jueves, 20 de junio de 2019

Látrabjarg cliffs

El ferry de Stykkishólmur cruzaba el gran fiordo de Breidafjördur con el ritmo pesado pero constante de este tipo de embarcaciones. A medio camino, un puñado de ornitólogos aficionados bajó en la isla de Flátey, con sus trípodes, telescopios y teleobjetivos al hombro. Me pregunté si habría alguna especie de ave en particular que mereciera la pena el detenerse durante varias horas en aquella isla inclemente azotada por el viento. Yo leía La España vacía en uno de los salones comunes mientras tomaba café. Incluso dentro del barco tenía el abrigo y la braga puestos, ya que de cuando en cuando salía a cubierta a ver el mar y los frailecillos que volaban a ras del agua. 

El ferry reanudó su viaje y poco más de una hora después llegó a Brjánslaekur, un desembarcadero en medio de ninguna parte. Había tomado el ferry para llegar rápido a los Fiordos del Oeste, la extensión de tierra que se extiende como una garra al noroeste de Islandia y que es probablemente su región costera más solitaria e inhóspita. Saqué la furgoneta del barco y comencé el camino de cuatro horas hasta los acantilados de Látrabjarg.

Los acantilados

Látrabjarg es una de las mecas de observación de aves marinas de Europa y tal vez sea la mayor colonia de álcidos del planeta. Tiene una zona de acceso que coincide con el punto más occidental de Islandia, todo un finis terrae, desde el cual ya se pueden observar casi todas las especies que habitan los acantilados (alcas, araos, frailecillos, tridáctilas, etc.) y las colonias de miles de ejemplares: sin embargo, el acantilado se extiende más de cuatro kilómetros hacia el interior del fiordo. Es imposible precisar el tamaño que pueden alcanzar las colonias de aves marinas, que exigen localizaciones tan particulares y que son por ello difíciles de observar.

Visualmente, Látrabjarg es todo un espectáculo en sí mismo, dado que desde el sendero herboso que bordea el vacío, los acantilados caen al menos doscientos metros a pico hasta el mar, un océano que cambia entre el índigo y el acero según se les antoje al sol y las nubes y que se extiende como un manto sin fin hacia Groenlandia y Canadá, que no pueden verse en la distancia. El espectáculo del sol de medianoche rozando el mar en este fin del mundo es sin duda una de las escenas más increíbles que he podido presenciar, uno de esos momentos donde uno no puede evitar reflexionar sobre muchas cosas.



Los habitantes

Después del agotador viaje por carreteras de tierra y grava, subiendo y bajando fiordos, sin compañía ni radio, llegué a los acantilados. Conocía el lugar ya que lo había visitado hacía tres años; sin embargo, entonces las condiciones climáticas fueron mejores para disfrutar del paisaje y las aves, ya que no había viento, el sol templaba el ambiente y los pájaros estaban muy activos. Esta segunda visita estaba nublado y soplaba un viento terrible que incluso me hacía perder el equilibrio. Pude observar un par de frailecillos en el primer cortado y comencé a subir para ver las colonias de alcas y araos. Las aves negras se agrupaban en larguísimos racimos, como insectos apiñados. Malas voladoras, estas aves marinas se sienten cómodas con los cortos trayectos de planeo bajando desde los cortados hasta el mar y con explosivos despegues en sentido contrario.




El alca (Alca torda) tiene en Islandia el 70% de su población mundial. Aves netamente piscívoras al igual que araos y frailecillos, anidan en las oquedades y túneles de los acantilados. Compartiendo esa romántica característica de muchas especies de pájaros, las parejas de alcas permanecen separadas durante el invierno para reencontrarse en la época de reproducción al regresar a sus lugares de cría. De los araos (Uria aalge), aves de características similares, hay que decir que recientemente se han extinguido como nidificantes en España, significando la catástrofe del Prestige el remate final a las tres últimas parejas reproductoras. Desde entonces sólo existe en Iberia como invernante.


