sábado, 1 de abril de 2017

Pelodytes punctatus

Caía el atardecer en el profundo barranco. Al salir de él, el lecho seco y pedregoso del arroyo trepaba en pendiente tendida hacia los páramos. Caminaba por amplias superficies de calizas ora pulidas trabajosamente por siglos de aguas intermitentes, ora quebradas por la crioclastia de esa tierra de extremos. El sol de primavera había pegado fuerte durante el día y al fresco dulzor del atardecer se unía el aroma embriagador de las sabinas, los tomillos y los cantuesos. Hacía el camino de regreso por el mismo camino que muchas otras veces. ¿Cuántas veces habría viajado ya hasta aquel valle? Veinte, quizá. A pesar de que cada día de campo esconde un descubrimiento o una enseñanza nueva, cuando conoces a la perfección un territorio pequeño piensas que no te puedes llevar más sorpresas que el avistamiento fugaz de un gato montés o una jineta. Sin embargo, la naturaleza siempre guarda sus pequeñas joyas y parece dosificarlas como una madre.

Pasando junto a una lámina de agua que no tardaría en secarse o filtrarse, me detuve como siempre a echar un rápido vistazo en busca de anfibios. En el charco estaba esa larga filigrana retorcida de huevos negros como caviar que frezan los sapos corredores. Los calamitas, viejos amigos, no estaban allí. Cuando iba a marcharme distinguí entre las piedras limosas del fondo de la charca la figura grácil de una pequeña ranita, de apenas cinco centímetros. Estaba perfectamente camuflada. Su presencia era como el retazo de vida que siempre queda en un desierto. La rana tenía colores extraños, que terminé por atribuir a su adaptación a la tonalidad natural parda y mostaza de la charca. Le tomé una fotografía rápida por encima del agua y continué mi camino. La noche estaba casi encima.


A los pocos metros me detuve. La coloración de aquella rana no era de ninguna manera la de una rana común, por mucha diversidad que pueda tener esta especie. Analicé la foto en la cámara y comprobé que aquello era una especie que conocía pero que no había visto nunca. Se trataba sin duda de un sapillo moteado(Pelodytes punctatus). Al regresar a la charca, vi que el animal había salido del agua y descansaba en la orilla. Se quedó quieto al verme, confiando en su magnífico camuflaje pardo y oliva.

Era la primera vez que me encontraba con el sapillo moteado. Sentí una emoción sincera, una ilusión casi infantil ante aquel avistamiento. La figura diminuta del sapito en aquel lugar inmenso, tan salvaje y áspero, me maravillaba. Experimenté un enorme respeto por aquel pequeño animal. Con más ilusión que la última vez que me encontré con los lobos, le hice fotografías y le observé en silencio, sentado cerca de él. Me fascinaban sus ojos dorados de pupila vertical como la de los gatos y su espalda granulosa de color pardo y verde aceituna brillante, tan ibérico.


Dando otra vuelta cuidadosa alrededor de la charca encontré en unas ramitas sumergidas la puesta de los moteados, tan diferente de la del sapo corredor. Mientras los calamitas disponen sus huevos en largo cordel, los punctatus hacen un pequeño racimo apelotonado en la vegetación subacuática. Cerca de la puesta había otro ejemplar, algo más grande y claro que el anterior. Supuse que sería la hembra. Sentí casi una punzada de rubor al haber descubierto las intimidades de aquella pareja, valientes pioneros de la vida anfibia en aquel lugar remoto. Casi era de noche cuando dejé de observar embelesado aquellas joyas y me marché, con una amplia sonrisa y una profunda emoción. No podía imaginar mayor privilegio ni premio mejor como conclusión a una jornada en el campo.

- Los dos ejemplares de Pelodytes punctatus que presumiblemente habían frezado en la charca. Característica coloración parda y oliva, dorso verrugoso, largas extremidades posteriores y ojo dorado de pupila vertical.



- Puestas de sapillo moteado(Pelodytes punctatus), pequeños racimos adheridos a la vegetación subacuática, comparada con la de sapo corredor(Epidalea calamita), largas cintas de huevos dispuestas libremente en la charca. Fotos retocadas en contraste.



Dos nuevos anuros esperaban algo más adelante. Una pareja de sapos corredores, macho y hembra, había ocupado otra charca temporal a pocos metros de allí. La hembra se escondió entre las piedras del fondo pero el macho permaneció semisumergido, únicamente los ojos y la nariz por encima del agua a modo de humilde cocodrilo. Ambos ejemplares confiaban totalmente en su camuflaje natural. Me agaché en aquella nueva charca y a través de los junquillos vi cómo brillaban los ojos color verde brillante del macho de sapo corredor, como dos globos luminosos, el fascinante resplandor que parecía salir del interior de ellos. Pocos ojos hay en la naturaleza que sean tan arrebatadores como los del sapo corredor; pero aquella tarde yo sólo podía pensar en los moteados.