sábado, 6 de febrero de 2016

Una tarde en Gallocanta

Sólo había estado una vez en la comarca del Campo de Daroca, dos o tres años atrás. Recordaba los horizontes infinitos en aquel amanecer rojo, el cielo que se fundía con la tierra, la inabarcable depresión desértica a cuyo fondo se recortaban serrillas peladas y las largas, larguísimas carreteras estrechas tiradas a cordel, sin una sola curva, que iban menguando hasta que sus arcenes se fusionaban. Siempre me han atraído los escenarios naturales amplios y desolados, azotados a partes iguales por los fríos, el sol o los vientos; sin embargo, a pesar de tan sugerentes paisaje y soledades, no había regresado.

Finalmente acabé una tarde en la darocense Laguna de Gallocanta a lo naturalista moderno, con vaqueros, abrigo y botas de montaña cargando un incómodo trípode, un telescopio terrestre, prismáticos y la cámara. Había comprado el telescopio como una nueva manera de salir al campo: siempre me he apañado con unos sencillos binoculares, pero lo cierto es que para la observación de muchas especies es necesario estar durante mucho tiempo quieto y en oteros discretos, actividad para la cual no viene mal un telescopio. Aun así, sé de sobra que voy a subir en penumbra muchos altozanos con todo el percal sólo para un par de horas, hasta que termine de salir el sol, para dejarlo luego escondido entre los brezos y echar a andar, pues el monte tira y en las esperas, pese a que cada vez las acostumbro más, uno se siente, como diría el cándido cazador Lorenzo de Miguel Delibes, achucharrado.


Allá estaban las primeras grullas de Gallocanta, unas doscientas, tranquilas entre las aguas someras y los carrizales cercanos al pueblo que da nombre a la laguna. Tras observarlas desde varios oteros reparé en una casetilla observatorio oculta entre tarajales. Conduje hasta ella por los carriles de tierra que circundan la masa de agua. La puerta se abrió con un chirrido hasta chocar con una vieja bicicleta que había en el interior. Observando a través de una de las ventanitas del hide estaba sentado un joven de fortísimo acento valenciano. Iba vestido como quien baja a por el pan en su pueblo y olía a sudor. Observaba las grullas a través de algo parecido a un catalejo que apoyaba en su misma caja, rotulada con letras chinas. Me sentía como si hubiera arruinado su tranquila intimidad. Tomé asiento en uno de los huecos libres y charlamos un rato sobre la laguna y los animales. “¿Ves algo más aparte de las grullas?”, me preguntaba, "Sólo esos patos, están lejos pero son azulones, si fueran cucharas se distinguirían bien”, le dije. En realidad no los podía distinguir pues se movían entre las patas de las grullas. Me comentaba que desde ese puesto se veían pocas grullas y que estaban demasiado quietas, como descansando. El tipo conocía bien el entorno y amaba de manera entrañable a los animales. Y allí estaba, con un sencillo catalejo y un walkie-talkie, sin juguetitos ópticos caros ni ropas caprichosas, con su curtida bicicleta casi de posguerra, llegado hasta Gallocanta desde quien sabe dónde.

Había muchas más grullas en los campos alrededor de los pueblos vecinos de Bello y Tornos y se dejaban ver desde mucho más cerca. Los llanos estaban salpicados de miles de plumas blancas que parecían esponjosas desde lejos. Los adultos se juntaban en grandes grupos o por familias, la pareja acompañada de un juvenil que se distinguía por la cabeza parda, sin el elegante antifaz blanquirrojo ni los ojos cobrizos de los padres. Siempre había visto grullas en sus migraciones, en bandos a veces de centenares de individuos, pero nunca en reposo. Siempre quedan cosas pendientes. Disfruté, en ocasiones a simple vista, de bandos de más de cien grullas donde algunos contendientes medían sus fuerzas, defendían su terreno con afectados bailes y aleteos; sabedoras de su gran tamaño y de su altivez zancuda, como recreándose en sus movimientos elegantes.

El mayor espectáculo llegó al caer la temprana noche de finales de este desagradable invierno. Me había alejado de la laguna. Las nubes se pintaron de rojo y amarillo bajo el cielo grisáceo. La luz sobre la gigantesca cuenca de Daroca se difuminaba con lentitud, desdibujando con delicadeza los pueblos, los montecillos y la superficie plateada del agua. Una pareja de aguiluchos cenizos cazaban entre los carrizos en semioscuridad y un cernícalo rascaba los últimos minutos de acecho del día posado en el tejado de una choza. Trigueros y gorriones molineros se retiraban a pasar la noche. Entonces, recortándose contra el cielo rojo y el sol poniente, comenzaron a llegar cientos, miles de grullas en interminables bandos que cortaban el aire con su forma de flecha, cantando enloquecidas, dándose la bienvenida las unas a las otras, celebrando la diaria arribada nocturna a su ancestral cuartel de invierno, formando una algarabía de mil demonios, el delicioso bullicio de la vida libre y en paz.