Alca común (Alca torda)
Arao común (Uria aalge)
Pese a la espectacularidad de las colonias de alcas y araos, el verdadero protagonista de este remoto lugar es el frailecillo (Fratercula artica). Si bien nos pudiera parecer un ave torpe, incluso desvalida, por el aspecto entrañable que ofrecen su rechonchez y la lucida coloración de su pico durante el verano, lo cierto es que el puffin es uno de los animales más resistentes que existen. Poca gente sabe que pasan todo el invierno mar adentro sin tocar tierra, meciéndose como una nuez en las crudas aguas del Ártico, alimentándose de sardinas, capelán y lanzón, soportando las condiciones meteorológicas más extremas. ¿Quién podría imaginar semejante resistencia en este ave desmañada, apenas mayor que una paloma torcaz? Las apariencias engañan.



Pese a lo maravilloso de la experiencia de fotografía y observación de aves marinas, el viento obligó a bajar. Llevo muchos años saliendo al campo, en muchas ocasiones por las ásperas y ventosas tierras de la Sierra de Pela y la comarca de Molina, lugares que, aunque suene a localismo trasnochado, poco tienen que envidiar en cuanto a viento y frío a Islandia. La persona que más protegida contra el viento y el frío que me he encontrado nunca en ninguna parte del mundo fue Pedro, el pastor de Peralejo de los Escuderos, en lo más inhóspito de Pela, entre Soria y Guadalajara. Sin embargo, aquel día en Látrabjarg era demasiado: literalmente el fin de Europa, estaba siendo azotado por un terrible viento cortante que llegaba del océano. Tenía las manos dormidas y heladas a causa del frío, que sorteaba todas las capas de ropa que llevaba. Decidí bajar al coche y comer algo caliente: preparé, con muchas dificultades debido al viento que me apagaba el hornillo, unos fusilli con atún y tomate. El tiempo que tardó en hervir el agua y cocerse la pasta se me hizo eterno. De aquel día me traje una bonita quemadura de frío y viento en la nariz. Recuerdo del lejano norte.




Comí arrebujado en el asiento, casi como un proscrito, observando cómo a pocos metros un ostrero (Haematopus ostralegus) incubaba imperturbable en su nido. Impasible ante el viento. Se encontraba en medio de un descampado "habilitado" como camping de día y alguien había tenido la buena idea de rodear el nido -los huevos depositados tal cual en el suelo- con piedras para protegerlo. A la pareja de ostreros aquella ñapa no parecía importarle en absoluto y, por lo demás, no se podrá dudar del civismo de los islandeses ni de los viajeros que se acercan a este tipo de lugares.

La primera subida a los acantilados la hice sobre las cuatro de la tarde, mala hora, y apenas vi cuatro o cinco frailecillos. Después de la reconfortante comida, preparé té y seguí leyendo el libro por donde lo había dejado en el ferry, por la mañana. El viento azotaba la furgoneta y se colaba por las rendijas, por lo que tuve que encender la calefacción estacionaria. Hice tiempo y esperé hasta las ocho de la tarde para volver a subir a los cortados, pues sabía que al acercarse la noche, esa noche estival sin oscuridad del lejano norte, los frailecillos que se encontraban pescando en la mar empezarían a volver. Así fue, y en aquella segunda visita pude hacer muy buenas observaciones.



Abandoné Látrabjarg y conduje unos veinte minutos hacia la ensenada de Bréidavik, donde se encuentra el único campamento de la zona. Al entrar en el edificio para registrarme, cálido y envuelto en una luz agradable, noté que olía a sopa y a pan. Era todo un refugio: adoro esa sensación de entrar en casas abrigadas perdidas en medio de ninguna parte, después de pasar una jornada inclemente, donde realmente valoras esas cosas que tenemos todos los días y que nos parecen insignificantes, como una taza de café, un sillón, una habitación caldeada o una ducha caliente.

Después de asearme, salí del edificio y preparé la furgoneta para pasar la noche. Varias agachadizas y zarapitos trinadores rondaban en torno, husmeando por el césped y carrizales en torno al espacio de acampada. Bréidavik es un paraje increíble, tranquilo, remoto y encantador, que tiene incluso con su pequeña iglesia nórdica presidiendo el conjunto. Cerré la puerta corredera, que hizo un ruido como de succión. Fuera, sometidos al viento inmisericorde de aquellos primeros días de junio, quedaban los acantilados de Látrabjarg y su fantástico entorno. Supe que tarde o temprano volvería.