domingo, 19 de febrero de 2012

La casamata

Caía la tarde. Al alcanzar el collado, paré para descansar. Necesitaba un reposo después de la prolongada subida que había desde el río. Allá arriba, el camino se remansaba  antes de comenzar un nuevo descenso hasta las casas de la aldea donde había dejado el coche. Me senté en el suelo y bebí de la cantimplora, disfrutando del silencio intenso que emanaba de los cerros y valles del alrededor, tapizados todos ellos de apretadas alfombras verde mate, de brezos y encinas.

Al agua de mi garrafilla le había metido algo de hielo de la orilla del río del que venía. Estaba bien fresca, tintineante aún. Mientras la bebía oteando las laderas y los riscos que me rodeaban, una roca cercana llamaba la atención. Mientras que las cuarcitas de toda esa zona estaban vestidas de gris pálido, junto a un pequeño espolón de roca despuntaba lo que parecía una edificación de piedras anaranjadas. Al principio pensé en una taína, pero las taínas son de planta cuadrada y aquello era circular. ¿Un palomar? No eran propios de esos pueblos. Tal vez se tratara del ábside de una ermita derruida. No aparecía nada en el mapa. Comencé a trepar por la cuesta para comprobarlo.

Ni taína, ni palomar, ni ábside. Aquello era lo último que esperaba encontrar allí, entre la vegetación: una casamata de la Guerra Civil. Impresionaba mirar desde los arbustos hacia esa tronera negra, como si de repente fuera a asomar el cañón de una ametralladora. Situado estratégicamente sobre la cresta rocosa del collado, el búnker controlaba una amplísima ladera que descendía hasta el río, así como el camino de tierra que bajaba hasta él, en perfecta línea de tiro de uno de los ventanucos. Era la primera vez que me topaba con una de estas construcciones.


Los búnkeres militares o casamatas son pequeñas edificaciones de hormigón que conectan sistemas de trincheras y sirven como punto defensivo en los frentes estáticos. Muchos, como éste, eran disimulados en el terreno para favorecer el efecto sorpresa, más aún cuando, como también era su caso, no estaban colocados en la línea de frente sino en los alrededores, para prevenir flanqueos y movimientos envolventes.

La casamata que había encontrado tenía estructura circular, al parecer poco habitual en este tipo de fortines de la Guerra Civil. Estaba edificada con rocas de los alrededores unidas entre sí mediante cemento armado, como pude comprobar al acercarme y ver sobresalir restos de malla metálica. El techo interior estaba reforzado con vigas de madera, sobre el cual, fuera, se había dispuesto una gruesa “tapa” de cantos, piedras y más hormigón con el fin de resistir proyectiles de mortero. Había dos aspilleras de tirador con forma de embudo: una cubriendo la ladera desnuda, la otra enfilando el camino.



Accedí al interior agachado para superar la diminuta puerta. En la estancia de cemento bien alisado podrían haberse movido cómodamente dos soldados. Tras la ventana que miraba al camino, se había construido una plataforma donde iría colocada la ametralladora sobre su bípode: en la otra tronera se apostaría un fusilero. Una disposición lógica si se piensa que el camino era la vía adecuada para el tránsito de vehículos y grupos de soldados, mientras que por la ladera la vegetación exigiría que corrieran enemigos dispersos.

Lo más sorprendente del interior de la casamata era una tosca inscripción realizada en el cemento, en apariencia hecha por iniciativa de los propios soldados, sin duda orgullosos de la unidad a la que pertenecían: querían dejar testimonio de su batallón y compañía, y de su estancia durante quién sabe cuanto tiempo en aquel frío paraje.



Salí del búnker y recorrí los alrededores. Pocos metros detrás de la posición se levantaban los restos de un barracón, enterrado hasta el techo para minimizar el efecto de las explosiones. Todo alrededor había restos de muros de la misma época, aprovechando los resaltes naturales de la roca que miraban al valle. Aquellos parapetos bajos cubrían todas las vertientes del cerro, como las murallas de un castillo, quedando la zona más vulnerable a cargo del fortín. Uniéndolo todo, casamata, barracón y muros, se distinguían varias trincheras, ya muy disimuladas por el paso del tiempo.

Desde el camino únicamente se veía el búnker, pero una vez en él era impactante apreciar la habilidad y buena disposición con que se defendía aquella posición mediante el entramado de muros y trincheras. El arte de la guerra. Los atacantes deberían correr colina arriba en dirección a la indestrutible casamata, cuya ametralladora vomitaría balas sin compasión. Alrededor, disimulados en las rocas, habría varios soldados parapetados tras los muros edificados con piedras del entorno y reforzados con cemento.




