viernes, 6 de abril de 2012

Los gitanos del mar

El barco terminó por llegar casi de noche desde Phuket hasta el archipiélago de Koh Phi Phi. Durante la travesía, el mar de Andamán se había ido tiñendo de azul cobalto, gris perla y negro hasta que arribamos a destino. El último destello anaranjado del sol dejaba ver aún las altas palmeras de las islas y las colinas tapizadas de selva. Brillaban pocas luces en la orilla, pequeños puntos tintineantes en la negrura: los modestos farolitos del acogedor complejo hostelero a pie de playa.

El ronroneo pesado y metálico del ferry terminó a un par de cientos de metros de la arena. Observamos encantados la puesta de sol desde el bamboleo del barco. Al momento comenzaron a oírse nuevos martilleos de motores más pequeños: eran los kabang, botes propios de la etnia de los gitanos del mar, que iban a recogernos para llevarnos hasta la playa donde unos sonrientes empleados nos dieron una colorista bienvenida entre antorchas, música y collares de flores. Nos sentíamos como exploradores bajando de su carabela en una isla del Pacífico.


El pueblo moken

Los gitanos del mar, o Chao naam, nos habían llevado del ferry a la playa. Después desaparecieron, aunque a la mañana siguiente observamos que residían junto al complejo y se podía ver durante todo el día su comunitaria vida tranquila a la orilla del mar. Su raza se divide en dos ramas, los bajau, asentados en Indonesia y Malasia, y los moken, que habitan en las islas tailandesas de Phuket y Phi Phi.

El pueblo moken vive sin prisas ni ataduras y pese a los avatares históricos ha conservado sus hábitos de vida enraizados en el pasado. Ligados desde siempre al mar, su existencia se ha desarrollado de forma nómada, navegando y buceando por las aguas del Andamán. Los niños casi aprenden antes a bucear que a andar y de adultos los moken llegan a aguantar hasta cinco minutos caminando bajo el agua, sumergiéndose hasta los sesenta metros de profundidad en busca de langostas y peces que capturan con métodos artesanales.

Esta tribu jamás ha debido escuchar términos como conservación, ecologismo o desarrollo sostenible, pero su existencia siempre ha dependido del mar sin explotarlo. Su relación con las aguas se ha guiado tradicionalmente por un sabio aprovechamiento responsable basado en el respeto: los gitanos del mar nunca usan el ancla sobre los arrecifes y corales para no dañarlos, conocen y respetan el ciclo natural de cada especie para no interferir en su reproducción, pescan sólo lo que van a consumir y por supuesto, animales escasos y clave para el ecosistema como delfines o tortugas nunca han formado parte de su dieta.

Fueron ignorados casi totalmente por el gran público y la comunidad científica hasta el tsunami de 2004 que arrasó las playas del mar de Andamán. Tras la catástrofe, los moken saltaron a la fama dado que su profundo conocimiento del mar les hizo interpretar sus señales para ponerse a salvo: los que se encontraban en la orilla treparon a las colinas inmediatas, mientras que los moken que navegaban en sus kabang se desplazaron mar adentro para evitar la embestida de “la ola que se traga a la gente“, muy presente en su secular tradición oral. A pesar de la magnitud del desastre, ni un solo moken perdió la vida en el tsunami.

Tradicionalmente, sus botes kabang no sólo les servían para desplazarse a los lugares de pesca sino que eran su hogar, desde el que llevaban una existencia nómada. Hoy, el asalto del turismo al archipiélago de Koh Phi Phi ha hecho que los moken se hayan subido lentamente al tren de la modernidad, asentándose en cómodas casas de madera bajo las primeras palmeras que crecen tras las playas de arena blanca. Regentan algún restaurante e incluso tienen modestos locales de buceo, al parecer poco recomendables. Como no podía ser de otra manera, sus kabang se han convertido en taxis marineros desde los cuales los turistas se desplazan de isla en isla.



El “Sea Gypsy village”

Era julio, plena temporada de lluvias, pero no hizo demasiado mal tiempo. Íbamos a pasar tres días en el paraíso tropical de Koh Phi Phi como descansado broche a un viaje de dos semanas por el país. No esperaba encontrar en el archipiélago nada del fantástico exotismo sudasiático que había saboreado en las calles de Bangkok o Chiang Mai. Allí no iba a poder degustar un especiado guiso preparado a pie de calle por un tailandés sudoroso ni tampoco se respiraba esa atmósfera entre sórdida y budista propia del territorio continental.

Tras media hora en kabang estaba la ciudad, donde, entre el familiar y casposo ambiente de turismo de playa, había una auténtica invasión de vocingleros jóvenes holandeses e ingleses. Tostados de rosa a modo de gambones, parecían querer mantener un moderno y políticamente correcto tinglado colonial.

Vista la ciudad de la isla principal, sin duda prefería el tranquilo resort de la pequeña mancha verde en medio del mar en que nos alojamos. Estaba estructurado en coquetos bungalows blancos, levantados como hórreos sobre estructuras de madera negra entre una vegetación exuberante. Fuera, en las escalerillas, había unas encantadoras jofainas oscuras, con su cazo, para quitarse la arena de los pies antes de entrar. Dentro de la habitación vivían varios geckos. Al dirigirse hacia la casita por la noche, por el camino empedrado cruzaban decenas de ranas amarillas y sapos que parecían hechos de piedra.

