lunes, 27 de junio de 2016

En un acantilado islandés

Estaba por fin allí, en el punto más occidental de Europa. Asomado al atlántico en el extremo del fiordo islandés de Breidafjördur: eran los acantilados de Latrabjarg, un furioso paraje sin igual de catorce kilómetros de longitud que es uno de los principales refugios de aves marinas del mundo. Desde el precipicio, de hasta más de cuatrocientos metros cortados a cuchillo sobre un mar de color índigo, observaba con los prismáticos las colonias de miles, decenas de miles de alcas, araos y frailecillos. Subía un intenso olor a aves y guano, a pluma y a vida salvaje. Las elegantes aves vestidas de negro y blanco se dejaban caer con sus pequeñas alas hasta el océano: entonces mirabas allí, hacia el mar, y veías unas aguas punteadas también, como los acantilados, de millares de animales pescando.

Los fulmares, tal vez el ave más abundante en Islandia, también se contaban por cientos y llenaban el aire con su gracioso cloqueo nasal. En medio de un estruendo atronador en aquel lugar de verticalidad sin condiciones, las gaviotas canas empollaban sus huevos y las gaviotas sombrías patrullaban amenazadoras las paredes rocosas intentando robar los huevos de las alcas y los araos.



Las primeras aves en observarse fueron los frailecillos(Fratercula artica), guardando sus madrigueras subterráneas excavadas en la parte más alta de los acantilados. Los había observado días antes en el sur del país, en Dorhaley, y en el norte, en las islas cercanas a Húsavik. En ambos parajes se mostraban extraordinariamente esquivos, mas en Latrabjarg permitían unos acercamientos extremos. No dejaba de ser sorprendente, pues es un ave que siempre se ha comido en Islandia. Aquel era un momento mágico para todo amante de la naturaleza y de la fotografía de fauna salvaje. Todo naturalista sueña con ver frailecillos alguna vez en su vida.

- Frailecillos a la entrada de su madriguera:





- De alas cortas, el frailecillo vuelta con rápidos aleteos y trayectoria recta, de la madriguera al mar en su constante búsqueda de anchoas y directamente viceversa:


El ave más común en Latrabjarg es el arao común(Uria aalge), una ave netamente marina que sólo pisa la tierra para criar. Algunos machos presentaban un elegante anillo ocular y una línea tras el ojo de color blanco. Además de ser la especie más abundante era la más cantarina, y sus abrumadores voces, “arrr” y “uuarrr” inundaban toda la atmósfera de aquel mágico lugar.

- Impresionantes colonias de araos comunes en los acantilados:




- Macho de la variedad “a bridas”, con el ojo pintado, en primer término:


Un ave extraordinariamente elegante, tranquila y serena, que en aquellos parajes agrestes tiene su mayor refugio(el 40% de la población mundial) era el alca común(Alca torda). Por extraño que pueda parecer, todas estas aves viven la mayor parte del año en el mar y sólo dejan de lado su vida pelágica durante el verano para criar. Existen pocas aves de una belleza más sobria que el alca. Tenía muchas ganas de ver estos animales, casi más que de ver los frailecillos, y pasé allí muchas horas cerca de ellas. Observándolas en silencio y a distancias cortas, veía la intimidad de las parejas y la unión que mantienen entre ellas, que como el pequeño fraile, duran toda la vida.




El fulmar(Fulmarus glacialis) se distingue inmediatamente de las gaviotas por sus alas cortas y rígidas, que en vuelo se observan ciertamente atrasadas con respecto a los hombros. Acompaña al viajero en todo su periplo por la isla, y raro es el lugar donde no se está rodeado de fulmares. Nidificante en emplazamientos expuestos al vacío pero inaccesibles para su único predador terrestre, el zorro ártico. El fulmar emite unos trompeteos y soplidos nasales, cloqueantes y muy característicos.



Separadas de los grupos de álcidos(alcas y araos) aparecían también por doquier las gaviotas canas(Larus canus), aves boreales fáciles de diferenciar de otras especies similares por su pico delgado y perfil redondeado. Algunos autores la describen como de “expresión afable”. Y afables parecían. El Latrabjarg no debía de existir el mal. Todo funcionaba en perfecto equilibrio.



Una larga tarde, una noche sin oscuridad y una mañana pasaron en los acantilados de Latrabjarg, caminando por el sendero natural del farallón sentándome a cada rato para observar y fotografiar a las aves. El césped era suave y elástico y la tierra esponjosa. El susurro del mar y el rugido de las olas que batían el fondo del precipicio llegaba arriba atenuado, casi sensual. El atronador concierto de las decenas de miles de aves no se detuvo en ningún momento. Los vuelos hasta el mar se sucedían sin descanso.

Era inolvidable el ácido e intenso olor salino del guano producido por tantos miles de animales. No era un olor en absoluto desagradable: olía a vida salvaje, a pureza, a auténtica libertad. Cuando marché de allí pensaba que sólo por aquellas horas entre aves marinas había merecido la pena viajar a Islandia. Pero pensaba también en los felices días, lejanos e irrecuperables, extinguidos por el hombre, en que todas las costas y acantilados del mundo debían brillar con semejante frenesí de vitalidad.


Equipo fotográfico: Canon Eos 600D con objetivo Sigma 18-300mm.