En caso de que consiguieran tomarse la casamata y los primeros muros, el siguiente obstáculo, además del barracón, era enfrentar la otra línea defensiva de muretes y trincheras en la cima del collado, que formaban una retícula de líneas perpendiculares y paralelas entre sí para favorecer la defensa. Era ya el último choque, frente a frente, el más brutal, donde los fusiles se volvían inútiles y habría que tirar de granada y bayoneta.

Pasado y presente

La famosa Batalla de Guadalajara en 1937 fue el escenario bélico en el cual nació esta posición defensiva. Chocaron, además de las fuerzas sublevadas y republicanas, las Brigadas Internacionales y el CTV(Corpo Truppe Volontarie) italiano. La batalla se saldó con victoria republicana, evitando el cerco total a Madrid. El frente cortó la provincia en diagonal de noroeste a sudeste, dándose los combates principales en la zona oriental, donde los nacionales empujaban hacia el suroeste. Lejos del frente activo se construyeron posiciones defensivas en previsión de maniobras republicanas de flanqueo. El búnker que había encontrado hubo de cumplir entre otras dicha función. No es un testimonio histórico realmente raro de ver: sólo en la vecina Comunidad de Madrid existen todavía más de cuatrocientos puestos similares. Lo que lo hacía especial era su localización, en medio de la naturaleza.

Ver el búnker, las trincheras y los restos de alambre de espino dejaba en la boca un sabor amargo y metálico. Aquello era una lección de historia y de arte militar en pleno monte. Pero lo más sobrecogedor de aquel lugar era mirar los negros ventanucos. Se tomaba conciencia de los redaños que había que tener para atacar de frente posiciones así, desde las que no dejaban de escupirse fuego y muerte. Tampoco debería ser plato de buen gusto ser uno de los defensores, continuamente devolviendo granadas, teniendo cuidado de no asomar la cabeza sobre los parapetos y rezando para que no cayera cerca un morterazo.


Como siempre me ocurre, el conocimiento del pasado me lleva a la reflexión sobre el presente. Recorriendo solo aquel desolado escenario de la Guerra no dudé por un momento en que ninguno de los abyectos guerracivilistas que en los últimos años se han dedicado a remover viejos odios y rencores jamás habrá visitado un lugar como aquel, ni por supuesto abierto siquiera un libro sobre la Guerra Civil aunque fuera parar mirar las fotos: de leerlo ni hablemos. Tales molestias no son dignas de todos esos titiriteros, intelectualoides, politicuchos ni demás tiralevitas buscafamas y partidistas del más diverso pelaje tan aficionados a explotar agrios hechos y sentimientos pasados, que no entienden, para beneficio y subvención propios.

Desde tal punto de vista, el que suscribe prefiere sin duda que hoy día lugares como éste permanezcan perdidos en el monte, anónimos: no sea que, al tratarse de una posición del bando franquista, se acerque a él alguno de esos picapedreros de la “memoria histórica”, que no hace demasiados meses nos han mostrado su credibilidad destruyendo algún que otro escudo de los Reyes Católicos al no saber diferenciarlos de enseñas de la Dictadura.

Se habla mucho de memoria histórica, pero de Historia bastante poco. A algunos no les vale con quitar estatuas, cambiar el nombre a calles o tirar pintura roja a cualquier cosa que no les guste, siempre en nombre de esos principios suyos con olor a naftalina. Quien sabe si algún día la tomarán con las casamatas por considerarlas apología del militarismo frente a su mundo de flores y canciones.

Si nuestro presente raya el delirio circense, aquel pasado conflicto no le fue a la zaga. Pero, como pasado, no podemos juzgarlo desde nuestro acomodado punto de vista, ni debemos utilizarlo de forma ruin. No respetar aquel drama de nuestros abuelos es no respetarnos a nosotros mismos; porque aquellos jóvenes, de uno y otro bando, lucharon y murieron por lo que consideraban justo, por la España que consideraban justa, fuera del color que fuera. Atacando de frente casamatas como aquella, habría soñadores, habría idealistas, habría sectarios, habría malvados, pero también habría héroes. Aunque, como escribió Pombo Angulo en La sombra de las banderas, sería demasiado pedir a los héroes que lo fuesen siempre.