miércoles, 11 de enero de 2017

Grus grus

La gran llanura, el campo, el pla, se extiende a lo largo de decenas de kilómetros. La carretera es una cinta gris tirada a cordel de una rectitud y austeridad perfectas que recuerdan a las míticas carreteras norteamericanas. Pero aquello no es otra cosa que el Campo de Daroca, una marca inmisericorde, antigua tierra de frontera, tierra olvidada por todos. Parece que la inmensa llanura no esconde secretos. Que allí no puede haber otra cosa que mochuelos, palomas y liebres. Pero un día alguien decidió nombrar a un pueblo pardoamarillo con el sugerente nombre de Gallocanta en honor a las altivas visitantes que la inmediata laguna recibía cada invierno.

Era la segunda vez que viajaba a Gallocanta. Llegamos por la tarde. El cielo estaba del todo encapotado. El coche traqueteaba y resbalaba por los embarrados carriles de tierra que bordean la delgada lámina de agua salada. Aquella no era como las salidas de campo a que acostumbro, pues ver Gallocanta es cómodo, casi un safari, moviéndote libremente en coche de un apostadero a otro, buscando en segunda algún confiado grupo de grullas para sacar la cámara y disparar desde el mismo asiento. Pero así es la laguna. Las grullas no dejan de ser desconfiadas, pues pese a presentarse allí por decenas de miles poseen el recuerdo atávico de la antigua persecución, del trueno, el humo y la muerte, y no permiten acercarse.




Topamos con pequeños bandos y con grupos dispersos caminando entre los barbechos y los campos arados. El caminar de las grullas es elegante, mayestático, de una altivez que poseen pocas aves. Parecen enjuiciar al observador como haría un aristócrata criado entre algodones. Lo parece, pero sabes que no lo hacen: los animales tienen clara la función que les ha dado el Creador, ejercen con humildad y convicción la labor para la que están allí, y sólo el hombre alberga orgullo y malicia.

Durante el reconocimiento encontramos junto al pueblo de Bello un pequeño bando más confiado que el resto. Nos permiten parar en el arcén y observarlas con total tranquilidad. Prismáticos, telescopio y teleobjetivo a pulso, a veces tan cerca que nada de eso hace falta. No nos topamos ningún otro coche de observadores en toda la tarde: estamos solos en Gallocanta. ¿Podría haber privilegio mayor para quien va allí a ver las grullas? La soledad aumenta la magia, la naturaleza merece su nombre. Pienso como siempre en si puede haber algo más emocionante que la observación de los animales en libertad. ¿Algo más hermoso, más noble, una actividad emocional e intelectual más pura?

Las grullas miden un metro treinta de altura y casi dos y medio de envergadura. Los adultos son inconfundibles por el elegante diseño del antifaz blanquinegro y por el píleo rojo, sin plumas, que lucen sobre el ojo. Los jóvenes, como en otras especies, se ven pardos y apagados. Observábamos algunas parejas, que son monógamas de por vida, seguidas de su pollo del año, que desde la taiga y la tundra del norte de Europa les ha acompañado hasta aquella llanura de los confines de Aragón. Sin dejar de echarnos miradas los grupos familiares caminan por los campos con las grandes zarpas y el pico llenos de barro en su constante búsqueda de raíces, rizomas, lombrices y roedores.

Antes de la visita había leído sobre el animal y me había quedado con algunos datos que desconocía y que, al ver allí en directo a los padres con los juveniles, comprendí en toda su profundidad más allá de la mera objetividad científica. Las grullas suelen poner dos huevos: en una paridad que ya quisiéramos alcanzar alguna vez, el primer pollo queda a cargo del padre y el segundo, de la madre. El 48% de las parejas sacan adelante a un pollo y sólo el 18% a los dos. Observamos los dos tipos de familias. Cuando se comprende la complejidad extrema del comportamiento de los animales salvajes, del tiempo y del esfuerzo que requiere la vida de cada uno de ellos, no puede uno más que posicionarse en el bando de los defensores de la naturaleza.



Cuando queda apenas media hora de luz nos detenemos en un carril. El viento trae desde el horizonte el trompeteo de las grullas que llegan volando. Hemos escogido el mejor sitio. En el azul plomizo del nuboso anochecer empiezan a dibujarse bandos y más bandos de grullas que nos pasan por encima. Uno tras otro grandes grupos van llegando para arracimarse en la laguna. El trompeteo es ensordecedor. Son muchos millares. Es la hora en la que menos se ve, pero con los prismáticos se distinguen miles de grullas ya posadas entre la bruma saludando a todas las demás que llegan. Es una imagen mágica, las grullas entre la niebla azul, una visión de épocas remotas. El día trae un último visitante inesperado, un gran jabalí macareno que trota como una bestia inmensa y desubicada en dirección a los marjales. Parece fuera de lugar, pero aquél también es su sitio.  


IMÁGENES

- Grus grus, adulto y joven:


- Adulto en detalle:


- Juvenil en detalle:


- Ejemplares atusándose el plumaje y buscando alimento:



- Llegada de miles de ejemplares a la laguna al caer la tarde:


- Grullas preparándose para pasar la noche. El pueblo de Bello entre la bruma:


- Gran macareno con grullas al fondo, un visitante inesperado: