Me impactó bastante verlo. Cruzó la
pantalla, entre montañas nevadas, una colorida leyenda: “Desafío Everest”. No se puede esperar
nada bueno de la televisión española, pero mientras cenas, piensas que de
perdidos al río y ves cualquier cosa. Sin embargo aquel programa era peor de lo que podía
imaginarse. Consistía en llevar al Himalaya a un grupo de domingueros, de esos
que no saben ni atarse las botas, para que jugaran a ser alpinistas. Poco después de llegar a la cordillera y tras
alojarse en un poblado tibetano, los participantes probaron té de yak, una bebida
local preparada con té, mantequilla de yak y sal. El cámara les grabó
poniendo caras de asco, pero eso solo era el aperitivo: en una de las “pruebas” del programa
la pandilla tuvo que beber decenas de vasos del mantecoso néctar. Muchos
lloraban y la mayoría vomitaba, todo filmado y emitido en un inmundo espectáculo
de urbanitas regurgitando sobre sus ropas de goretex. Correteaba por ahí Jesús Calleja, ataviado con su habitual chaqueta de pegatinas publicitarias, animando
a la tropa para beber más y más té con mantequilla. Lo cierto es que no me
esperaba que tan ilustre montañero ridiculizara el sustento tradicional del Tíbet, país que suponemos ama. Siempre hay quien se vende por un plato de lentejas.
Domingueros en el Himalaya. Domingueros deportistas en todas partes. Me
suelo preguntar cómo hemos sido capaces de convertir la Naturaleza en escenario
de nuestra superficial sed de emociones. Ciertas zonas del mundo salvaje y de su
anejo medio rural se han convertido en una especie de parque de atracciones en
el que practicar actividades con las que sentirnos como héroes temerarios, eso sí,
perfectamente guiados y equipados para alterar la paz silvestre a nuestro
antojo. Son los llamados deportes de "aventura", aunque de aventura tengan bien poco:
escalada, rafting, senderismo masivo, maratones de montaña, cañonismo… miríadas de autodenominados
deportistas extremos se equipan en su centro comercial más cercano y se lanzan
al desafío. Luego se marchan dejando siempre tras ellos un rastro de basura,
ruido y caos, un caos que llega a todas partes. Muchos expedicionarios suelen hablar de la pena que sienten al ver el
Himalaya, que imaginan prístino, y encuentran tristemente lleno de desperdicios. Pero tampoco hace falta irse tan lejos para ver montañas que sufren
esta psicosis deportivo-dominguera, pues en España abundan. Una víctima
cualquiera es el monte más famoso de Guadalajara: el Ocejón, con sus 2.084 metros de altitud, esa montaña de perfil tan característico y con tanta personalidad; esa pirámide de roca que se divisa desde casi toda la provincia; esa meca de senderistas y montañeros que cada fin de semana hollan su cumbre. El Ocejón. Allí es que han
rizado el rizo.
Resulta que en el mes de junio, desde hace más de diez años, se celebra lo que llaman un "medio maratón" en el Ocejón, y que no es otra cosa que una simple sansilvestre en la montaña, o lo que es lo mismo, una colorista multitud corriendo hasta la cima. Aunque parezca una broma de mal gusto,
se limitan a ciento cincuenta los participantes “por motivos
medioambientales“. La troupe de corredores se concentra en la aldea de
Robleluengo, donde una carpa de Coca Cola nos la bienvenida, junto a un camping, merendolas
y decenas de coches. Llega la hora. Nervios. Tolón tolón, un cencerro sirve de ecológico
pistoletazo de salida. Los ciento cincuenta deportistas llegan corriendo hasta
Majaelrayo y desde allí enfilan jadeantes y en multitud la subida a la montaña. La
pendiente aumenta, es un pico de dos mil metros, pero no hay quien se rinda. Para que tanto campo no se le atragante
a nadie, cada poco rato se encuentran “centros
de avituallamiento” donde junto a un todoterreno se ofrecen bebidas amablemente. Nos
cargamos de electrolitos y continuamos corriendo, arf arf. Más arriba, ya en
torno a la pobre cima, los grupos se juntan, los atletas se animan, vocean,
gritan, corean canciones, pisotean sin reparo el silencio y la paz de la montaña. Como si aquello fuera la plaza del pueblo.
Parece que todos los años unos amigos suben con un jamón y cuando se acercan ya
a la cumbre, se arrancan a cantar mientras degustan el serrano. Y es que la
montaña se convierte en una fiesta. “Una carrera muy especial“, dicen en
la red.
Hay quienes no tienen suficiente con practicar deporte en parques o polideportivos, y tienen que hacerlo en masa en el campo. Disfrutan, quiero pensar que inconscientemente, doblegando a la Naturaleza a sus futiles aficiones. Se podría calificar de muchas maneras lo que le han hecho al desdichado Ocejón. Casi que aquella competición por beber ad náuseam té de yak en el Himalaya parece algo respetuoso con las montañas comparado con esa carrera tan especial. Para todos aquellos que amamos la Naturaleza como tal , la imagen
inmaculada y silenciosa de una montaña se nos antoja sagrada, venerable, todo
lo contrario al circo en que se convierte ese infeliz pico cada año en un día de
junio. Ver una montaña humillada, rebajada al
nivel de pista de atletismo, a la categoría de fiesta popular, al simplismo de prueba deportiva, es algo que provoca una pena tremenda. Es la perversión supina de la Naturaleza. Pero el esperpento llega a su máximo nivel cuando uno se entera de que la maratón suele patrocinar un mercadillo solidario: creo que el último fue keniata. Porque no, no basta con prostituir una montaña para
montar una carrera, destruyendo su silencio y su paz, su espíritu silvestre, sino que encima hay gente capaz de bendecir el evento montando un tinglado solidario a su costa. Es el colmo de la puerilidad neorrural y el cinismo ecológico. Pero es que en este país gregario y bobalicón valen más el deporte o el buenismo
comprapulseras que el verdadero respeto por el medio ambiente. Lo que nos importa de la Naturaleza es poder pasárnoslo
bien en ella. Nada
más.