sábado, 2 de noviembre de 2019

Regreso a la Montaña Palentina

Todos tenemos espacios o comarcas a las que queremos con un cariño especial. Más allá de su propio interés o belleza, entra en juego la propia percepción personal, aquello de la topofilia o amor por esos sitios. Personalmente, tengo reservado a la Montaña Palentina o Macizo de Fuentes Carrionas un pequeño lugar en el corazón. Fue una de las primeras zonas a las que me dirigí cuando pude empezar a hacer escapadas naturalistas por España, y me trae tanto el recuerdo de la aventura en solitario como el deseo de repetir el viaje siempre que puedo. En estas montañas vi mi primer lobo, tuve después con ellos encuentros cercanos y seguí por primera vez huellas de osos. En la Montaña Palentina vi también muchos rebecos, impresionantes rebaños de ciervos y tritones alpinos. He pasado muchas noches solitarias en chozos y refugios, frente a un cálido fuego de haya, roble y escoba. Me he perdido por enormes hayedos cuya belleza supera toda descripción y cuya alfombra dorada de hojas caídas me llegaba por las rodillas. He encontrado tejedas escondidas en valles oscuros y he subido a sus tremendas cumbres desnudas, parecidas a lejanas montañas asiáticas, en soleados días del otoño cantábrico.

Después de tres largos años sin encontrar el momento -o por tener otras prioridades- de escaparme de nuevo a la Montaña Palentina, al fin pude sacar un par de días para pasar en sus campos. Las jornadas fueron templadas y agradables. Me alojé en la Posada Fuentes Carrionas de Camasobres, un agradable hotel de montaña en la carretera de Potes, en el que podía quedarme con mi perro. Después de acomodarme conduje hasta el cercano mirador de Piedrasluengas, colgado sobre un enorme hayedo rojo. Al fondo, los Picos de Europa cerraban el horizonte como una gran muralla azul. Cené ligero. Al día siguiente tocaba madrugar.

Pasamos el primer día por montaña, en un recorrido por cuerdas y faldas con amplias vistas. Los hayedos que se extendían abajo, hacia los valles y los pueblos, estaban en su punto álgido. El camino que seguimos cruzaba algunos límites altitudinales de hayas, donde éstas aparecían muy mezcladas con mostajos (Sorbus aria), serbales (Surbus aucuparia) y olmos de montaña (Ulmus glabra). Encontré algunos maíllos (Malus sylvestris) que habían dejado el suelo sembrado de de manzanas, algo ácidas pero que se dejaban comer. Supongo que son del gusto de los osos, pero en el entorno de estos manzanos silvestres no encontré ninguna huella.






Ha sido uno de los viajes a la Montaña Palentina en que menos animales he podido ver. Apenas me encontré ciervos, no atisbé rebecos ni jabalíes, y los únicos depredadores que se dejaron ver fueron un par de zorros, ratoneros y el águila real. Un atardecer levanté un par de bandos de perdices pardillas, cuyo despegue es menos explosivo y más discreto que el de la perdiz roja. Por las noches, cuando sacaba al perro por la carretera de Camasobres antes de dormir, rescaté un par de ranas patilargas (Rana iberica) del asfalto y me lamenté por cuatro o cinco jóvenes Natrix astreptophora atropelladas en unos pocos metros. Cuando caía la tarde me acercaba a los regatos en busca de salamandras pero, como siempre me ha ocurrido con este animal, parecían rehuirme. 




El segundo día dejé la montaña y decidí pasar un día más tranquilo en los bosques. Escogí para ello el primer monte que visité cuando vine por primera vez a la Montaña Palentina hace varios años, al norte del Macizo. Salí de un pequeño pueblo y en poco más de media hora subía por un fantástico bosque mixto caducifolio (Fagus sylvatica, Quercus petraea, Betula pubescens, Sorbus spp., etc) a través de un carril sembrado de huellas y excrementos de lobo, llenos de pelo y huesos, con una densidad propia de manada reproductora y con un buen tamaño de grupo. Después de años dedicado al lobo y conociendo de antemano aquel monte, con el dedo sobre el mapa casi podía interpretar lo que hacían. Esos lobos no podrían haber escogido mejor lugar para asentarse, pues parece que en la zona no se puede cazar por la presencia del oso pardo. Pensando tanto en los lobos como en el tremendo silencio y belleza de aquel bosque, remontamos el solitario camino.




Uno de los ramales del sendero terminaba en una agradable cabaña, limpia, ordenada y bien mantenida, con su chimenea e incluso algo de menaje, eso sí, comido de porquería. Había estado en ella siete años atrás y me la encontré igual, como si allí no hubiera pasado el tiempo, como si algún poder mantuviera sin mácula aquel pequeño y privilegiado rincón del mundo. Alta en el monte, la caseta miraba hacia las alturas calizas al este de Fuentes Carrionas. Era mediodía, la jornada anterior habíamos tenido caminata de sobra y decidí terminar ahí el recorrido. Me apetecía, sencillamente, tumbarme al sol y leer. Descansaríamos sin prisas y, cuando me aburriera de la paz de aquel lugar, simplemente volveríamos a coger el camino y descenderíamos hasta el pueblo. 

Mi podenco mestizo agradeció el gesto pues, a pesar de su juventud, es un tipo tranquilo al que le encanta dormir y descansar tumbado al sol casi tanto como salir a andar. Preparé el almuerzo -pasta boloñesa con atún- en el interior del refugio y comí fuera, tumbado en el césped natural con la espalda apoyada en uno de los bancos, unos simples maderos tendidos en estado de pudrición, aunque secos. Las nubes corrían rápidas: cuando tapaban el sol tenía frío, y cuando se despejaba tenía calor. El silencio era misterioso, únicamente roto por la alharaca de las hojas cuando soplaba el viento. Después de la comida me hice un té y leí tranquilo Kursk 1943, La batalla decisiva, mientras el perro miraba curioso un par de lagartijas roqueras que se soleaban junto a nosotros. Es capaz de pasar horas quieto como una estatua mirando algo que se haya movido.



A media tarde, sin prisas y con total tranquilidad, retomé los caminos y volvimos hacia el pueblo punto de partida, haciendo un recorrido circular por aquel bosque de cuento que, pese a no ocupar más de mil setecientas hectáreas, me dio la impresión de que es uno de esos parajes que te puede llevar toda una vida llegar a conocer. La última noche nos alojamos en el Parador de Cervera como merecido descanso, pues pese al largo reposo en aquel refugio nos habíamos hecho casi cuarenta kilómetros de cuestas y montaña en aquellos dos placenteros y ya cortos días. Muchos pasos dados entre hayas y robles, entre faldas y picos calizos y sobre pueblos minúsculos, ahora confín de Castilla, que olían a humo de leña. Aquel regreso a la Montaña Palentina había colmado, como esperaba, todas mis expectativas demostrándome, como siempre hace la Naturaleza, lo bella que es la vida. Regalándome desinteresada una pequeña parte de la enorme cantidad de tesoros que todavía nos quedan.