martes, 2 de mayo de 2017

Una mañana en Jökullsárlón


Tomé el desvío de la carretera principal y estacioné la furgoneta en el aparcamiento del centro de visitantes de la laguna de Jökullsárlón. La agencia con la que había contratado el viaje a Islandia me había regalado un paseo en lancha motora entre los icebergs de la laguna. Nunca me han gustado estas actividades, pero decidí desviarme para echar al menos un vistazo. Llevaba ya un par de días viajando por la isla, dejando atrás las zonas concurridas cercanas a la capital, y había algo de Islandia que no me había gustado nada: había demasiado turista. Las gigantescas cataratas o los famosos géisers perdían todo encanto cuando resultaba imposible tomar una fotografía sin sacar decenas de personas vestidas con colores chillones o disfrutar del lugar en silencio. Es cierto que esos lugares están al lado de la carretera que rodea la isla y que es su principal vía de comunicación, y que en el extenso y remoto interior es presumible que la naturaleza continúa virgen. En el resto del país, como por ejemplo en el encantador norte, la soledad sigue sobrecogiendo. Pero cualquier viajero que se precie se da cuenta enseguida de cuándo hay demasiada gente o de cuándo no le gusta lo que ve.

Los islandeses, pueblo culto, solidario y admirable, sienten un gran amor por la naturaleza y tienen una gran preocupación por cuidar su entorno. No han tardado en ponerse en guardia ante el turismo masivo y depredador, que ha aumentado un 20% anual durante el último lustro. Ya han alzado la voz y tomado medidas políticas e impositivas para que su isla no se convierta en un parque temático: porque por mucho que se diga, la fantasía del turismo sostenible no se la cree ni el charlatán que se lo inventó y la contaminación, los residuos, la presión sobre parajes delicados o las molestias a la fauna son una realidad. Aunque los islandeses lograron salir de la crisis gracias a los ingresos derivados del desarrollo turístico, son un pueblo ejemplar que tiene claro que su medio ambiente es lo más importante. En este asunto están a años luz de los españoles, al igual que en la más simple dignidad de país: no tardaron en meter en la cárcel a los banqueros culpables de su crisis y, recientemente, hicieron dimitir en cuestión de días a su presidente cuando le pillaron con el carrito del helado. Una honrada movilización social contra el poder es en España algo impensable o fracasado de antemano, y ni qué decir tiene la defensa del patrimonio natural.

Llegué a la laguna de Jökullsárlón y pedí un té en la cafetería. Apoyado en una balaustrada de madera pintada de blanco contemplé la extensa superficie de la laguna, como una enorme balsa de mercurio que reflejaba las nubes en el cielo, salpicada en toda su extensión de grandes icebergs de azul brillante. Al fondo se recortaba el perfil brutal de montañas aceradas y la silueta de glaciares inmisericordes que desembocaban sus torrentes de hielo primordial en la laguna. El paraje era, como tantos en Islandia, de una belleza arrebatadora y casi supraterrenal. Pero mirando más cerca, apenas a unos metros de mí, estaban los autobuses de turistas arrojando miríadas de gente vistiéndose con trajes salvavidas para apelotonarse después en las lanchas, que salían una tras otra a navegar vocingleras entre los icebergs. Había mucha gente, un turismo enlatado, de fabricación en serie, de tira la foto y lárgate. La laguna no se merecía eso. Decidí que no quería participar en el circo de las lanchas, aunque lo podía hacer gratis.

Acabé el té y me alejé de aquel turisteo artificial. Tomé mi cámara de fotos y empecé a pasear alrededor de la laguna. Al llegar al canal de desagüe en el océano avisté una foca y me senté en el terraplén para observar a las aves. En la orilla había un montón de éiders, ese gran pato de color blanco y nórdica nuca verde, así como varios págalos árticos patrullando sobre las aguas. En un punto donde el canal se arremolinaba había decenas de charranes árticos volando grácilmente y pescando anchoas. Para un naturalista del sur de Europa ver estos animales boreales es algo inolvidable. Pasé una hora maravillosa allí sentado con la cámara observando a las aves pescar, lanzarse en picado al agua y salir de ella entre una nube de gotas de cristal para llevar su anchoa recién capturada al nido.

Me llegaba el susurro constante de las voces de la gente, el ronroneo de los vehículos y de las lanchas: todo aquello de lo que yo quería huir. Me despedí de los éiders y los charranes y volví a mi furgoneta. No tardaría en llegar a las zonas más tranquilas de Islandia para visitar solitarios lugares de ensueño, paisajes septentrionales que me recordaban a lo leído en relatos y novelas de antiguos exploradores, un caleidoscopio polar de cielos inmensos y tierras cinceladas por la eternidad de los hielos. Al encontrarme solo en aquellos sitios inolvidables deseé con fuerza que los islandeses ganen su batalla por la pureza de su naturaleza contra la amenaza del turismo irresponsable. Tuve también el anhelo de que otros pueblos sigan su ejemplo. Pero eso ya es mucho más difícil. Los islandeses son cultos, respetuosos y están bien educados. Y por ello casi todos están comprometidos con esa lucha medioambiental. Tienen principios y son conscientes de lo que pasa. Nosotros no.

Imágenes

- Barnaclas cariblancas(Branta leucopsis) con sus pollos en el entorno de la laguna de Jökullsárlón:


- Éiders(Somateria mollissima) en el canal de desagüe de la laguna en el mar:


- Charranes árticos(Sterna paradisaea) pescando anchoas en la laguna:



- Puente de la carretera nacional que circunda la isla sobre el canal de la laguna:



- Vistas generales de la laguna de Jökullsárlón: