Nunca llegué a saber lo que ocurrió con la revista Biológica.
Los últimos números que guardo en una estantería datan de 1999. A partir de entonces
dejé de comprarla en algún momento y no volví a verla en los quioscos. Unos años
antes, había comenzado a descubrir la naturaleza a raíz de visitas al pueblo
familiar, en Sierra Morena, maravillándome ante los encuentros con animales que
vivía en la fragosa naturaleza de sus ríos: charcas estivales que hervían de
culebras y galápagos, mochuelos gritones, meloncillos que corrían entre las
adelfas, águilas imperiales y cigüeñas negras que volaban alto en el cielo. Invertía
parte de mi tiempo libre en visionar la inolvidable serie El Hombre y la
tierra de Félix Rodríguez de la
Fuente y recorría las ferias del libro de mi ciudad
invirtiendo mis exiguos ahorros de niño en libros de naturaleza, entre ellos
aquella colección de Penthalon en la que se describía la fauna ibérica
mediante carboncillos a mano alzada y anotaciones al estilo de un cuaderno de
campo; quince años después sigo acudiendo con frecuencia a su “Guía de las
huellas, marcas y señales de los animales ibéricos”, que conservo hoy
amarillento y quebradizo casi como un códice antiguo. Corriendo el tiempo,
continué leyendo sobre jinetas, elanios y robles a través de las páginas de
aquella desaparecida revista Biológica.
En el número de mayo de 1999 apareció en esa publicación un
artículo de Jesús Garzón, uno de los padres del naturalismo español, en el que
narraba cómo descubrió las soledades de Monfragüe a finales de los años
sesenta. Contaba cómo pasaba días solo en el monte equipado simplemente
con una mochila, una sartencilla y un botellín de aceite, un botijo, una navaja
y prismáticos, recorriendo en solitario los encinares y peñascales con el fin
de estudiar y anillar los pollos de las rapaces que habitaban el monte mediterráneo.
Me impresionaba sobremanera el estilo directo con que describía en su artículo
el encuentro con los animales salvajes y la aventura de caminar solo por montes
aislados, así como el descubrir y apreciar la generosidad de las sencillas
gentes del campo que encontraba. Jesús Garzón transmitía un sentido espíritu de
exploración y comunión con la
Naturaleza que también debió impregnar a los grandes naturalistas
del pasado. No podía yo imaginar que muchos años después de leer aquel artículo
iba también, como en él se contaba, a sufrir el ataque de abejas al caminar por
una ignota pared rocosa, a descubrir lo deliciosas que saben en lo peor de la canícula las aguas de los
tramos más bravíos y aislados de un río salvaje, o a
encontrar en los más recóndito de algunas montañas parajes que no aparecen, ni
por suerte aparecerán nunca, en ningún mapa ni ninguna guía.
Suelo releer a menudo aquel encantador artículo de Jesús
Garzón, ya que evoca esa concepción sencilla y reverencial de la Naturaleza que hoy en día
ya se ha perdido casi definitivamente. Aquel naturalista, como todos los de
entonces, salía al campo con lo básico preocupado sólo en integrarse en el entorno
y aprender de él. Seguramente no imaginaba que en el futuro todo iba a pasar de
ser un mundo ocre de fieras y pastores para convertirse en un burdo espacio de ocio sobre el que se pervierte comercialmente el mero hecho de
salir al campo, un campo atrapado bajo la estratagema cortoplacista de desarrollo
basado únicamente en turismo. En aquellos años, la sociedad española descubría
la maravilla de la fauna ibérica gracias a la obra de Félix, que puso en valor
nuestra Naturaleza como algo sagrado y patrimonio de todos. Pero las cosas han
cambiado; ahora el monte es ocio de fin de semana, vulgaridad y deporte, o "aventura" en el peor de los casos: pero
no sentimiento. Convertido en otro bien de consumo más, se demanda que el medio salvaje
sea algo acomodaticio y edulcorado adaptado a los urbanitas, que lo descubren de la peor manera posible.
Porque la
Naturaleza no llega hoy a los hogares ni a la juventud a
través de obras de extrema sensibilidad como los documentales de Félix, sino a través de zafios programas de “supervivencia” donde se matan animales de forma cruel para
subir el morbo de las audiencias. Para el común de los mortales de nuestros días,
el enamorado de la
Naturaleza no es alguien que reconoce los pájaros por su
canto o detecta la presencia de este o aquel mamífero por sus huellas, sino aquél
que sabe explicar al dedillo qué tipo de calzado es más adecuado para tal o
cual especializadísima modalidad de trekking. Los cuadernos de campo se han cambiado por aparatos de GPS y los mapas por tracks. Hoy los hombres de campo
son los que se devanan los sesos buscando las mejores ropas térmicas y
chillonas, las botas más hidrófugas, los que desprecian el agua pura que exuda
una roca en virtud de su bebida isotónica, los que consideran una camelbak el
súmmum de la aventura. Al naturalista solitario no se le llama ya campero, montuno, montaraz ni "Félix", sino "último
superviviente". Todo resulta, en fin, de una vorágine de superficialidad que ha llevado a que los
visitantes de la Naturaleza
resulten ser individuos o grupos incapaces de sobrecogerse ante la belleza
humilde de las cosas del campo, concentrados únicamente en atender a las
pamemas simplonas que se les venden desde la sociedad de consumo: concentrados en una
mirada desenfocada de la
Naturaleza.