viernes, 7 de septiembre de 2012

Al gusto de Flandes


Dicen que Bruselas huele a gofre. Bastaba darse una vuelta por todas las calles comerciales que rodean la Grand Place y que suben hasta la Catedral para sumergirse en el dulce aroma de la masa, el azúcar y el chocolate. En los escaparates, los chocolateros bañaban fresas en blanca crema de cacao. Los gofres expuestos, desnudos o coronados de frutas, caramelos y helados, chorreaban sus coberturas a la vista de los transeúntes. Sin embargo, cuando llegamos a Bruselas, el centro olía a birra y a fiesta: se estaba celebrando en la hermosa plaza el Fin de Semana de la Cerveza. Bajo decenas de carpas las infinitas marcas ofrecían sus espumosas y junto a la bebida, se daba una ficha a los visitantes para que la siguiente saliera más barata. Dando ceremoniales vueltas alrededor del recinto marchaban cofradías con vistosos atavíos portando descomunales copones llenos de cervezas de todos los colores, que alzaban festejando cuando los turistas les hacían fotos. Al día siguiente se desmanteló la feria y la plaza mayor volvió a ser un amplio espacio peatonal. Tanto como a gofre, se respiraba en el aire esa consabida apatía belga traducida en el fuerte hedor a cerveza descompuesta que se agarró al suelo de la plaza durante el resto de la semana.



A la entrada de aquella feria de la cerveza se ofrecía un aperitivo sólido para acompañar el jugo de malta: caracoles marinos o escargots, desconchados y cocidos en una aguada salsa de vino. Los caracoles terrestres son algo más propio de la región de Namur, que incluso los incluye en sus enseñas, pero los caracoles marinos pueden encontrarse en casi cualquier ciudad flamenca vendiéndose para llevar en carritos ambulantes o puestos fijos. Resultaban una comida rápida muy jugosa a la vez que fibrosa, con un leve sabor especiado y salino, picante, menos elaborado que muchos de los guisos de caracoles que se encuentran en España pero tal vez más adecuado para aquellas latitudes del norte donde el hombre ganó espacio al mar. Los mejores caracoles marinos los conseguimos en Gante. Comprar unos caracoles cocidos en una olla de metal dentro de una tradicional freiduría belga que huele a manteca tenía algo de auténtico que disfrutar, algo ajeno al turismo obsesionado con el gofre.



Los centros urbanos
 
Bruselas, Gante, Brujas… todas las ciudades belgas poseen un encanto propio, fruto de su innegable historia, de los esfuerzos urbanísticos por mantener el estilo constructivo de sus centros urbanos y del saneamiento de los edificios históricos desde los años ochenta de cara a la buena imagen de las ciudades. Pero la dinámica del downtown en una urbe flamenca es hasta cierto punto desconcertante. Resulta muchas veces extraño caminar por esos barrios de casas bajas con aspecto medieval, atravesando coquetos puentes de piedra que saltan los canales y conectan calles empedradas flanqueadas por viviendas estrechísimas que culminan en frontales escalonados, mientras se observa cómo han florecido por todas partes terrazas y restaurantes de cualquier tipo permanentemente llenos de turistas, que como en todas partes, restaban carácter y tranquilidad a la ciudad.



Brujas era tal vez la ciudad flamenca que más encanto perdía: su inherente belleza se veía empañada al haberse centrado plenamente en el turismo. Allí en Brujas, Bruges, o Brugge, rechinaban especialmente las miríadas de turistas de toda nacionalidad, rodeados de restaurantes de te estafo hoy y no vengas mañana o comercios de precios dilatados en exceso. Había pocas calles sosegadas en el centro, y era complicado disfrutar de tranquilidad en los espacios religiosos, tan vendidos como cualquier otro. Los más agradables momentos en Brujas los encontramos gracias al callejo secundario al llegar temprano y al regresar a la estación al atardecer por calles tranquilas. El contraste entre la plácida y romántica imagen urbana típica de Flandes con el interminable goteo de turistas llega a ser desconcertante: uno no sabe bien cómo ubicarse.

Moules-frites

En cualquiera de las terrazas de cada ciudad y en absolutamente todos los restaurantes se ofrecía el que sin duda es el plato más típico de Bélgica: los mejillones. Son con diferencia el mejor exponente de la influencia de la cocina francesa en la gastronomía belga; la forma más habitual de servirlos son los moules frites, literalmente “mejillones con patatas fritas”. Los mejillones se preparan al vapor del vino blanco sobre un leve sofrito de apio y mantequilla, con los tubérculos fritos aparte. Los precios rondan los veinte euros por alrededor de un kilo de mejillones servidos en una atractiva cazuela con aspecto de utensilio de cocina marinera. Ni que decir tiene que las patatas fritas son en Bélgica una verdadera institución (más que los mejillones o el chocolate) y se venden por todas partes bañadas en cualquier tipo de salsa. Tal es su peso en el país que incluso han montado en Brujas un Museo de la Patata Frita. Ahí es nada.

