miércoles, 29 de abril de 2015

Los miserables

Cierto día tomaba café en la terraza de un bar de la periferia. Estaba en un barrio obrero de edificios desangelados, calles estrechas, sin apenas zonas verdes. Fruterías, música latina, ruidosas scooters. Una zona de inmigrantes de todo tiempo, de esos barrios colmena por donde la gente que no tiene calle camina con gesto desconfiado, temiendo un encuentro peliagudo a la vuelta de cualquier esquina. Apuraba el vaso mientras observaba a un magrebí desaseado, vestido con ropas amarillentas parcheadas de lamparones. Se había sentado en un banco a merendar bollos y zumo envasado que había comprado antes en una tienda china de comestibles. Cuando terminó el condumio me lo imaginé. Ahora dejará ahí tirados los envoltorios, me dije. Ensuciará un poco más la calle y ninguno le diremos nada. Total, para qué. Casi de inmediato comencé a despotricar para mis adentros. Pero tuve que tragarme mi pesimismo y mi juicio apresurado. El tipo se levantó despacio, caminó hacia unos contenedores y dejando tras de sí los de vidrio, cartón y orgánico, depositó cerrada la bolsa con sus residuos de plástico en el contenedor amarillo. Se alejó con las manos a la espalda, a paso tranquilo.

Y entonces me acordé de todos vosotros, idiotas. Me acordé de todos y cada uno de vosotros, lamentables transeúntes nativos de este desmoralizante país, que no tenéis un ápice de civismo ni el más mínimo respeto por nada. El primero que me vino a la memoria fuiste tú, arrogante, orgulloso de que en tu casa no se recicla, que te refugias en argumentos maniqueos que has escuchado a cualquier otro charlatán y que te vienen muy bien para justificar tu indolencia. Me acordé después de ti, vergonzante cochino, al que tras años de convivencia jamás he visto usar una papelera. Después me viniste tú a la cabeza, necio, que alardeas en público de que el medio ambiente te da igual, mientras te revuelcas en todos esos adocenantes mecanismos de anestesia intelectual que la sociedad pone a tu disposición. También te recordé a ti, gozoso ignorante, que dejas durante todo el día la calefacción y el aire acondicionado a todo trapo, contaminando y gastando energía sin razón, para que cuando regresas por la noche tu madriguera esté a la temperatura ideal. Porque no puedes esperar cinco minutos. Luego viniste tú, indeseable, que sin que se te caiga la cara de vergüenza dices que los animales están hechos para morir, tú que jamás habrás pensado ni agradecido que lo que tienes en el plato ha muerto para alimentarte. Recordé también al otro rufián, ese que derriba los nidos de las golondrinas, estén vacíos, con pollos o huevos, da igual, culpando a las aves de que le despiertan por la mañana antes de tiempo; seguramente las odia porque con su alegre canto le anuncian un nuevo día de su existencia mezquina. 

Os recordé a todos vosotros, indignos habitantes de nuestra pobre Tierra, chulos en vuestra mórbida ignorancia, consumidores voraces y desagradecidos, individuos ejemplares de ésta especie maldita que es el hombre. Sinvergüenzas que sabéis perfectamente lo que ocurre, pero que os lo pasáis por ahí mismo donde parece que tenéis los principios. Y os recordé uno a uno porque, pese a que no merecéis ni un solo metro del suelo que pisáis, siempre habrá alguien noble, a veces inesperado, que con pequeños gestos garantizará que sigáis teniendo un mundo en el que poder arrastraros un poco más de tiempo. Pero de eso nunca os daréis cuenta. Nunca lo vais a agradecer, miserables. Porque, irónicamente, sin duda todos os creéis mejores que aquel inmigrante desharrapado.