martes, 21 de junio de 2016

El último viaje de "El Desconocido"

Puedes considerarte orgullosamente como "lector" cuando tienes que lidiar con cierta frecuencia con ellos. Con esas personas que cuando te ven comprando libros, o leyéndolos, o llevándolos de un lado para otro, despliegan esa media sonrisa de condescendencia, como quien mira a un niño con sus tonterías, y dejan caer la típicas frases de todo enterado que se precie: qué manera de tirar el dinero, cómprate un ebook, o en mi ebook te caben un montón y no pesa. Tiempo ha que me limito a asentir y mutis. Ya no trato de explicarles nada. No puedes hacerles ver el valor intrínseco que tiene un libro. El placer de oler el papel, de sopesar el objeto, sus formas, la edición, el llevarlo en la mochila o en un bolsillo interior del abrigo. Ese libro sobado y amarillo que compraste de décima mano por una miseria en una maravillosa librería de viejo, y que te acompaña allá donde vas. Cada lector tiene sus lugares predilectos donde vivir su aventura de papel; a mí, por ejemplo, me encanta leer en el monte. He leído libros alumbrado con una vela durmiendo en una cueva en medio de la nada, he leído a la luz de hogueras en chozas de pastores, he leído escuchando el aullido de los lobos y he leído en la tundra bajo el sol de medianoche. No es sólo un libro: es una pieza de tu vida. El amigo, la experiencia. Es algo que jamás podrá llegar a ser un archivo en una pantalla.

Pensando en esto, hace un par de semanas llegué a Islandia a horas intempestivas. Llevaba tres libros sin empezar en la maleta, para el viaje. Además, a falta de unas pocas páginas para terminarlo, tenía El desconocido, de Carmen Kurtz, Planeta del cincuenta y seis. Pasé la primera noche en una pensión, esperando a la mañana para recoger una furgoneta de alquiler con la que explorar la isla. Y en aquella pensión  del Norte, un libro me proporcionó otra de esas experiencias maravillosas que sólo un libro te puede dar. La primera planta era una sala de estar, con cocina, mesas, sofás y una estantería llena de libros. Después de desayunar tostadas con mermelada de ruibarbo y un pedazo de uno de esos amarillos quesos nórdicos, eché un vistazo a los libros mientras tomaba el café. Había tomos de geografía y fotografía de Islandia y también novelas en varios idiomas. Bajé a la habitación y terminé El desconocido. En lugar de guardarlo en la maleta lo sopesé en las manos. Era una edición de principios de los setenta, con las hojas pajizas, las solapas debiluchas de cartón y una bonita portada con el rostro de un hombre en escayola. Aquí te vas a quedar, le dije. Me pareció algo hermoso dejarlo allá, en una pensión de Islandia, esperando. Pensé que aquello era tan noble para con el libro como oler su papel de hojas otoñales. Un acto poético, un destino justo. Una travesura de lector veterano. Y lo hice casi con la ilusión de un niño. Volví a la sala de estar y lo dejé en la estantería. Allí quedó aguardando a que otro viajero hispanohablante le de algún día una nueva vida. Como esconder un tesoro. Un hechizo que el chico del ebook no podrá vivir nunca.