martes, 10 de enero de 2012

El hidalgo de Medellín

Al pie de un cerro del centro de Extremadura, dentro de la comarca de las Vegas Altas del Guadiana, despunta el pequeño pueblo de Medellín, un remanso de tranquilidad, una acumulación histórica incomparable. Al llegar se ve como un cogollo de casas blancas en medio de la extensión de verdes regadíos, coronado por las altivas ruinas de un castillo.

Tenía ganas de visitar el pueblo por diversos motivos. Al regreso de unos días de descanso en la Sierra Norte de Sevilla, decidí desviarme de la autopista y echar la mañana en Medellín.

La villa nunca estuvo muy poblada. Ahora apenas supera los 2.300 habitantes. Fue fundada en el año 79 a.C. por Quinto Cecilio Metelio Pío, el cual en un alarde de modestia bautizó a la nueva población con su nombre. Sin embargo, el lugar estuvo habitado previamente desde el siglo VIII a.C. por una comunidad celta. Fue pieza clave en la articulación romana de Lusitania hasta el ascenso de Emérita Augusta, la actual Mérida.

Las sucesivas etapas históricas de la Península han dejado su impronta en Medellín: tras la romanización, llegaron los visigodos, seguidos de los árabes y tras ellos la Reconquista cristiana, durante la cual Medellín se incorporó definitivamente a Castilla bajo el reinado del ilustre Fernando III El Santo. El pueblo jugó posteriormente importante papel en la gesta americana así como en la Guerra de la Independencia.

Acumulación histórica

Al llegar a Medellin tras cruzar su “Puente de los Austrias”, que lleva allí desde el reinado de Felipe IV, el Rey Planeta, aparqué en la calle Colombia; calle ésta homenaje del pueblo a la homónima ciudad de aquel país, la cual ha dedicado a su antecesora extremeña una agradable placa, que brillaba en el balcón del ayuntamiento como muestra de gratitud y solidaridad; aparte de la colombiana, hay otra Medellín en México y dos más en Argentina.

En el Medellín extremeño fue difícil perderse. Tras tomar un café, enseguida alcancé lo principal que había venido a ver: la Plaza de Hernán Cortés. La plaza, habilitada en el XIX sobre las viejas edificaciones del centro, luce una espectacular estatua en bronce de Hernán Cortés, realizada por Eduardo Barrón en 1890 y que representa al ilustre Conquistador de México en armadura completa, con borgoñota, quijotes, ristre y espada ceremonial incluidos, sosteniendo un estandarte sobre un ídolo azteca caído a sus pies.


Admiré a placer en la tranquilidad rural de la mañana el merecido monumento al héroe, rutilante bajo el cielo azul en medio de los bien cuidados jardines de la plaza de Medellín. Junto a la estatua, un pequeño monolito referencia la casa donde nació Cortés en 1485.

Emprendí entonces el recorrido por las calles. El trazado urbanístico del pueblo ha debido de cambiar muy poco desde el siglo XV, por no decir nada, salvo obras como la habilitación de la plaza. La pequeña parte vieja aún conserva algún blasón en los dinteles y la fachada señorial de algún viejo palacete.

Medellín ha rendido merecido homenaje a su más ilustre hijo. Además de la estatua, la plaza, un parque y un colegio dedicado a Cortés, la fachada del ayuntamiento está cuajada de placas conmemorativas al héroe. Callejeando por el pueblo, hay también varias calles dedicadas a la Conquista de México: la calle Tlaxcala, en honor de la tribu sojuzgada por los mexicas y cuya ayuda fue fundamental para los españoles; están también la calle y la travesía del controvertido Pedro de Alvarado, y la calle de Otumba, tal vez la batalla más épica y desigual que se haya visto jamás. Sin embargo, se echa de menos algún homenaje a Doña Marina, Sandoval, Moctezuma, Bernal Díaz y otros personajes de aquellos episodios.




Poco por encima de la plazuela se levanta la Iglesia de Santa Cecilia, rodeada de palmeras, levantada en el siglo XVI. Actualmente es la única parroquia de la villa que mantiene el culto. Subiendo en dirección al castillo, un par de calles más allá de Santa Cecilia apareció la Iglesia de San Martín, también jalonada de palmeras, construida en el siglo XIII en plena Reconquista; en su interior alberga la pila bautismal de Cortés.

