Suelo comentarlo a menudo con algunos amigos geógrafos. El
paisaje. El paisaje como representación de la génesis histórica entre hombre y
territorio. De esa larga trayectoria en la que el mundo rural ha ido moldeando
el entorno, dejando su huella en la naturaleza a golpe de hacha y arrastre de
yunta, hasta construir los paisajes naturales de nuestros días. Porque
no hay nadie que no considere los olivares, las campiñas o las llanuras
cerealistas como parte de la naturaleza, tanto como el más tupido bosque
cantábrico o la más descarnada montaña ibérica. El paso del hombre por la naturaleza ha dado lugar incluso a nuevos
ecosistemas de extraordinaria riqueza biológica: nuestras dehesas de encina y
alcornoque son el mejor ejemplo de ello. A nadie rechinan en el monte aldeas,
cercados de piedra, ruinas de majadas o taínas. Nadie tuerce el gesto ante un
pastor con sus ovejas ni ante la estela de polvo que levanta un tractor. Son la
herencia de siglos. Una génesis, repito. Encontrar todo aquello por el monte es
encontrar parte del alma del paisaje; parte, también, de su estética. No ensucian el paisaje, sino que están integrados en él. Son
trazos de historia y vida. Pero hay otras marcas del hombre por el campo que no
lo son. A algunos bichos raros nos chirrían los trazos modernos. Peor aún, los
brochazos. Literalmente hablando.
Parece ser que todo empezó allá por 1972. En España
arrancaba el controvertido ICONA y Félix Rodríguez de la Fuente maduraba la labor de
concienciación sobre la naturaleza ibérica, a la par que unos pocos
naturalistas pioneros descubrían sus maravillas ocultas. El campo era todavía
campo, ajeno a la sociedad urbana: los bosques eran bosques y las montañas,
montañas. Nada era el escenario de explotación turística en que hoy
hemos convertido al medio ambiente. Según he leído, fue en aquel 1972 cuando la Federación Española
de Montañismo recibió una misiva de la Association de Tourisme Pedestre de
París. Les contaban amablemente que en Francia llevaban treinta años
señalizando caminos de montaña para “ponerlos al alcance de todos los
excursionistas sin necesidad de un guía experto”. Esa brillante idea
incluía desperdigar por la naturaleza pasarelas, balaustradas, cuerdas, agarraderas y demás accesorios
propios del área infantil de un restaurante de comida rápida. Todo lo venido de allende los Pirineos, bueno o malo, siempre ha
tenido en España buena acogida: aplaudido como el pescozón del listo al tontaina. Se
empezó entonces a señalizar caminos hispanos con marcas blancas, y más
adelante, con los tradicionales brochazos blancos y rojos, o blancos y
amarillos. La iniciativa, en principio, tenía
cierto sentido para largos caminos como ese “GR” Valencia-Lisboa, para algunas veredas históricas y otras inevitablemente visitadas. Hasta que
empezó el frenesí. La fiebre ecoturística.
Todo aquel que salga al campo conoce esos marcajes: son
parte fundamental que abordan los gestores de cualquier espacio natural. Muchos de esos caminos artificiales han facilitado lamentablemente el acceso a parajes antes vírgenes, que de santuarios han pasado a ser guateques. En España parece que
hay más de 60.000
kilómetros de senderos señalizados(por ahora). Así que
aunque se quiera evitarlos, tarde o temprano uno se encuentra cierto camino en
el que aparecen los típicos brochazos blanquirrojos. Estridentes, burdos y de
pésimo gusto, trazados sobre los elementos más conspicuos del paisaje: ramas,
rocas prominentes, cortados e incluso construcciones históricas como puentes o
ermitas. Aparte de señalizar caminos obvios, estos ecografitis tienen la
capacidad de arrebatar todo el encanto al paraje, toda pretendida virginidad. Los que los
mantienen los llaman técnicamente, con toda la cara del mundo, “marcas de
pintura en soportes naturales”. Rollito ecológico y tal. El que suscribe ha
llegado a ver, en la verbenera y penosa señalización de caminos antiguos con
que han desvirtuado recientemente eso que llaman “Sierra Norte“ de Guadalajara,
árboles con la corteza raspada a conciencia, dejados en carne viva para
pintar mejor las marcas. Recuerdo cómo me detuve a contemplar cierto roble centenario, superviviente silencioso, que no podía hacer más que curar su herida chorreando profusamente su savia, su sangre, como un San
Sebastián.
