jueves, 16 de julio de 2020

Intolerancia

Hace unos días comencé a leer Crimen y Castigo. Soy desconfiado con la demasiado frecuente veneración de clásicos, de los que es tabú hacer comentarios críticos u opinar sobre su calidad o su profundidad: ya se sabe, esos tostones intratables que, si no te gustan, parece que te convierten en un lector de segunda clase. Comencé a tener esta visión escéptica sobre lo comúnmente reverenciado en literatura después de mi mala experiencia con Tiempo de silencio. Como no quería que con Dostoievski me ocurriese lo mismo, decidí buscar críticas literarias para hacerme una idea de qué me podía encontrar. Di con un canal donde una youtuber daba su opinión sobre el libro, su opinión particular, personal, propia y sin meterse con nadie: no le gustó. Ahora estoy leyendo el libro y, en cambio, a mí sí me está gustando mucho, pero no por ello se me ocurre poner a caldo a esa muchacha. Pero parece que esa no es la tónica general: en los comentarios de su vídeo, toda una legión de expertos críticos salieron en tropel y a degüello para enjuiciar tanto su capacidad como sus opiniones personales. Dice Umberto Eco que las redes sociales dan derecho a hablar a legiones de idiotas. Me apostaría un par de cervezas a que la mitad de ellos ni siquiera habrá hojeado el libro.

Lo anterior es un buen ejemplo de que vivimos en una sociedad donde la libre opinión es una fantasía. Ya nadie te mete en la cárcel por tenerla, pero el que se salga de los cánones establecidos por el progresismo inculto, las modas o la férrea disciplina que imponen los tontos y los desinformados debe tener claro que será, al menos, señalado. Es lo que en sociología se llama control social y por la calle conocemos como intolerancia. No tener ni querer tener recursos intelectuales, ni tampoco empatía, deriva en opiniones vehementes y en un violento rechazo al que piensa distinto, más aún si esgrime argumentos objetivos, e incluso académicos. Algunos, tanto políticos como masas de energúmenos, la pagan con las estatuas, que ya hay que ser inculto e imbécil. El acriticismo, el presentismo, la falta de cultura y la creencia en arcadias felices derivan siempre en posicionamientos que no pueden presumir de tener argumentos ni mucho menos templanza.

Pero lo preocupante no es que no puedas opinar sobre un libro sin que te insulten. Hoy en día una persona culta, con una base intelectual forjada en lecturas o la experiencia, no tiene derecho a hablar de muchas cosas. El mejor ejemplo es la historia de España en América: pocos temas se me ocurren donde tanta gente presuma con tanto orgullo y tanta agresividad de ser un rematado ignorante, ni donde se apliquen de manera tan infantil y rabiosa el presentismo y la falta de perspectiva. En nuestros días tampoco se puede criticar nada feminista, ni la burda mentira que son los nacionalismos periféricos, ni la gestión de los gobiernos progresistas ni, por supuesto, decir cualquier cosa relacionada con la doble moral o el fraude ideológico que son las izquierdas. Y tal vez a eso quería llegar: ahora la intolerancia viene, sobre todo, de los que presumen de tolerantes. Cualquiera sabe que la izquierda se fundamenta en que todos somos iguales y tenemos los mismos derechos, entre ellos el del opinar libremente: pero siempre y cuando esa opinión no les incomode. Y esa tendencia política, que no es sino otra anacrónica etiqueta para cosificarnos, ha ganado de pleno el discurso: en nuestros tiempos, dominan como nadie la proscripción de la razón, la aplicación del ostracismo y el señalamiento del elemento incómodo, mientras presumen de superioridad moral. Les vendría muy bien leer a Dostoievski.