domingo, 22 de marzo de 2020

Un café en Zanzíbar

Dicen que no sabemos valorar lo que tenemos hasta que lo perdemos. Y es verdad. En esta situación de encierro domiciliario que estamos viviendo, estoy teniendo dificultades para gestionar el no poder hacer lo que me gustaría estar haciendo en estos momentos. No hay nada peor que la morriña. Dejando de lado el poder salir a la calle con libertad, hacer deporte al aire libre o tomar algo en una terraza, hay algo que echo de menos sobre todo lo demás. Algo que a lo largo de estos años montaraces solía hacer con más frecuencia y que ahora, ante la inmovilidad forzada, me he prometido hacer más, siempre que pueda: hablo de las inspiradoras escapadas campestres de dos o tres días, a sierras y montañas lo bastante lejanas como para hacer inviable ir y volver en el día. Gredos, Urbión, Fuentes Carrionas, Riaño. Llegar por la tarde al pueblo cabecera de cualquier comarca y alojarse en un hotelito petfriendly, cenar en un bar, pasear de noche por las calles desiertas y pasar después un día o dos en el monte, explorando montañas nuevas, horizontes desconocidos. Caminar hasta la extenuación, sudar, tener una sobredosis de paisaje. Tal vez pasando la noche al raso o en algún chozo, o de nuevo en ese hotelito familiar, normalmente regentado por personas amables y auténticas con la que da gusto tratar. Y así, encerrado ahora en casa, tomando café y recordando, viendo una y otra vez las carpetas con fotos de esos muchos viajes camperos que he hecho por la Vieja Iberia en estos años, me he acordado de aquel café en Zanzíbar.

Ocurrió en un mes junio, en un valle glaciar largo y montuoso, recorrido -no al completo- por una senda estrecha y encantadora. El camino ascendía durante varios kilómetros, dejando atrás los bosques y sorteando una y otra vez el río que bajaba frío desde la laguna que coronaba el valle. Después de los robles de la zona baja surgieron las hayas y los pinos salvajes, que desaparecieron para dar paso a laderas altas tapizadas de césped brillante como una alfombra. Había ciervos y caballos salvajes, buitres y águilas. Al fondo, cerraba el valle un pico que me pareció inmenso, medio cubierto de nieve, con aspecto de hombre gordo que se hubiera sentado a descansar. En su regazo hallé una laguna glaciar de azul índigo. Todo tenía una belleza soberbia y eterna, aumentada por la soledad. Antes de llegar al final, encontré una cabaña de piedra. En una balda encima del colchón piojoso estaban los habituales alimentos que suele haber en este tipo de refugios, como pasta y conservas de legumbres. Había un bote con nueces, que estaban buenas, y otro con manzanilla natural. Al lado vi una cafetera italiana de la marca ZanZíBaR. Junto a ella, café molido. Por entonces yo no entendía de cafés ni de cafeteras, pero recuerdo que olía bien. Lavé la moka en el río, la llené y volví al chozo. Deposité en café en el cacillo mientras pensaba que a saber cuánto tiempo llevaría eso allí y quién lo habría dejado. En la chimenea encendí un pequeño fuego y dejé que subiera el café. Las llamas lamían el aluminio como lengüitas rojas y amarillas. Recuerdo que ese café me supo a gloria, como todo aquel viaje. Y que fue allí donde empecé a valorar ese tipo de cafeteras. También recuerdo que después, por curiosidad, estuve indagando sobre la marca ZanZíBaR, aunque no encontré ninguna referencia. Pero en cuanto pase esta crisis sanitaria, una de las primeras cosas que haré será subir a comprobar si aquella cafetera sigue allí.