Desconozco el método que los encargados de
pintarrajear el monte siguen para completar sus obras: ignoro si caminan decenas
de kilómetros cargados con sendos cubiletes de pintura y brochas, imagen que se
me antoja harto cómica. Seguramente lo hagan de manera más elegante. A saber. Lo único que soy capaz de preguntarme es si, mientras lo hacen, piensan
alguna vez en la mancha que dejan en el paisaje, en la cierta fealdad que pintan en la
belleza de los bosques y laderas mediante sus brochazos estridentes, que
resaltan en la naturaleza como un escupitajo, como purulento acné en la cara de
una bella joven. Pero al fin al cabo lo peor no son las pinturas. Lo peor es que junto a esas franjas suelen sembrar
también un rastro de llamativos carteles, flechas atroces y horrendas
balizas de madera. La mayoría de las veces toda esa parafernalia friki está
para marcar tontamente caminos imperdibles. Cabe cuestionarse si
no encontraron manera más antiestética de hacerlo. O para qué se hacen esas
obras innecesarias y grotescas. También es cuestionable si un excursionista guiado tiene inquietudes sobre el lugar y saca fruto de algo. Pero ojo, que el fin es ese acercamiento de las
gentes urbanas al campo. Ecoturismo, desarrollo sostenible. Dar a conocer. Mec,
tema tabú. Toca pues resignarse ante el frenesí de brocha gorda de los
poseedores de la verde verdad absoluta: los gurús de los deportes de montaña. El respeto por la integridad del paisaje es lo de menos. Total, está ahí sólo para pasarlo
bien.
Imágenes:
En este coqueto recodo fluvial de la Sierra de Pela, parece que el camino ribereño era tan difícil de seguir(río a la izquierda, cortado a la derecha) que se hacía imprescindible marcar todas las rocas prominentes. La senda carece de ramal o desvío alguno en más de 15 kilómetros.
Pese a que no se aprecie en la fotografía, esta marca de "giro a la derecha" mide más de medio metro de longitud. El caminante, de no hacer caso a la indicación, tiene dos opciones. Bien arrojarse de cabeza al río, a la derecha, o comerse la pared rocosa, si quisiera ir por la izquierda.
Puente rural rehabilitado por última vez en 1933. Sus cabeceras, o al menos su situación, datan probablemente de época celtíbera al igual que el camino. Hay quien lo consideraría historia. El pueblo al que se dirige el sendero se ve desde varios centenares de metros antes de llegar al puente. ¿Es posible peor cuidado, mancha más innecesaria, gusto más pésimo? Casi sobran las palabras.
Esta taína paramera, de piedra caliza, se encuentra milagrosamente todavía en uso. Es un testimonio vivo de una forma de vida milenaria que se está perdiendo. Tal vez la actual es la última generación de pastores y cabreros. Cabe preguntarse si al anciano pastor le hizo gracia que hicieran pintadas de colorines en una obra que, con mucho sudor y esfuerzo, levantaron sus abuelos.
Este árbol disoluto e ignorante, probablemente de derechas, parece no estar sensibilizado ni haber entendido el porqué de la señalización; trata de borrar su marca de pintura mediante el crecimiento natural de su corteza. Lo más seguro es que en dos o tres años sea necesario dejarle de nuevo en carne viva para hacer una nueva marca.
Hoy en día se pretende una naturaleza edulcorada, que nos sea fácil mediante elementos familiares. Que sea un poquito urbana. El entronque del hombre con el paisaje tal vez se haya perdido definitivamente. Pero tratar de reducir la naturaleza a un elemento de ocio es seguramente la peor humillación a que podemos someterla. Y más, si lo hacemos mediante el uso y abuso de elementos artificiales. Abajo, imagen comparativa entre un cartel indicador en los montes de Tamajón(Guadalajara) y otro en pleno centro de Barcelona. El diseño, la idea y el fin son idénticos.