martes, 17 de julio de 2012

Melikraton bajo la luna


Al escuchar el término celta, el vocablo nos transporta tal vez a un mundo de bosques oscuros, paisajes neblinosos, dólmenes, guerreros de torsos pintados y druidas que protagonizan extraños rituales. Lo celta nos hace pensar en primitivas culturas noreuropeas que no tienen nada que ver con nosotros; sin embargo, los pueblos celtas entraron en Iberia muchos siglos antes que la cultura grecolatina, ocupando más de dos tercios de la Península y sembrando una profunda raigambre social. A cualquiera interesado en los pueblos prerromanos llama la atención cómo la memoria colectiva de los españoles empieza irremediablemente con la llegada de Roma. Al abrir cualquier libro de historia general de España se puede comprobar cómo, después de pasar de puntillas sobre la Prehistoria y hacer una brevísima mención a marineros fenicios o griegos, los primeros capítulos enarbolan títulos semejantes a “España empieza en Roma“, “Con Roma empezó todo“ o “La historia en acueducto“. Como mucho, algún que otro autor habla de algo llamado Tartessos y unos pocos comprimen en párrafos secundarios a celtas, íberos y también a los más fascinantes de todos, los celtíberos, asentados en el centro de la Península, al oeste del Sistema Ibérico.

Es curioso constatar cómo España, siendo tal vez el único país que en su etapa como potencia mundial dedicó esfuerzos en proteger y mantener vivas las culturas indígenas conquistadas mientras construía a la vez sociedades mestizas, haya sido y sea también la única nación desarrollada donde sus propios habitantes desconocen casi totalmente quiénes son sus verdaderos ancestros. Los pueblos indígenas de rica cultura que habitaban la Península desde mucho antes de la romanización permanecen ocultos tras la niebla de la Historia para todas las generaciones actuales. Aunque Estrabón y Plinio aportaron los primeros datos sobre los pueblos celtíberos, su estudio no alcanzó rango destacable hasta llegado un tardío siglo XX. Pese a que en los últimos tiempos el interés por las civilizaciones indígenas peninsulares ha experimentado cierto impulso, queda un largo camino por recorrer para que la sociedad llegue siquiera a tomar consciencia de su mera existencia. Todo rastro o legado de los pueblos celtas, íberos o celtíberos se limita a pequeños museos o exposiciones temporales y a unos cuantos castros excavados a los que nos lleva el desvío de una carretera; tal vez destaque, como pequeño homenaje, alguna pequeña escultura artesanal de un celtíbero que decora la placita de un pueblo diminuto. Todo deriva en un triste desinterés, tan negativo como el obtuso indigenismo de otras latitudes. Sin embargo, en ésta nuestra piel de uro existen sorprendentemente algunos lugares donde, de forma más o menos acertada, se recuerdan tradiciones celtíberas con más de dos mil años de historia.

Noche de plenilunio

Llamé por la mañana para confirmar si esa noche iba a celebrarse la Fiesta del Plenilunio. Al otro lado de la línea, el dueño de la fonda no me contestó con un sí ni con un no, sino que a modo de respuesta empezó a recitar: “Los celtíberos, al igual que sus vecinos del norte, en las noches de luna llena salían de sus casas, hacían una gran hoguera, saltaban y bailaban alrededor de las llamas, tomaban kaelia melicraton y setas, adoraban a la luna y sus dioses”. Supuse que eso significaba que sí, que la fiesta iba a celebrarse.

Ya había comido alguna vez en aquella venta de carretera, un lugar agradable que ha sabido conservar su antiguo interior de forma bastante ajena a esa farsa de turismo rural más propia de revista de decoración que de un páramo castellano. Conocía también parte de la comarca y sus montes adustos y solitarios, al haber dedicado varios días invernales a patearlos campo a través de la mañana a la noche. Al poco de llegar a la venta, tomando una cerveza previa a la cena, sonreí al escuchar una conversación al fondo de la barra en la que el dueño ponía en su sitio a uno de los previsibles asistentes a la fiesta de aquella noche. “¡Y dale con los romanos! -dijo- Los romanos vinieron a joder a los celtas.”  El arrebato me recordaba a alguna situación vivida durante este invierno cuando, al llegar tras eternas caminatas montunas a alguna semidesierta aldea y preguntar a un anciano local por vestigios celtibéricos en tal o cual monte, negaban con la cabeza y me decían que allí vivían los romanos, que quiénes eran los celtíberos esos.

La luna comenzaba su recorrido cuando sentados en una mesa de la agradable posada, disfrutamos degustando el menú celtíbero que se ofrecía, proyecto original y encomiable, previa experiencia a la fiesta dedicada a los verdaderos ancestros. La acertada iniciativa de aquel pequeño negocio había estructurado un menú a base de los alimentos originarios de la región anteriores a la entrada de productos de Asia y América, buscando los sabores de la Celtiberia. Así, partiendo de una ensalada de pato, frutos del bosque y queso de cabra, se pasaba a sucesivos platos como queso frito con miel y polen, setas, trucha ahumada con hierbas de la sierra, trigueria y jabalí, terminando con una agradable infusión de mejorana y poleo silvestres y un fuerte licor llamado orumi, elaborado con orujo y miel.

Después de terminada la cena las pocas gentes que habían acudido comenzaron a rondar por el exterior de la venta, donde sobre una inclinada explanada de arenisca el encargado del lugar estaba montando una estructura de madera de la que colgaba, sobre un montón de yesca, una olla negra. Cayó la noche, iluminada por la luna llena que brillaba plateada sobre un cielo sin nubes. Al momento apareció una comitiva vestida con túnicas blancas portando antorchas y clamando a Lug, dios principal del panteón céltico. Encendieron la hoguera y entre breves cánticos y oraciones se comenzó a preparar melikratón, una bebida celtibérica a base de vino, especias y miel para repartir en vasos de barro entre los asistentes a la fiesta. La recreación incluía un oráculo y la participación activa de todo aquel que quisiera, saltando sobre las llamas o juntando las manos para pedir un deseo. La temperatura, que descendió hasta los diez grados pese a tratarse de la última noche de junio, invitaba a acercarse a un fuego que era el centro de aquel ambiente agradable, más acogedor si cabe al no haberse reunido más de cincuenta personas en círculo. Una humilde fiesta de historia, tradición y cultura, sin masificaciones ni horteradas turísticas. A pesar de que en algunos momentos de la ceremonia hubo algo de guasa, que tampoco caía mal, y se podía echar en falta alguna explicación histórica, aquella nocturna fiesta termestina era una conmemoración encomiable de una celebración ancestral a la que el propio Estrabón dedicó también algunas palabras: “Los celtíberos hacen sacrificios a un dios innominado, de noche en los plenilunios, ante las puertas, y con toda la familia danzan y velan hasta el amanecer”.


"Gloria de nuestra Hispania, Liciano,
cuyo nombre enaltecen los celtíberos,
¿Por qué me llamas hermano a mí,
que desciendo de celtas y de íberos
y soy ciudadano del Tajo?"
                        Marcial, Epígramas.