sábado, 6 de julio de 2019

Atados en corto

Creemos que cada uno hace con su vida lo que quiere. Estamos convencidos de que tenemos plena capacidad de obrar, libertad de elección y decisión, de escoger qué camino nos conviene más ante cualquier encrucijada que nos presente la vida. La suficiencia a que nos induce nuestro actual contexto cultural (inmediatez, egolatría, selfies) nos hace autoconvencernos aún más de ello. Sin embargo, pienso que no es así. En realidad nos la meten doblada. Nuestra cultura arrastra muchas rémoras familiares, grupales y sociales diseñadas para que el hombre no sea libre: no en el sentido de elegir tomar el café solo o cortado, de escoger una profesión o de comprarse tal o cual coche, sino de privar a las personas de la capacidad de desarrollarse como individuos, de evolucionar y encontrarse a sí mismos, de ser personas plenas. A este respecto, personalmente me ha influido mucho el pasar tiempo en la Naturaleza. Ha sido algo fundamental en mi desarrollo personal. En ella he aprendido a estar solo y a encontrar placer en ello, a disfrutar de la soledad como libertad y a trasladar esa autonomía montaraz a la vida diaria: saber levantarte por la mañana y afrontar el día como te plazca, tener sólo tus problemas. Con sus ventajas e inconvenientes. Hacer lo que te da la gana, eso sí que no tiene precio. 

Estoy escribiendo un artículo de mal gusto, que no va a gustar a nadie, y que hoy debe ser casi ilegal. Soy consciente de ello. Pero tengo un runrún desde hace tiempo y le voy a dar salida en este espacio de desahogo. Veamos: dentro de esa privación de desarrollo individual de que hemos hablado, llevo años observando cómo muchas novias y mujeres coartan hasta extremos casi cómicos la libertad y la autonomía de sus pusilánimes parejas masculinas. Conozco decenas de casos (y también relaciones sanas, por supuesto). Hablo, claro, de ese amigo que empieza una relación y al que automáticamente pierdes. Ese que reduce su existencia al mundo de su mujer, a lo que ordena y manda su mujer. 24/7, como se dice ahora. Ese que tiene que pedir permiso con semanas de antelación para echar unas cervezas con los amigos, y que tiene una escapada de fin de semana directamente prohibida. No me vale la excusa de los hijos, porque cuando teníais cero hijos y ni siquiera vivíais juntos tampoco te dejaba salir, capullo. 24/7, digo. ¿No puede estar sola unas horas? ¿Le da miedo la oscuridad? ¿O que venga el hombre del saco? Adultos hechos y derechos a los que una cuerpobotijo amarra como con una correa. Y ellos se dejan, dóciles como el perro al que atan en corto a la puerta de una finca y que encima está convencido de que hace algo útil, que ese es su papel, ley de vida. Desconozco qué argucias o subterfugios utilizan ellas, porque tarde o temprano ellos mismos siempre te reconocen que no follan desde ni se sabe. 

No pretendo transmitir misoginia, Dios me libre, ni hacer un alegato de la soltería, pese a ser un recalcitrante y feliz soltero. Entiendo que la gente no quiera estar sola, pero de ahí a perder tu individualidad media un trecho: alguien libre no tiene que pedir permiso ni sentirse culpable por hacer algo sin su pareja. Puede que esa sea su estrategia de dominación: hacer sentirse culpable al otro. Todavía no sé si esta realidad me parece injusta o algo útil para revelar idiotas y falsos amigos. Lo que sí sé es que es antinatural, una privación de derechos, una forma de alienación peor que la sociedad de consumo o los teléfonos móviles. Es una rescisión del individuo: no vivir tu vida, sino convertirte en un electrodoméstico de la vida de una autoconvencida princesa. Las relaciones humanas no deberían funcionar así. El amor no es eso. Una amiga que piensa como yo, y que siempre me reconoce que lo que casi todas sus amigas quieren es llegar a casa y tener un tío ahí, sea el que sea, me lo justifica diciendo que, a la postre, la gente asume lo que le cae y hace su vida. Seguramente tenga razón, porque complacerte en perder tu libertad debe tener un fundamento biológico, algo así como un mecanismo de defensa, un síndrome de Estocolmo. Bueno, allá cada cual. Sigo prefiriendo no tener que pedir permiso para ir a tomar una cerveza, aunque tenga que ir a tomármela solo.