Tras la bonita San Martín comenzaba una calzada en zigzag que conducía en áspera pendiente al castillo. En una de las revueltas descansaba otra iglesia más, la de Santiago, construida en la misma etapa que la anterior y actualmente habilitada como centro de interpretación de la impresionante historia de Medellín. En apenas doscientos metros, tres iglesias, llevando dos de ellas allí desde el siglo XIII, desde hace ochocientos años.



Poco más arriba, en la cúspide del cerro que preside la villa, estaba el castillo medieval, del siglo XIV. Inexpugnable, erigido sobre una fortificación anterior de origen musulmán del cual se conserva un aljibe.

El castillo se encontraba cerrado, pero se podía rodear cómodamente por un adarve exterior. Conserva aún la mayoría de sus torres así como el patio interior, dividido en dos por un lienzo transversal. Exteriormente, mirando al pueblo, cuenta con una barbacana dispuesta a modo de segunda muralla.


Desde la fortaleza se tenía una perspectiva espectacular del pueblo, contemplándose todos sus monumentos de un vistazo. Justo debajo de donde me encontraba veía otra de las joyas de Medellín, su teatro romano. Más allá, las tres iglesias que ya había visitado, la plaza con su estatua, el puente barroco con sus veinte arcos saltando sobre el Guadiana. Era impresionante. El pequeño Medellín es, sin duda, una incomparable acumulación histórica.



El hidalgo de Medellín

A pesar de contar con tan amplia historia a sus espaldas, si hay algo por lo que se conozca a este pueblo extremeño es sin duda por ser la cuna de Hernán Cortés. El conocido hidalgo de Medellín fue protagonista de una de las hazañas más impresionantes de la Historia al conseguir, con un puñado de hombres, conquistar el poderoso imperio mexica en 1521.

Al analizar protagonistas históricos, por asombrosos que sean, no debe caerse en la exaltación, a veces tan errónea como la estulta habilidad de algunos para juzgar la historia con los ojos del presente y así justificar sus fantasiosos desvaríos o sus complejos. Sin embargo, es imposible no caer en la más absoluta admiración por algunos personajes que rubricaron sus nombres con letras de oro en las páginas de la historia.

La realidad supera con frecuencia a la ficción, y la colosal aventura de Cortés es tal vez el mejor ejemplo de ello. De su Conquista se ha dicho varias veces que, para nuestros ojos, es “increíble hasta para novela”. Bien lo plasmaba su famoso soldado y cronista Bernal Díaz del Castillo en su conocida “Historia Verdadera de la Conquista de la Nueva España“, obra considerada sin duda como la fuente más fiable de aquellos hechos: “Muchas veces, ahora que soy viejo, me paro a considerar las cosas heroicas que en aquel tiempo pasamos que me parece que las veo presentes […] porque ¿qué hombres ha habido en el mundo que osasen entrar cuatrocientos soldados, y aun no llegábamos a ellos, en una fuerte ciudad como es México, que es mayor que Venecia, estando apartados de nuestra Castilla más de mil quinientas leguas, y prender a tan gran señor y hacer justicia de sus capitanes delante de él?”.

La gesta de Cortés, vista con los ojos del presente, escapa a toda mesura. Es difícil de asimilar, por mucho que se lean relatos de la época y se conozcan bien las culturas que se enfrentaron. En estos tiempos, semejante demostración de valor, arrojo, tenacidad y heroísmo no concuerdan con nuestros estériles principios. La Conquista de México está considerada objetivamente como la mayor hazaña de la historia, dada la inconmensurable desproporción de fuerzas, la hostilidad del entorno y los logros conseguidos.


Sobrecoge pensar qué debieron sentir aquellos castellanos, la mayoría provenientes de pequeños pueblos como Medellín, al entrar en la gran Tenochtitlán a través de una de sus calzadas. “… que aquello parecía a las cosas de encantamiento que cuentan en el libro de Amadís, por las grandes torre y cúes y edificios que tenían dentro en el agua y todos de calicanto y aun algunos de nuestros soldados decían que si aquello que veían si era entre sueños, y no es de maravillar que yo escriba aquí de esta forma porque hay mucho que ponderar en ello que no se como lo cuente: ver cosas nunca oídas, ni aun soñadas como veíamos“, escribía Bernal.

