domingo, 28 de junio de 2015

El águila, el toro y la vergüenza

Me encontraba observando el mar en un mirador de carretera cerca de Homer, en plena bahía de Kachemak, al sur de la Península de Kenai, en Alaska. Había aparcado mi caravana y, apoyado en la balaustrada de metal, aspiraba el apagado aroma salino del Ártico. Soplaba la brisa marina y las nubes grises dejaban caer de cuando en cuando pequeñas gotas. A la izquierda veía en la distancia el spit de Homer, una delgada lengua de tierra que se adentraba valientemente en el mar. Allí se encontraban restaurantes, comercios, pesquerías, campamentos, paseos y algunas viviendas. Aquel poblado banco de arena se veía tan indefenso en medio del océano que parecía suficiente un leve quejido del mundo, un pequeño gesto de la Tierra para que las aguas lo engulleran sin ruido. Pero todo era así en la Última Frontera: pionero, impávido y bravío.

En el mismo mirador, sobre las ramas de un abedul, estaba posada un águila calva juvenil. No tenía la librea elegante y soberbia de los adultos, de cabeza y cola blancas y cuerpo marrón oscuro, sino que, como la mayoría de las rapaces jóvenes, ostentaba un plumaje de apariencia descuidado, heterogéneo, sin ningún patrón definido. Pero era increíblemente hermosa, arrebatadoramente bella. Al pie del árbol estaba aparcado un todoterreno. En él se apoyaba un americano, grueso, con pelo rapado y gafas, vestido con camisa vaquera y tejanos. Tenía en la mano una cámara réflex con un buen objetivo pero apenas hacía fotos al águila. La contemplaba en silencio, extasiado, amantísimo, como el artista que se deshace ante un monumento. Me acerqué a charlar con él.

- Es hermosa -dijo.
- Muy bella. Pero prefiero a los ejemplares adultos. Son una imagen mítica.
- El águila calva estuvo en serio peligro. Pero se convirtió en el símbolo nacional, en una meta conservacionista, y conseguimos salvarla. Hoy es abundante, y es el emblema de América.
- No podría haber uno mejor -le dije, con sinceridad.
- ¿De dónde es usted? -preguntó.
- Soy español -dije. Ya sabía cuál iba a ser la siguiente pregunta. Comencé a sentir desazón.
- Y en España -dijo el americano- ¿Tienen algún animal como símbolo? Como su imagen ante el mundo.

Y entonces sentí vergüenza, una enorme vergüenza por mi país. La he sentido varias veces viajando por el mundo, cuando nos identifican con el fútbol, o con nuestra corrupción africana, o con la infame tauromaquia y entonces España te obliga, orgullosa en el fondo, a abochornarte. No hemos sabido exportar una imagen mejor, ni arte, ni cultura, ni historia. Nuestra indigencia intelectual y nuestro analfabetismo funcional, concienzudamente preparados por nuestros mediocres dirigentes para su beneficio, ha terminado por exportarse al exterior como rasgo cultural definitorio de España. Pero aquello me sobrepasaba. Era demasiado. No me encontraba ante un cualquiera, sino ante un americano culto, sensible, un ecologista, un naturalista. Un amante de los animales. Me tragué el sapo y acepté aquella vergüenza que me embargaba. Suspiré y contesté.

- Bueno. El toro, supongo. El toro de lidia -dije.

El americano asintió lentamente. Comprendió y no dijo nada. Ambos callamos y contemplamos al águila calva.