domingo, 30 de diciembre de 2012

El Cervino manchego


Al salir el sol, la luz pintó de rojo la cima gris de la montaña para bajar lentamente hasta el pueblo que había a sus pies. No había nada de nieve. Comenzó a distinguirse primero el perfil del coqueto campanario de la iglesia; después, los angulosos tejados negros de pizarra se dibujaron poco a poco hasta que la aldea acabó de cobrar su forma completa. Había contemplado el amanecer del pueblo y la montaña desde el arcén de la carretera; volví a montar en el coche y conduje hasta entrar en el villorrio. Atravesando después a pie las calles todavía oscuras, no podía evitar una sensación incómoda. Todo parecía un decorado, un cuidado escenario hecho con puntilloso esmero. Aquel poblado me causaba un hondo desafecto, un sentimiento ajeno creado por su artificialidad y su falta de autenticidad. Incluso en las desiertas ocho de la mañana de un día de pleno invierno, se veía que Valverde de los Arroyos era un pueblo completamente maleado por y para el turismo. Las casas, de portada de revista de decoración cursi, se parecían a la verdadera “arquitectura negra” de Guadalajara lo mismo que el Guggenheim a un caserío vasco. Pero lo peor empezaba al salir del pueblo.

Aquel día iba a subir al Ocejón, la desdichada montaña que resguarda a Valverde en su seno. Hacía cinco años que no la visitaba. He de reconocer que regresar fue un arrebato de masoquismo, no por el leve esfuerzo que requiere la ascensión normal, sino porque sabía lo que me iba a encontrar. Nada más llegar a la era del pueblo, donde empezaba el camino, estaban plantados los modernos paneles explicativos(llenos de faltas de ortografía y redacción) y los horrendos carteles indicadores propios de todo lugar "gestionado". Me dieron ganas de dar la vuelta, pero hice de tripas corazón. Poco más adelante comenzaban a verse por doquier esos famosos brochazos rojos y blancos, panoli invención gabacha, que uno se encuentra en cualquier parte destruyendo el paisaje para marcar caminos, casi siempre, imperdibles. El absurdo frenesí señalizador alcanzaba su éxtasis más arriba, al empezar la subida, cuando aparecía una serie de sonrojantes balizas de madera: eran verdaderos tótemes ridículos de más de un metro y medio de altura. Colocados cada pocos metros destruían del todo la bella desnudez de la ladera alpina. Pensé que hay tener poca vergüenza para hacer algo así. En el Ocejón es imposible que alguien que aprecie la naturaleza se sienta a gusto. Aquello no era montaña, más parecía un hortera parque urbano plagado de hitos, carteles, flechas y desperdicios.

Pero si la ascensión señalizada era grotesca, la cima del Ocejón ya era una sicalíptica caricatura natural. Había varios caminos para alcanzar la cumbre, todos indicados y pintarrajeados con esos penosos brochazos senderiles. Por el suelo seguía habiendo basura, en particular montones de cáscaras de mandarina, residuo que dura semanas en cuanto haga frío o humedad. Me acerqué con aprensión al vértice geodésico: la columna estaba pintada a spray con graffitis multicolores, y en torno había abundantes firmas de badulaques escritas a tippex indeleble sobre las piedras. A unos metros del vértice existe una vieja capillita de rocas en la que algún cándido gaznápiro había colocado una tira de banderines de oración tibetanos; supongo que para darle un toque aventurero a la infecta cumbre. El buzoncito montañero estaba descuajaringado. Sobre él, en la misma rústica capilla, había antes un belén del que han robado casi todas las figuritas dejando en su lugar porquerías varias. Era todo un espectáculo. El Ocejón, “
el Cervino manchego", dicen algunos. Qué lugar más afortunado. Menudas vistas.

Escapé del Ocejón tan pronto como pude. Las dos horas que había empleado en la subida habían sido suficiente degustación de la mamarrachada neorrural. Es doloroso encontrar una montaña de más de dos mil metros prefabricada a medida de las delicadas necesidades que exigen las becerriles y sucias masas urbanoides. Hay quienes incluso, en lo que según ellos es un alarde de amor a la montaña, organizan maratones que suben corriendo en estrepitosa y estrafalaria marabunta a la cima, dándole al Ocejón la vocinglera puntilla del ridículo deportivo. Otros aventureros llegan a usarlo como plataforma de parapente. Entre unos y otros lo han reducido a ser la expresión máxima de la puerilidad urbanita, paraíso del simposio dominguero y meca de la naturaleza fácil. Es una cumbre humillada por su prostituida belleza hasta los extremos más grotescos. Al huir de allí me detuve para admirarlo desde la distancia: en el horizonte, el monte piramidal y hermoso parecía libre de la horrenda podredumbre que llevaba encima. Sentí verdadera lástima hacia ese gigante sometido, lástima por una montaña vapuleada como un colegial inocente y gordo al que todos los demás niños maltratan cruelmente para divertirse. Asqueado por lo que había visto, supe que probablemente jamás querría volver al Ocejón. Pensé que en adelante preferiría contemplarlo siempre desde lejos, imaginarlo como un elemento anónimo del paisaje, como un recuerdo lejano. Su turístico presente y su sacrificio como víctima necesaria son algo demasiado triste. Demasiado vergonzante.