Dicen que Bruselas huele a gofre. Bastaba darse una vuelta
por todas las calles comerciales que rodean la Grand
Place y que suben hasta la Catedral para sumergirse
en el dulce aroma de la masa, el azúcar y el chocolate. En los escaparates, los chocolateros
bañaban fresas en blanca crema de cacao. Los gofres expuestos, desnudos o coronados de
frutas, caramelos y helados, chorreaban sus coberturas a la vista de los transeúntes. Sin
embargo, cuando llegamos a Bruselas, el centro olía a birra y a fiesta: se
estaba celebrando en la hermosa plaza el Fin de Semana de la Cerveza.
Bajo decenas de carpas
las infinitas marcas ofrecían sus espumosas y junto a la bebida, se daba una ficha a los
visitantes para que la siguiente saliera más barata. Dando ceremoniales vueltas
alrededor del recinto marchaban cofradías con vistosos atavíos portando
descomunales copones llenos de cervezas de todos los colores, que alzaban
festejando cuando los turistas les hacían fotos. Al día siguiente se
desmanteló la feria y la plaza mayor volvió a ser un amplio espacio peatonal. Tanto
como a gofre, se respiraba en el aire esa consabida apatía belga traducida en
el fuerte hedor a cerveza descompuesta que se agarró al suelo de la plaza
durante el resto de la semana.
A la entrada de aquella feria de la cerveza se ofrecía un
aperitivo sólido para acompañar el jugo de malta: caracoles marinos o escargots,
desconchados y cocidos en una aguada salsa de vino. Los caracoles
terrestres son algo más propio de la región de Namur, que incluso los incluye
en sus enseñas, pero los caracoles marinos pueden encontrarse en casi cualquier ciudad flamenca
vendiéndose para llevar en carritos ambulantes o puestos fijos. Resultaban una
comida rápida muy jugosa a la vez que fibrosa, con un leve sabor especiado y
salino, picante, menos elaborado que muchos de los guisos de caracoles que se
encuentran en España pero tal vez más adecuado para aquellas latitudes del norte donde el hombre ganó espacio al mar. Los mejores caracoles marinos los conseguimos en Gante. Comprar
unos caracoles cocidos en una olla de metal dentro de una tradicional freiduría
belga que huele a manteca tenía algo de auténtico que disfrutar, algo ajeno al turismo obsesionado con el gofre.
Los centros urbanos
Bruselas, Gante, Brujas… todas las ciudades belgas poseen
un encanto propio, fruto de su innegable historia, de los esfuerzos urbanísticos
por mantener el estilo constructivo de sus centros urbanos y del saneamiento de
los edificios históricos desde los años ochenta de cara a la buena imagen de
las ciudades. Pero la dinámica del downtown en una urbe flamenca es
hasta cierto punto desconcertante. Resulta muchas veces extraño caminar por
esos barrios de casas bajas con aspecto medieval, atravesando coquetos puentes
de piedra que saltan los canales y conectan calles empedradas flanqueadas por
viviendas estrechísimas que culminan en frontales escalonados, mientras se
observa cómo han florecido por todas partes terrazas y restaurantes de cualquier
tipo permanentemente llenos de turistas, que como en todas partes, restaban carácter y tranquilidad a la ciudad.
Brujas era tal vez la ciudad flamenca
que más encanto perdía: su inherente belleza se veía empañada al haberse centrado
plenamente en el turismo. Allí en Brujas, Bruges,
o Brugge, rechinaban especialmente las
miríadas de turistas de toda nacionalidad, rodeados de restaurantes de te estafo
hoy y no vengas mañana o comercios de precios dilatados en exceso. Había pocas calles sosegadas en el centro, y era complicado disfrutar de tranquilidad en los espacios religiosos, tan vendidos como cualquier otro. Los más
agradables momentos en Brujas los encontramos gracias al callejo secundario al
llegar temprano y al regresar a la estación al atardecer por calles tranquilas.
El contraste entre la plácida y romántica imagen urbana típica de Flandes con
el interminable goteo de turistas llega a ser desconcertante: uno no sabe
bien cómo ubicarse.
Moules-frites
En cualquiera de las terrazas de cada ciudad y en absolutamente
todos los restaurantes se ofrecía el que sin duda es el plato más típico de Bélgica:
los mejillones. Son con diferencia el mejor exponente de la influencia de la
cocina francesa en la gastronomía belga; la forma más habitual de servirlos son
los moules frites, literalmente “mejillones con patatas fritas”. Los
mejillones se preparan al vapor del vino blanco sobre un leve sofrito de apio y
mantequilla, con los tubérculos fritos aparte. Los precios rondan los veinte
euros por alrededor de un kilo de mejillones servidos en una atractiva cazuela
con aspecto de utensilio de cocina marinera. Ni que decir tiene que las patatas
fritas son en Bélgica una verdadera institución (más que los mejillones o el
chocolate) y se venden por todas partes bañadas en cualquier tipo de salsa. Tal
es su peso en el país que incluso han montado en Brujas un Museo de la Patata Frita. Ahí es nada.
