Al escuchar el término celta, el vocablo nos
transporta tal vez a un mundo de bosques oscuros, paisajes neblinosos,
dólmenes, guerreros de torsos pintados y druidas que protagonizan extraños
rituales. Lo celta nos hace pensar en primitivas culturas noreuropeas que no
tienen nada que ver con nosotros; sin embargo, los pueblos celtas entraron en
Iberia muchos siglos antes que la cultura grecolatina, ocupando más de dos
tercios de la Península
y sembrando una profunda raigambre social. A cualquiera interesado en los
pueblos prerromanos llama la atención cómo la memoria colectiva de los
españoles empieza irremediablemente con la llegada de Roma. Al abrir cualquier
libro de historia general de España se puede comprobar cómo, después de pasar
de puntillas sobre la
Prehistoria y hacer una brevísima mención a marineros
fenicios o griegos, los primeros capítulos enarbolan títulos semejantes a “España
empieza en Roma“, “Con Roma empezó todo“ o “La historia en
acueducto“. Como mucho, algún que otro autor habla de algo llamado
Tartessos y unos pocos comprimen en párrafos secundarios a celtas, íberos y
también a los más fascinantes de todos, los celtíberos, asentados en el centro
de la Península ,
al oeste del Sistema Ibérico.
Es curioso constatar cómo España, siendo tal vez el único
país que en su etapa como potencia mundial dedicó esfuerzos en proteger y
mantener vivas las culturas indígenas conquistadas mientras construía a la vez
sociedades mestizas, haya sido y sea también la única nación desarrollada donde
sus propios habitantes desconocen casi totalmente quiénes son sus verdaderos
ancestros. Los pueblos indígenas de rica cultura que habitaban la Península desde mucho
antes de la romanización permanecen ocultos tras la niebla de la Historia para todas las
generaciones actuales. Aunque Estrabón y Plinio aportaron los primeros datos
sobre los pueblos celtíberos, su estudio no alcanzó rango destacable hasta
llegado un tardío siglo XX. Pese a que en los últimos tiempos el interés por
las civilizaciones indígenas peninsulares ha experimentado cierto impulso,
queda un largo camino por recorrer para que la sociedad llegue siquiera a tomar
consciencia de su mera existencia. Todo rastro o legado de los pueblos celtas,
íberos o celtíberos se limita a pequeños museos o exposiciones temporales y a
unos cuantos castros excavados a los que nos lleva el desvío de una carretera;
tal vez destaque, como pequeño homenaje, alguna pequeña escultura artesanal de
un celtíbero que decora la placita de un pueblo diminuto. Todo deriva en un
triste desinterés, tan negativo como el obtuso indigenismo de otras latitudes. Sin
embargo, en ésta nuestra piel de uro existen sorprendentemente algunos
lugares donde, de forma más o menos acertada, se recuerdan tradiciones
celtíberas con más de dos mil años de historia.
Noche de plenilunio
Noche de plenilunio
Llamé por la mañana para confirmar si esa noche iba a
celebrarse la Fiesta
del Plenilunio. Al otro lado de la línea, el dueño de la fonda no me contestó
con un sí ni con un no, sino que a modo de respuesta empezó a recitar: “Los
celtíberos, al igual que sus vecinos del norte, en las noches de luna llena
salían de sus casas, hacían una gran hoguera, saltaban y bailaban alrededor de
las llamas, tomaban kaelia melicraton y setas, adoraban a la luna y sus dioses”.
Supuse que eso significaba que sí, que la fiesta iba a celebrarse.
Ya había comido alguna vez en aquella venta de carretera,
un lugar agradable que ha sabido conservar su antiguo interior de forma
bastante ajena a esa farsa de turismo rural más propia de revista de decoración
que de un páramo castellano. Conocía también parte de la comarca y sus montes
adustos y solitarios, al haber dedicado varios días invernales a patearlos
campo a través de la mañana a la noche. Al poco de llegar a la venta, tomando
una cerveza previa a la cena, sonreí al escuchar una conversación al fondo de
la barra en la que el dueño ponía en su sitio a uno de los previsibles
asistentes a la fiesta de aquella noche. “¡Y dale con los romanos! -dijo-
Los romanos vinieron a joder a los celtas.”
El arrebato me recordaba a alguna situación vivida durante este
invierno cuando, al llegar tras eternas caminatas montunas a alguna
semidesierta aldea y preguntar a un anciano local por vestigios celtibéricos en
tal o cual monte, negaban con la cabeza y me decían que allí vivían los
romanos, que quiénes eran los celtíberos esos.
La luna comenzaba su recorrido cuando sentados en una mesa
de la agradable posada, disfrutamos degustando el menú celtíbero que se ofrecía,
proyecto original y encomiable, previa experiencia a la fiesta dedicada a los
verdaderos ancestros. La acertada iniciativa de aquel pequeño negocio había
estructurado un menú a base de los alimentos originarios de la región
anteriores a la entrada de productos de Asia y América, buscando los sabores de
la Celtiberia. Así ,
partiendo de una ensalada de pato, frutos del bosque y queso de cabra, se
pasaba a sucesivos platos como queso frito con miel y polen, setas, trucha
ahumada con hierbas de la sierra, trigueria y jabalí, terminando con una
agradable infusión de mejorana y poleo silvestres y un fuerte licor llamado orumi,
elaborado con orujo y miel.
Después de terminada la cena las pocas gentes que
habían acudido comenzaron a rondar por el exterior de la venta, donde sobre una
inclinada explanada de arenisca el encargado del lugar estaba montando una
estructura de madera de la que colgaba, sobre un montón de yesca, una olla
negra. Cayó la noche, iluminada por la luna llena que brillaba plateada sobre
un cielo sin nubes. Al momento apareció una comitiva vestida con túnicas
blancas portando antorchas y clamando a Lug, dios principal del panteón
céltico. Encendieron la hoguera y entre breves cánticos y oraciones se comenzó
a preparar melikratón, una bebida celtibérica a base de vino, especias y
miel para repartir en vasos de barro entre los asistentes a la fiesta. La
recreación incluía un oráculo y la participación activa de todo aquel que
quisiera, saltando sobre las llamas o juntando las manos para pedir un deseo.
La temperatura, que descendió hasta los diez grados pese a tratarse de la
última noche de junio, invitaba a acercarse a un fuego que era el centro de
aquel ambiente agradable, más acogedor si cabe al no haberse reunido más de
cincuenta personas en círculo. Una humilde fiesta de historia, tradición y
cultura, sin masificaciones ni horteradas turísticas. A pesar de que en algunos
momentos de la ceremonia hubo algo de guasa, que tampoco caía mal, y se podía
echar en falta alguna explicación histórica, aquella nocturna fiesta termestina
era una conmemoración encomiable
de una celebración ancestral a la que el propio Estrabón dedicó también algunas
palabras: “Los celtíberos hacen sacrificios a un dios innominado, de noche
en los plenilunios, ante las puertas, y con toda la familia danzan y velan
hasta el amanecer”.
"Gloria de nuestra Hispania, Liciano,
cuyo nombre enaltecen los celtíberos,
¿Por qué me llamas hermano a mí,
que desciendo de celtas y de íberos
y soy ciudadano del Tajo?"
Marcial, Epígramas.