domingo, 25 de marzo de 2012

Un castro nunca excavado

Te recomiendo encarecidamente que lo visites”, me decía R. Ablanque en uno de los correos electrónicos que con frecuencia intercambiamos y en los cuales, además de compartir vivencias campestres, nos desvelamos parajes y rincones desconocidos de las serranías castellanas: enclaves muchos de ellos secretos y exigentes sobre los que, pecando de cierto prurito elitista y por qué no decirlo, orgullosamente egoísta, sabemos que nadie, absolutamente nadie pisa durante meses hasta que uno de nosotros los recorre porque se lo recomienda el otro.

Gran conocedor también de la cultura celtibérica, hace dos estaciones tuve el privilegio de conocer en su compañía un castro inédito oculto en lo más profundo de las montañas. Fue la culminación de varias expediciones que hicimos en jornadas por separado y en las que trabajosamente fuimos encontrando las calzadas y puentes que levantaron nuestros indígenas alrededor de las todavía recias murallas. Nos quedó pendiente aquel largo día de auténtica exploración dar con los restos de la necrópolis, que debe estar a tiro de piedra de la muralla del castro, oculta entre la vegetación.

Pero con aquel te recomiendo encarecidamente que lo visites, Ablanque me referenció en la cartografía otro castro; mientras que el que me mostró hace meses era inaccesible, escondido en las montañas tras varias horas de andar y destrepe desde el pueblo o camino más cercano, su nueva recomendación me llevó hasta un nuevo poblado celtíbero que pese a estar a apenas doscientos metros de una carretera, permanece hasta hoy prácticamente desconocido y nunca ha sido excavado.


Fui allí un sábado de febrero, de invierno, un día típico de este invierno atípico que acabamos de dejar atrás: adornado por un sol frío, una atmósfera seca y un viento fuerte y helado que penetraba por cualquier resquicio de la ropa y levantaba la piel de los nudillos. Ya avanzada la mañana, tras tomar en coche una pista arenosa y blanca que salía de un coqueto pueblo amarillo, dejé el vehículo a la vera de un sembrado.

Al otro lado del camino de tierra se levantaba un pequeño cerro testigo, suave y pelado. Desde mi posición, observaba en la cumbre una gran acumulación de piedras que a primera vista resultaba natural, así como lo que, en líneas que circunvalaban la colina, parecía una sucesión de murallas de diferentes épocas. Para cualquiera todo aquello no parecerían más que obras pastoriles, taínas y corrales; pero el cúmulo de rocas de todos los tamaños y formas que se observaban caídos desde la zona alta, como almendra picada que rodara por los laterales de un pastel, era lo único que quedaba ahora de un poblado fortificado que en su día -más de dos mil años atrás- ocupó todo el monte.



Fue la tribu de los arévacos el pueblo indígena que habitó estos pagos antes de la romanización. Los superficiales estudios que hace ya demasiado tiempo se llevaron a cabo en este lugar dataron restos de hasta el siglo VI a.C. Los arévacos, cultivadores de trigo y cebada, ganaderos de ovejas y caballos, elaboraban cerveza y comían caza, pan de bellota y gachas; adoraban a su divinidad, Endovélico, protector de los bosques; incineraban a sus muertos y, como bien sufrieron en sus carnes durante mucho tiempo cartagineses y romanos, consideraban una afrenta morir de enfermedad ansiando hallar la muerte con honor en el campo de batalla.

Según iba ascendiendo por la ladera, tras dejar atrás pequeños muros y piedras dispersas, encontré lo más sorprendente de aquel castro. En la cumbre del cerro fueron apareciendo enormes sillares, bloques hábilmente trabajados y dispuestos formando la parte más recia y sólida de la muralla. Es seguro que en su día no deberían dejar ni el más mínimo resquicio entre ellos. Algunos de los más impresionante bloques perfectamente escuadrados medían casi tres metros de longitud. Todo un alarde de habilidad para una edificación que, por su contexto histórico y cultural, no tiene demasiado que envidiar a los prodigios arquitectónicos de cualquier otra civilización que admiremos.




El castro era del tipo conocido como ciclópeo precisamente por el tamaño de esos impresionantes sillares. Escudriñando las rocas diseminadas por doquier distinguí, apenas legibles ya, antiguas inscripciones del elaborado alfabeto celtíbero. Desconozco si aquellas letras eran palabras, dibujos, nombres o invocaciones; en cualquier caso, allí podían verse todavía. En una lancha de piedra tirada en el suelo se podía intuir también lo que, tal vez atrapado por el embrujo del castro, me pareció la forma tallada de un águila. De serlo, aquel pájaro, aquel águila, muda, no podía decirme si fue obra de un celtíbero o un romano. ¿Pero cómo no dejarse llevar y pensar que, como está documentado que tallaban los pueblos indoeuropeos, aquella líneas de apariencia informe eran un águila celtíbera y no una imperial?



No llegó a dos horas el tiempo que dediqué a reconocer aquel castro. El frío era demasiado intenso, ese frío que sólo te pide una hora expuesto a él para pagarlo caro en días posteriores. Regresé al coche bajando la ladera, como antaño harían los celtíberos para montar en sus peludos caballos; tras arrancar y dejar la colina, fui a reponer fuerzas comiendo junto a la chimenea de una agradable fonda a la vera de la carretera. Una buena sopa castellana, melosa al romper el huevo escalfado en ella, me hizo entrar en calor para dar paso a un jugoso cordero bien asado, como seguramente gustaban de comer los celtíberos de aquel castro.

Han pasado ya muchos, muchos siglos desde la caída de la cultura celtibérica y la posterior romanización. Una inclemente eternidad que puede verse allí desparramada por la ladera, en forma de piedras dispersas y muretes bajos que pese a llevar más de dos mil años levantados y en desuso todavía soportan el peso de la colina. Sillares poderosos, inmortales. Aquel cerro áspero, pelado y frío, que no interesa ni siquiera a quienes deberían estudiarlo, hablaba por sí mismo también de esa enfermiza indiferencia que tenemos hacia nuestro pasado.

Me pregunté si a los escolares españoles se les enseñará hoy algo acerca de los celtiberos, o se habrá caído también en ese lamentable error de muchos historiadores que dicen que España empieza en Roma; Roma es, obviamente, nuestra madre, pero parece que no importa de los celtíberos su riqueza cultural, su alfabeto, su desteza en la artesanía y la forja, ni su protección y respeto por los bosques o los árboles; tampoco apreciamos que la archiconocida maquinaria militar romana temblara en los enfrentamientos con los pobladores indígenas ibéricos, o que los jóvenes llamados a filas en la ciudad eterna huyeran al monte cuando sabían que las levas iban a partir hacia Hispania, lugar que durante décadas fue un nombre que les inspiraba terror.

Hoy, lo que nos queda de aquel pueblo indígena, de nuestros verdaderos antepasados, no nos inspira nada; ni tan siquiera indiferencia. Parece que los celtíberos son sólo piedras erosionadas en cerros pelados, culpables eso sí de haber sido hijos de esta piel de uro que nunca ha sido capaz ni de honrar a sus más auténticos pobladores.