Observaba con curiosidad cómo era habitual que los
camareros sirvieran las cazuelas de mejillones tapadas en las mesas para
destaparlas frente al cliente, formando así el vapor de la cocción de los moluscos
un colorista champiñón blanquecino al elevarse en el aire. Se trataba de la misma colorida puesta en escena que se
lleva a cabo en las zonas turísticas de Marruecos sirviendo tajines a los
visitantes.
Todos los turistas probaban los mejillones. Se suele escuchar que no puede uno irse de Bélgica sin catarlos, y es cierto. Tampoco nadie
dejaba escapar los gofres ni los chocolates, en especial, los turistas
japoneses, que salían de las chocolaterías cargados con bolsas descomunales que
deben enviar en vuelos aparte al país del Sol Naciente. Sin embargo, había un
dulce que por su aspecto decimonónico y romántico resaltaba sobre los demás:
los cuberdons, conocidos también como “narices de chocolate“ o “sombreros de sacerdote“, un
bombón tradicional belga de fuerte color morado elaborado con goma arábiga y
aromatizado con frambuesa. Hay que decir que dado el carácter tradicional de la
receta, la durabilidad de los cuberdons se reduce a tres semanas. Esta
limitación hace que generalmente no sea posible su exportación o distribución
en grandes almacenes: así, se consumen las tres cuartas partes de la producción del
dulce a nivel local, tras venderse en ferias o puestos ambulantes junto a otros
postres como gofres, frangipans y tartaletas de ruibarbo.
No se conoce un país ni una cultura si no se conoce su
gastronomía, y si pensamos en gastronomía belga, o flamenca, enseguida vienen a
la mente dos productos: chocolate y cerveza. No hay excusa para dejar pasar
ninguno de ambos alimentos. La cerveza lo inunda todo en Bélgica y, probablemente por la altitud y la latitud, entran mejor las variedades oscuras: Leffe, Chimay, Floreffe o Brugse eran marcas con buenas cervezas brunas aunque, tras probar varias, ninguna como la Trobadour Obscura, refermentada en botella y con gusto a chocolate, humo y madera. Por su parte, el chocolate belga se ofrece
en cada esquina, en chocolaterías industriales o artesanales. En éstas últimas los
precios son mayores si bien merecen la pena, pues en muchas de ellas se puede
ver a los chocolateros elaborando los bombones directamente.
En estos tiempos
donde se adorna lo tradicional para hacerlo accesible al cómodo público moderno,
el chocolate era algo demasiado jugoso como para dejarlo escapar de las
nuevas dinámicas gastronómicas que buscan ese perfecto contraste entre sabores
y texturas. Fue en la señorial ciudad de Amberes donde conocimos el nuevo rumbo de la antigua bebida de los mexicas. En una chocolatería propiedad de
un famoso cocinero belga encontramos la mejor selección de sabores exóticos añadidos
al chocolate. Llenamos una caja al gusto para, sentados en un banco de la populosa calle
Meirbrug, probar chocolates al
chile y al wasabi, bastante poco logrados, así como otros sí ricos bombones con
sabor a curry y a bacon, éste último relleno directamente de una
crema con trozos crujientes de la panceta ahumada. Es algo difícil de explicar,
pero el maridaje, como dicen hoy los sabios del paladar, entre el suave
chocolate y el intenso bacon es uno de los sabores más gratos y
diferentes que pueden encontrarse.
Durante toda la semana que pasamos en aquellas tierras, Flandes no mostró la habitual
estampa oscura y lluviosa que transmiten sobre ella los libros de historia. El
sol brillaba y la temperatura era agradable, con una leve humedad salina al
caer la noche. Las calles del centro urbano de las ciudades belgas se despliegan alborozadas casi a cualquier hora del día. Los coloridos bares siempre están llenos. Tomando cerveza belga contemplaba los escudos Imperiales que
presiden todavía los ayuntamientos o las vidrieras de las catedrales, luciendo
luminosos el rojo y el amarillo de las enseñas de Castilla, Aragón, Navarra y
Granada junto a las flamencas. Pensaba en cómo hace cuatrocientos años los soldados de los Tercios
iban hasta Flandes, caminando desde Italia, para luchar y morir. Hoy, los españoles
viajan a Bélgica en busca de oportunidades o por placer en rápidos vuelos low
cost, disfrutando de los espectaculares centros históricos, de la animada
vida flamenca, del chocolate y de las cervezas. Se dice que a los soldados de los
legendarios Tercios españoles no les gustaba la cerveza, orín de burra,
y que preferían el vino. Pero es inevitable resistirse a creer que aquellos sufridos
hombres no apreciaran las bondades de las cervezas de trigo y malta, rubias,
negras y tostadas, trapenses, de abadía o aromatizadas. Debían apreciarlas,
sin duda. Fue en honor a aquellos hombres, en honor a su anónimo sacrificio para la
historia, a su memoria, a lo que dedicamos cada trago de la buena cerveza que bebimos en Flandes.