sábado, 29 de agosto de 2015

Habitantes de la Última Frontera

Resulta extraño estar acostumbrado a ver amaneceres y despertar en un lugar, en una época, donde no existen. Lo llaman sol de medianoche, y sólo se ve en los círculos polares: durante su descenso, el sol se frena cerca del horizonte para prolongar un dulce atardecer. Queda anclado sobre los mares árticos y las afiladas montañas nevadas para terminar por ocultarse a regañadientes apenas durante un par de horas. Los ritmos biológicos parecen no cambiar. No puede el viajero hablar del sol radiante que tiñe de dorado el amanecer, de pájaros que se desperezan y cantan saludando al día, de flores que se abren despacio o del rocío que gotea por las acículas de las píceas y los tsugas. Pero no importa. Al par de días de vivir en Alaska uno aprecia tales fenómenos como si los hubiera observado siempre y los asume como algo propio. La fría tierra de la Última Frontera es, así, cálida en el fondo: hace que un extraño la quiera como si fuera la suya. Se siente a sí mismo como un sourdought, como un veterano de la legendaria Alaska, como un viajero de otro tiempo.

Los habitantes de Alaska

El símbolo oficial del estado de Alaska no es el oso grizzly, ni la orca, ni el águila calva: es el lagópodo(Lagopus lagopus) una humilde variedad de la perdiz nival conocida allí como willow ptarmigan. Corretea entre los delgados árboles y arbustos de la taiga, mira de reojo con su ceja carmesí al caminante que holla sus bosques, y desaparece entre la espesura. 


Decía Shalámov sobre las ardillas “Dos ardillas de color celeste, de cola y hocico negros, observan atentas lo que pasaba tras los plateados alerces. Me acerqué al árbol en cuyas ramas se sentaban los animalillos hasta casi tocarlos, sólo entonces las ardillas descubrieron mi presencia. Sus garras susurraron por la corteza del árbol, sus cuerpos azules se elevaron veloces y se agazaparon en las alturas. Los trozos de corteza dejaron de caer sobre la nieve y ví lo que examinaban las ardillas”.


Los castores pueblan todo el territorio y por doquier, ya sea en los espesos bosques de la taiga o en las extensiones desnudas e interminables de la tundra, se ven sus obras. Aparecen aquí y allá muros de troncos y cieno que forman lagunas artificiales en cuyo centro se levanta la casa piramidal del castor. Patos arlequines, ánades y cucharas, barnaclas y cisnes pueblan las aguas represadas. Hay animales que evolucionan para adaptarse a la Naturaleza, mientras que otros, como el castor, parecen querer cambiarla.





El puercoespín huía lentamente, moviendo despacio su cuerpo torpe y bamboleante, casi obeso. Es un animal extraño. Parece un cruce entre tejón, ardilla y erizo, como un raro capricho de la creación. A pesar de su apariencia indefensa es un animal merecedor de respeto, ya que es capaz de hacer frente con éxito a osos, lobos y glotones. En la taiga me topo con uno, grande como un perro, al que sorprendo trepando a un delgado olmo. Me mira con su único ojo, sabedor de su torpeza, como si se supiera acorralado y me suplicara dejarle tranquilo y con vida. Pero yo no era de esos hombres infames que aman el plomo y el acoso a los seres indefensos. Ten cuidado al bajar, le digo la marcharme.


Había mucha nieve en el Hatcher’s Pass, un paso de las Montañas de Talkeetna. Existe allí un antiguo poblado minero, en parte bien conservado y en parte ruinoso. Las temperaturas, aun en junio, bajaban de cero. Una especie de reyezuelo, pues nada más que un pariente norteño de nuestros reyezuelos podía ser, de un hermosísimo amarillo puro aguantaba estoico el viento y las bajas temperaturas de la montaña. Allí mismo escuché pasos apresurados entre la nieve. Una silueta gris corrió entre el esqueleto de los arbustos buscando brotes. Pequeñas huellas. Eran los perritos de las praderas, ardillas de tierra, de ojos negros. Chillaban como las marmotas. Estaban delgados y miraban a la nieve con un asomo de duda, como si hubieran salido demasiado pronto de su abrigo.