Mas, allende todas las maravillas que contemplaran, ¿qué debieron pensar al conocer la gran plaza del mercado de Tlatelolco, grande como dos veces la de Salamanca? Sin duda, no sentirían lo mismo que al penetrar en el gran Centro Ceremonial de Tenochtitlán, rodeados del permanente olor a osario y muerte entre los templos tintos en sangre, teniendo a la vista de los tzompantli, monumentos con decenas de miles de calaveras ensartadas.

A pesar de la habilidad de Cortés como estratega, el inevitable complot, probablemente auspiciado por Moctezuma, estalló. Los españoles, una vez rodeados y aislados, tuvieron el coraje de atravesar la ciudad llena de enemigos para subir luchando hasta la cúspide del Templo Mayor y derribar a los ídolos aztecas, los terribles Tezcatlipoca y Huitzilopochtli, antes de abandonar la ciudad en la conocida como Noche Triste. En esa catástrofe murieron dos de cada tres españoles e indios aliados y perdieron toda la pólvora. Miguel Martín escribió “Poco a poco fuimos cobrando conciencia del espantoso desastre que se había fraguado en la calzada. Lentamente fueron callando trompetillazos y gritas. No osábamos mirarnos unos a otros […]. Se habían perdido, en junto, dos de cada tres soldados y capitanes.”

Huyendo de la gran Tenochtitlán y perseguidos por los ejércitos aztecas, Cortés plantó la bandera en el llano de Otumba para hacer frente al enemigo. Apenas sin pólvora ni ballestas, sin comida, todos heridos, agotados y tristes. Arengó a sus hombres, que llenos de júbilo ante la valentía de su líder estallaron en aclamaciones y no le dejaron terminar el discurso.

Otumba es probablemente la batalla más desequilibrada y heroica de la historia. Las diversas fuentes nunca coinciden exactamente en los efectivos durante el choque pero siempre oscilan en los mismos términos: apenas cuatrocientos españoles y unos pocos tlaxcaltecas aliados frente a de treinta a cuarenta mil aztecas, entre los que se encontraba la crema de sus órdenes militares, los caballeros águila y jaguar, y los tototecti, vestidos con pieles humanas.

Aquella victoria imposible no fue únicamente mérito de los infantes que resistieron la marea enemiga a pie firme completamente rodeados, sino que se debió a la que sin duda fue la carga de caballería más desesperada y rabiosa que han visto los tiempos: Cortés, junto con los capitanes Alvarado, Olid, Ávila y Sandoval y el soldado Juan de Salamanca se lanzaron al galope apelando “¡Santiago!” contra el mar de enemigos consiguiendo abrirse camino hasta alcanzar al tenebroso Cihuacoatl, líder del ejército mexica, el cual fue derribado de sus andas por Cortés y muerto en combate singular por Salamanca, que desmontó. Éste soldado, hasta entonces anónimo, tomó el estandarte del jefe azteca caído lanzándoselo al hidalgo de Medellín, que lo enarboló desde su caballo gritando victoria. La ingente masa de enemigos huyó, disipándose como la niebla al verse descabezados, derrotados por sólo seis jinetes.

¿Cómo hacer creíble hoy en día que tan pocos hicieran frente a tantos? ¿Cómo comprender en nuestros tiempos semejante derroche de valor, resistencia y coraje? ¿Cómo creer que una carga de caballería de seis jinetes pudiera desbaratar a cuarenta mil enemigos? Ni siquiera una película de última generación adornada con la más épica banda sonora podría transmitir del todo lo que lograron aquellos hombres. Hay hazañas que de tan soberbias parece increíbles. Increíble hasta para novela, dicen algunos autores sobre la Conquista de México. Sin duda tienen razón.


Los españoles, tras el desastre de la Noche Triste y la victoria imposible en Otumba, tuvieron fuerzas para regresar a Tenochtitlán y tomar la ciudad. John Wilkes escribió que “Dice mucho a favor de la capacidad de resistencia de los hombres que lucharon en México el que pudieran aguantar la guerra, la enfermedad, las difíciles marchas y la escasez de alimentos de la vida cotidiana, y que luego fueran todavía capaces, tras todos estos sufrimientos, de contraatacar”.