Más allá de las paradisíacas chocitas había un pequeño restaurante en la orilla del mar, donde se comía barato y bien. Tallarines de arroz, currys de leche de coco, pollo y buenos mariscos. El Jasmin restaurant estaba a pie de playa, con las mesas en la arena, entre las que correteaban gallinas, garcetas púrpura y una rara especie de mirlos calvos. Desde allí se veía en una casa cercana un cartel que rezaba “Sea gypsy village”, el pueblo de los gitanos del mar.




En aquel momento desconocía totalmente que aquellas gentes fueran una etnia de herencia antigua, o que tuvieran una tradición marinera tan particular. La organización del viaje no había considerado destacable mencionar su existencia, ni era esperable encontrar algo así en un archipiélago meramente turístico. Llamábamos tuctucs a los kabang, pues no nos parecían más que taxis para movernos entre las islas por cuatro duros, como usábamos los tuctucs en las ciudades. En nuestro desconocimiento occidental, aquellos moken, morenos y despeinados, no eran otra cosa que un puñado de taxistas desarrapados de los que no fiarse mucho. En todo caso, parecerían tal cosa a quienes se fijaran en ellos, que fueron muy pocos.

Los moken eran perfectamente conscientes de esa indiferencia que como etnia generaban en los turistas, que ignorábamos estar entre los últimos restos de un pueblo que ha mantenido sus costumbres intactas durante siglos. Dando un paseo tras la comida, caminé por las cuatro callejas del poblado moken que había tras el restaurante; pese a estar a tiro de piedra de los bungalows del complejo, era otro mundo. Allí olía mal, había moscas, suciedad y malas miradas de las mujeres sentadas en las puertas. Malas miradas que reflejaban lo que se esperaba de nosotros allí, que no era otra cosa que mantenernos donde como turistas nos correspondía.



Una mañana que apareció despejada, tras una ajetreada noche en la ciudad de la isla vecina, quise conocer la cercana isla Mosquito. Para ello me acerqué de nuevo a los kabang amarrados en la arena frente al poblado. De inmediato se acercaron varios gitanos del mar a ofrecerme sus servicios de taxi marinero. El regateo sabía a costumbre estéril, una pérdida de tiempo por rascar unos pocos céntimos que no me significaban nada. Finalmente los moken se retiraron fingiendo enojo, hablando entre sí sin disimulo.

Uno de ellos, mayor que los demás, canoso y tostado por el sol, terminó por acercarse y aceptó el precio que les había ofrecido inicialmente por el viaje hasta Mosquito, aunque decía que perdía el tiempo porque allí no había nada. “Por eso quiero ir”, le dije con gestos. Su inglés se reducía al mínimo para las transacciones. Mi morena compañera y yo subimos a la cáscara de nuez del moken y partimos.

Desde nuestra isla, Mosquito era un peñón negro en lontananza. Llegamos allí tras una media hora de travesía en el kabang, totalmente empapados. El moken se reía cada vez que las olas entraban en el esquife. El islote apenas tenía playa donde descansar; no había turistas, salvo dos o tres que hacían snorkel llevados allí por otro moken en su embarcación. Hicimos lo propio, observando la abundancia de pepinos de mar que reposaban en el fondo, para explorar después en chanclas algo de la vegetación tropical inmediata a la orilla. Poco espacio para paseo, pues a unos metros del agua la isla despegaba hacia el cielo en un farallón implacable.



Al regresar a nuestra isla, me despedí del moken agradeciendo el servicio y dándole la mano, que estrechó sin fuerza y con una mueca de extrañeza. Tal vez aquello no era propio de su cultura, o puede que incluso estuviera fuera de lugar. Pero no pude sentirme culpable. Nadie nos había dicho que aquellos que solo parecían astrosos barqueros eran en realidad los últimos restos de un pueblo milenario que comienza a diluir sus costumbres ancestrales entre el turismo. Un turismo de playa, bombona y snorkel que nunca llegará a saber que en todo el Andamán apenas quedan dos mil de esos desaliñados morenos, que hasta hace poco llevaban siglos viviendo en esas simpáticas barcas tan apropiadas ahora para hacerse una foto o ir a una discoteca de la ciudad isleña.

Es difícil saber qué futuro espera a este pueblo. La modernidad y el turismo han hecho que los moken tengan ahora dos inexorables opciones de vida, dos únicos caminos que pueden tomar para su supervivencia. Uno, la aculturación. El otro, su enclaustramiento en espacios protegidos para formar parte de safaris humanos como les ha ocurrido a los lahu y a otras tribus del país. Tal vez, de ahí sus miradas de desconfianza cuando un turista entra en su poblado o les ofrece un apretón de manos. Porque intuyen, con ese avispado realismo propio de los pueblos nómadas, adónde se les está llevando.