Alguien escribió una vez
que, detrás de cada ideal de liberación, se esconde la ambición de los líderes y el encuadramiento de las gentes. Una mirada atrás en el tiempo siempre nos
demuestra que esa frase es una verdad indiscutible que cobra fuerza en estos tiempos, tiempos que navegamos desvertebrados sin
tierra alguna a la vista. Tal vez no exista hoy día en el mundo occidental, o aún en todo el
globo, un país más desorientado y balcanizado que España. Arrastramos con
esfuerzo una estructura geohistórica vendida a caciques regionales apoltronados
en el poder gracias a exprimir los sentimientos más primarios de sus pueblos. Se ha renunciado a la unidad y a la hermandad en pro de los desvaríos de las minorías. Hay
quien se escandaliza por haber visto recientemente en televisión eventos deportivos
secuestrados por actos políticos que ensalzan una terrible uniformidad de
pensamiento, algo que no se veía en Europa desde los Juegos Olímpicos de Berlín
de 1936. Pero ocurren cosas aún más estomacantes: el que suscribe ha podido ver en
persona desfiles nocturnos con banderas y niños portando antorchas al mejor
estilo de las ideologías de los años treinta. Steven Pinker define la raíz orwelliana de la locura nacionalista: “La idea
de que un grupo étnico y la tierra de la que es originario forman un todo orgánico
con cualidades morales únicas, y que su grandeza y esplendor valen más que la
vida y la felicidad de sus miembros individuales”. Desde hace tres décadas,
ciertas regiones españolas están ahogadas en una horrenda “Revolución Cultural”
similar a la impuesta por China en el Tíbet o por Mobutu en el Congo. Vivimos
en un país raptado por dogmas abstractos y ridículos que no se sostienen por ninguna
parte, un país desafiado por las monstruosas ideas de
pueblos elegidos y su tierra sagrada: una oscuridad que de forma inexplicable ha
ganado la batalla de la dialéctica a nuestra democracia débil, a nuestra injusta geografía asimétrica. La siempre áspera España, el país más viejo de Europa, camina
renqueante mientras las hienas no dejan de morderle los tobillos y los buitres
esperan pacientes su parte de la carroña. Camina hacia un nuevo Noventa y Ocho.
Somos un barco sin rumbo que navega perdido en la marea de la insensatez.