El alce de Alaska(Alces alces gigas) es la subespecie de anta de mayor tamaño. Cuando uno está habituado a los mamíferos europeos, como el ciervo, el corzo o el macho montés, no puede sino contener la respiración ante el tamaño sobrecogedor del alce. Son más altos que caballos, seres increíbles con el aspecto primitivo que le otorgan sus largas zancas, la joroba y el largo hocico. Tienen un matiz de animal fabuloso. Trotan ladera abajo con furia terrible, cruzan ríos tempestuosos como si de arroyos se tratara, caminan solitarios por las extensiones interminables de la tundra y la taiga.




El hombre de Alaska se parece a simple vista a los demás Homo sapiens, pero tiene algo especial. La dureza del Norte le ha hecho hospitalario y conversador, siempre dispuesto a ayudar, a ser amable con el forastero: una sincera familiaridad que en Europa sólo se encuentra en zonas rurales muy aisladas y en los viejos pastores que todavía ven en solitario el suceder de los días en el campo. Cuando se viaja, una de las cosas que uno aprende es que la vida áspera bajo condiciones duras vuelve mejores a los hombres, o mejor dicho, que hace de ellos hombres auténticos, muy alejados de los caprichosos, delicados y competitivos petimetres que crean nuestras estúpidas sociedades modernas.



Las costas árticas del Estrecho del Príncipe Guillermo, donde se ubican los antiguos asentamientos españoles de Valdez y Cordova, están salpicadas de glaciares que vierten sus infinitas y terribles lenguas de hielo en el océano. En el entorno del glaciar las temperaturas bajan decenas de grados de repente, el silencio lo inunda todo, sólo se escuchan los crujidos del monstruo helado que baja de las cumbres. Cerca de allí viven los leones marinos en numerosas colonias donde los grandes machos pelean rodeados de los cuerpos fofos de sus congéneres. Las focas descansan en los icebergs vertidos al mar por el glaciar, cuidadosas de las orcas.




El charrán ártico(Sterna paradisaea) descansa sobre la balaustrada de madera del puerto pesquero de Valdez, sin quitar la vista del agua. Alrededor los pescadores descargan halibut, bacalao y salmón rojo. El puerto está rodeado de aguzadas montañas negras parcheadas de nieve. Enseguida, el charrán despega y regresa con un diminuto boquerón colgando del pico. Ignora a las gaviotas y las águilas calvas que, confiadas, sobrevuelan barcas y pescadores.


Y el águila, el águila calva americana, el águila de cabeza blanca. ¿Qué puede decir el naturalista de semejante símbolo de la naturaleza salvaje? No suele estar bien visto el parafrasearse a uno mismo, pero qué demonios… ¿Qué descripción más pura puede haber que la que se hace, bolígrafo y cuaderno en mano, en el lugar?: “Salió de la caravana bajo la lluvia con las gotas repiqueteando sobre su chubasquero verde. No podía creer lo que veía: había al menos veinte águilas frente a él, dispersas en la playa de guijarros y arena. El mar estaba de color plomo, apenas más oscuro que el cielo. A su derecha, el Ninilchik depositaba en el mar sus aguas limpias y vio allí, en las isletas que forma el pequeño delta, otra veintena de águilas. Todas estaban quietas, posadas bajo la llovizna, estoicas, mirando hacia ninguna parte. Esperaban pacientes a que la lluvia cesara para sacudirse y poder salir a pescar. Al viajero aquellas águilas se le antojaron individualidades tranquilas, personalidades impasibles y seguras de sí mismas que veían pasar el tiempo no con la resignación o el hastío de los hombres sino con una madura conformidad y una rotunda aceptación de su ser.”




…where the northern lights
are running wild 
in the land of the midnight sun…

Way up north, way up north,
north to Alaska,
go north, the rush is on.*

“… donde la aurora boreal / corre salvaje / en la tierra del sol de medianoche… / Sigue camino hacia el norte, sigue camino hacia el norte, / al norte  hacia Alaska, / ve al norte, la fiebre continúa.”

*North to Alaska, canción de Johny Horton.