Observaba con curiosidad cómo era habitual que los camareros sirvieran las cazuelas de mejillones tapadas en las mesas para destaparlas frente al cliente, formando así el vapor de la cocción de los moluscos un colorista champiñón blanquecino al elevarse en el aire. Se trataba de la misma colorida puesta en escena que se lleva a cabo en las zonas turísticas de Marruecos sirviendo tajines a los visitantes.



Todos los turistas probaban los mejillones. Se suele escuchar que no puede uno irse de Bélgica sin catarlos, y es cierto. Tampoco nadie dejaba escapar los gofres ni los chocolates, en especial, los turistas japoneses, que salían de las chocolaterías cargados con bolsas descomunales que deben enviar en vuelos aparte al país del Sol Naciente. Sin embargo, había un dulce que por su aspecto decimonónico y romántico resaltaba sobre los demás: los cuberdons, conocidos también como “narices de chocolate“ o “sombreros de sacerdote“, un bombón tradicional belga de fuerte color morado elaborado con goma arábiga y aromatizado con frambuesa. Hay que decir que dado el carácter tradicional de la receta, la durabilidad de los cuberdons se reduce a tres semanas. Esta limitación hace que generalmente no sea posible su exportación o distribución en grandes almacenes: así, se consumen las tres cuartas partes de la producción del dulce a nivel local, tras venderse en ferias o puestos ambulantes junto a otros postres como gofres, frangipans y tartaletas de ruibarbo.



No se conoce un país ni una cultura si no se conoce su gastronomía, y si pensamos en gastronomía belga, o flamenca, enseguida vienen a la mente dos productos: chocolate y cerveza. No hay excusa para dejar pasar ninguno de ambos alimentos. La cerveza lo inunda todo en Bélgica y, probablemente por la altitud y la latitud, entran mejor las variedades oscuras: Leffe, Chimay, Floreffe o Brugse eran marcas con buenas cervezas brunas aunque, tras probar varias, ninguna como la Trobadour Obscura, refermentada en botella y con gusto a chocolate, humo y madera. Por su parte, el chocolate belga se ofrece en cada esquina, en chocolaterías industriales o artesanales. En éstas últimas los precios son mayores si bien merecen la pena, pues en muchas de ellas se puede ver a los chocolateros elaborando los bombones directamente. 
 
En estos tiempos donde se adorna lo tradicional para hacerlo accesible al cómodo público moderno, el chocolate era algo demasiado jugoso como para dejarlo escapar de las nuevas dinámicas gastronómicas que buscan ese perfecto contraste entre sabores y texturas. Fue en la señorial ciudad de Amberes donde conocimos el nuevo rumbo de la antigua bebida de los mexicas. En una chocolatería propiedad de un famoso cocinero belga encontramos la mejor selección de sabores exóticos añadidos al chocolate. Llenamos una caja al gusto para, sentados en un banco de la populosa calle Meirbrug, probar chocolates al chile y al wasabi, bastante poco logrados, así como otros sí ricos bombones con sabor a curry y a bacon, éste último relleno directamente de una crema con trozos crujientes de la panceta ahumada. Es algo difícil de explicar, pero el maridaje, como dicen hoy los sabios del paladar, entre el suave chocolate y el intenso bacon es uno de los sabores más gratos y diferentes que pueden encontrarse.



Durante toda la semana  que pasamos en aquellas tierras, Flandes no mostró la habitual estampa oscura y lluviosa que transmiten sobre ella los libros de historia. El sol brillaba y la temperatura era agradable, con una leve humedad salina al caer la noche. Las calles del centro urbano de las ciudades belgas se despliegan alborozadas casi a cualquier hora del día. Los coloridos bares siempre están llenos. Tomando cerveza belga contemplaba los escudos Imperiales que presiden todavía los ayuntamientos o las vidrieras de las catedrales, luciendo luminosos el rojo y el amarillo de las enseñas de Castilla, Aragón, Navarra y Granada junto a las flamencas. Pensaba en cómo hace cuatrocientos años los soldados de los Tercios iban hasta Flandes, caminando desde Italia, para luchar y morir. Hoy, los españoles viajan a Bélgica en busca de oportunidades o por placer en rápidos vuelos low cost, disfrutando de los espectaculares centros históricos, de la animada vida flamenca, del chocolate y de las cervezas. Se dice que a los soldados de los legendarios Tercios españoles no les gustaba la cerveza, orín de burra, y que preferían el vino. Pero es inevitable resistirse a creer que aquellos sufridos hombres no apreciaran las bondades de las cervezas de trigo y malta, rubias, negras y tostadas, trapenses, de abadía o aromatizadas. Debían apreciarlas, sin duda. Fue en honor a aquellos hombres, en honor a su anónimo sacrificio para la historia, a su memoria, a lo que dedicamos cada trago de la buena cerveza que bebimos en Flandes.