Tenochtitlán cayó tras un largo asedio, y junto a ella el régimen de terror sobre el que se construía la sociedad azteca. La ciudad fue rebautizada como México y reconstruida según los cánones europeos. Terminaron los sacrificios masivos y el canibalismo. Comenzó el mestizaje y arrancó una nueva sociedad que supo aprovechar lo mejor de ambos mundos. Se crearon hospitales, iglesias y escuelas por doquier, seguidos de una catedral y la primera universidad de América. Los religiosos españoles y la administración, así como muchos de los protagonistas de la gesta, se desvivieron, como en todo el Imperio, por frenar abusos y conservar en la medida de lo posible las tradiciones, historia y cultura indígenas.

Gracias a aquellos esfuerzos, que no se enseñan hoy en las escuelas, la cultura de Hispanoamérica no tiene nada que ver con la América nativa que arrasaron los anglos. La hispana es una América mestiza. España, entonces adelantadísima a su tiempo, llevó lo mejor de sí misma y conservó lo autóctono de forma muy avanzada y humanitaria para lo que habría sido lo normal en el siglo XVI. Alfredo Alvar señala que “El español del siglo XVI busca la conquista intelectual también, y la transmisión de sus valores al conquistado. Probablemente esto sea mucho más digno que aniquilar y exterminar al conquistado, como fue el modelo angloamericano en lo que ahora son los Estados Unidos”. Puede decirse que España no conquistó América, sino que la españolizó. Fue en América la precursora, llevando a Ultramar su herencia grecorromana.

Tras coronarse como uno de los mayores héroes de la Historia, Cortés fue un hombre ante el que todos se descubrían en señal de admiración y respeto. Nunca le faltaron honores ni reconocimiento en toda Europa. Sin embargo, murió amargado, reducido a un papel protocolario por la Corona, decidida a recortar su poder e influencia. España siempre ha pagado muy mal a sus muertos y a sus héroes, y los Conquistadores no fueron una excepción.

Los restos de Cortés descansan hoy en Ciudad de México, muy cerca del lugar donde se encontró por primera vez con Moctezuma. México, ciudad y país que en un incomprensible alarde de inmadurez e ingratitud, no tiene calles, avenidas ni estatuas dedicadas al que fue su inventor, el padre de su patria. Las mentiras e infamias de la Leyenda Negra, o la simpleza de victimistas y absurdas mitologías nacionalistas, siempre perseguirán injustamente a aquellos héroes como un rencor inmerecido, inculto y miserable.

"...quería parecerse a Alejandro macedonio..."

Afortunadamente y también hoy en día, en los más diversos foros de debate histórico se suele plantear la pregunta de cuál fue el más grande estratega de la historia. A Cortés se le suele contemplar en los primeros puestos, cerca de Napoleón, Escipión y Aníbal, aunque siempre por debajo de Alejandro y César, los dos héroes de la Antigüedad cuya historia el extremeño conocía muy bien. Sus hombres decían que “...quería parecerse a Alejandro macedonio, beneficiando a los vencidos antes que a nosotros”.

Sin embargo, tal vez la pregunta adecuada no sea si Cortés merece un puesto junto al macedonio y el romano. Al igual que César, Cortés venció a un enemigo mil veces superior en número, pero a diferencia de César, sin la necesidad de exterminarlo. Al igual que Alejandro, Cortés buscó y favoreció la integración y el mestizaje entre conquistadores y conquistados, pero a diferencia de Alejandro, lo consiguió.

Cortés fue un hombre su tiempo, con sus defectos y sus virtudes: uno de los protagonistas más excepcionales de aquella inigualable estirpe de españoles de la América del Siglo de Oro. Tal vez no sea justo discutir si Cortés merece un puesto junto a los grandes héroes de la Antigüedad: tal vez lo justo sea darse cuenta que de un pequeño pueblo de Extremadura surgió un soñador, un inquieto aventurero que en apenas dos años y con un puñado de leales, fulgurante, logró superarles. Hernán Cortés, el hidalgo de Medellín.