lunes, 5 de abril de 2021

Los asquerosos

Es probable que algunas de las personas que están leyendo este artículo conozcan el libro Los asquerosos, de Santiago Lorenzo. A grandes rasgos, cuenta la historia de un joven madrileño que descubre los encantos de vivir él solo en un pueblo abandonado, lo que le permite encontrarse a sí mismo y ser feliz. El elemento antagonista es una familia de domingueros, los asquerosos que dan nombre a la obra. Es un libro que sin duda merece la pena recomendar, no sólo porque cuenta una buena historia y está muy bien escrito, sino porque pone en valor la importancia y la profundidad del individualismo y la soledad buscada. Las personas solitarias siempre han sido, y todavía siguen siendo, bichos raros, elementos disonantes en una sociedad repleta de gente dependiente que no es capaz de pasear sola, comer sola, viajar sola o disfrutar de nada sin tener comparsa, y que ven al que disfruta de la soledad como una especie de triste o de marginado. Personalmente, necesito estar solo en la misma medida en que necesito respirar, dormir o comer. Al final la mayoría lo acepta, pero lo cierto es que pocos lo entienden y menos aún lo comparten.

A lo que vamos. Escribo estas líneas únicamente para comentar un recuerdo, indeleble, que tengo de un encuentro con algunos de esos terribles especímenes, de esos asquerosos. Ocurrió hace unos años, en una playa remota del norte de Islandia: una playa ártica, desierta, inhóspita, donde, como quien dice, no había nada que ver. Por eso me gustó. Estacioné la furgoneta y eché a andar por la arena. Era junio, el sol calentaba algo y la brisa marina soplaba con suavidad, en uno de esos momentos tibios y deliciosos en que uno deja la mente en blanco, respira y sencillamente disfruta de estar vivo, donde la soledad cobra todo su sentido. Caminé durante varios minutos en aquel solitario rincón del mundo, en aquella soledad salvaje y monástica, donde sólo se escuchaba el susurro de las olas del Ártico y el canto de las exóticas aves marinas que lo pueblan.

Entonces sentí esa picazón en la nuca que dicen que se tiene cuando te sientes observado. Juro que supe qué era lo que iba a ver: mi mente materializó la escena antes de verla, como en un déjà vu. Me detuve, tomé aire y me volví. Allí estaban, los asquerosos, viniendo hacia mí. Junto a mi furgoneta había estacionada otra más grande, de la que había brotado una familia: una pareja de mediana edad y dos niños. Parece que no había más playas en toda la puñetera isla, ni podían haber empezado a caminar en el otro sentido, sino que me estaban siguiendo, venían hacia mí, que caminaba solo y hacia la nada, literalmente. Supongo que ni se les pasó por la cabeza que me pudieran molestar. La situación hubiera sido demasiado ridícula incluso para un domingo en la sierra de Madrid, pero padecerla en aquel lugar remoto me incapacitaba por completo. Salí de la arena y me senté en un talud, tras unas rocas. Cuando los asquerosos llegaron a mi altura contemplaron cómo mis huellas se desviaban, con ojos como platos; me vieron allí sentado y me observaron como el que mira a un mono en un zoológico, después admiraron, inanes, la vaciedad natural que los rodeaba, se convencieron de que no había nada que turistear por allí y volvieron a su furgoneta, muy ufanos y satisfechos. Esperé a que se fueran. No podía creer lo que había ocurrido. No podía creer cómo podían existir semejantes asquerosos.