetivo entre las piernas y los prismáticos en las manos. La luz del lento amanecer comenzaba a dibujar todos los detalles de la naturaleza. Una suave neblina cubría los prados amarillos de aquel valle estrecho.

Me encontraba en el oriente de la Cordillera Cantábrica, frente a un prado salpicado de madrigueras de topillos. Esperaba ver algún gato montés, pues aquella región es una de las mejores del mundo para observar tan esquiva especie. Sin embargo, en toda la larga espera apenas pasaron algunas cornejas y una cierva junto a su cervato que treparon la colina al otro lado de la pradera. Llegaba como un rumor algún eco de la aldea, que no estaba muy lejos: una puerta que se cierra, el ladrido de un perro. Pero por encima de todo, de la berrea, de los cencerros, de los gorjeos de las aves o del despertar de los aldeanos, se escuchaba el sonido del silencio.

Serían las nueve en punto cuando me levanté del escondite, después de casi dos horas sentado sobre las hojas sin apenas moverme. Había hecho, como muchas otras veces, mi tranquila espera de fauna a primera hora, y entonces me disponía a pasar el resto del día recorriendo libremente los montes. Me puse la mochila, aseguré los binoculares en la cintura y me eché la pesada cámara al hombro. Y justo entonces aparecieron.

Por el prado venía de frente la inconfundible figura de un lobo ibérico al trote. En una fracción de segundo los nervios se encienden y la emoción contenida te llena de frío. Se inflama el corazón y los dedos se vuelven torpes. Los segundos pasan deprisa. Mil pensamientos se suceden fugaces, nítidos y borrosos, por la mente: el animal mítico está allí delante. El lobo dejó el prado y comenzó a trepar la colina. Y de repente desapareció. Su figura se desdibujó entre la roca gris y las gramíneas como por arte de algún encantamiento. Sin embargo, al momento volvió a moverse, despacio, ajeno, como si las formas del suelo cobraran vida y tomaran la forma de un lobo. Me parecía imposible que no me hubiera detectado.



Entonces comprendí que después de siglos de odio y persecución, una selección natural forzada ha elegido a los ejemplares más miméticos, los que mejor se disimulan en los montes cantábricos y mediterráneos. Hace unos años, la primera vez que vi lobos en el campo me sorprendió que, cuando les da el sol, se ven amarillos, y que bajo el cielo nublado su librea, que parece hecha de la misma tierra, se pinta de pardos y grises apagados. Cuando el lobo de aquella mañana trepó ágil por la colina le daba el sol de lleno y brillaba como si la luz saliera de él mismo. Entonces observé que en lo alto de la loma estaba su consorte, un ejemplar igualmente grande y maduro, tal vez más viejo y oscuro. Habían recorrido el paraje uno por el valle y el otro por la colina, en actitud venatoria, esperando sin duda mover a las ciervas para que algún ejemplar joven o cansado huyera hacia arriba o hacia abajo, a la boca de uno de los dos lobos.

Aquel inolvidable avistamiento de la especie más bella y emblemática de la fauna ibérica duró poco, apenas un par de minutos. Después de encontrarse en lo alto de la colina, los dos ejemplares investigaron algo que había en el suelo y marcaron olfativamente el lugar. Gracias a ese comportamiento pude ver que el lobo que estaba arriba era un macho alfa. Fue el primero en desaparecer tras la cresta del monte, no sin antes permitirme verle en todo su esplendor. El otro ejemplar, la loba, siguió su mismo camino.



Como en otras ocasiones me llevó tiempo digerir el avistamiento. Aquellos dos minutos, pese a correr fugaces, habían sido tan emocionantes como toda una vida, intensos como una edad en la tierra. Pocos privilegios pueden llenar tanto el alma como el encuentro cercano con estos seres legendarios, testimonios vivientes de antiguas leyendas, personificaciones salvajes y rebeldes de las viejas tradiciones e historias de las montañas. Tales emociones son aún más fuertes cuando se conoce su desgracia, su injusto drama tan hispano, y se dedica mucho tiempo a su muestreo y seguimiento. El lobo es en el campo un proscrito, un auténtico fantasma, terriblemente desagradecido para las observaciones pese a ser un animal grande. Pero somos los hombres los que hemos hecho a los lobos ibéricos tan esquivos y desconfiados. En ello les va la vida. Ellos mismos saben que su ser indómito es la única escapatoria que tienen para que en las noches españolas se sigan escuchando sus hermosos aullidos.