miércoles, 9 de mayo de 2012

Una tarde por la Alcarria


Había pasado varias veces por Auñón viajando al Tajo, siempre al amanecer o ya de noche, y nunca me había dado por parar en él. Parecía un pueblo más de tantos que hay desperdigados junto a las carreteras de la Alcarria, todos parecidos pero ninguno igual. Una tarde decidí ir hasta allí solo por conocerlo. El día avanzaba caluroso y cenizo, chispeaba de vez en cuando entre las nubes y claros. Aparqué en la parte alta de Auñón. Enfrente había dos ancianos que charlaban junto a la fuente.

Es un pueblo de los que dan buenas vibraciones: las pocas gentes del lugar te saludan y preguntan qué te parece su hogar. Deben estar orgullosos de su pueblecito, con su trazado medieval, sus edificios del siglo XVI y sus vistas colgantes sobre verdísimas y tupidas vegas tan propias de la Alcarria. Hay casas blancas y estucadas, alguna muy norcastellana con voladizos y listones de madera. Abundan las fachadas con portales adovelados y los enrejados de forja. Se siente la historia al pasear por sus calles alargadas. Muchas de las casonas lucían escudos nobiliarios, que como dice José Ramón de Urioste, están repletos de hazañas.  En uno de los arcos conservados como entrada a una vivienda estaba inscrito un vítor junto a la fecha 1730, un vítor de esos que pintaban los estudiantes que superaban sus estudios en Salamanca.




Y es que tuvo Auñón sus gentes ilustres en toda lid, empezando por aquel pastor que en tiempos de Alfonso VI y la Reconquista encontró una imagen de la Virgen en un madroño. En el lugar y ante la sucesión de milagros nació la ermita del Madroñal, a cinco kilómetros del pueblo por pista asfaltada. Un paraje encantador sobre el pantano, al que se mira entre fuentes y jardines; pese a la belleza del entorno, algún gañán tuvo en su día la idea de construir barbacoas para gañanes, siempre prestas para la catástrofe. Unas chuletas en un día de viento y adiós a los bosques de Entrepeñas. Aun así es difícil imaginar mejor lugar para sentarse a leer, cualquier tarde entre semana, que aquella ermita sobre las aguas azules, bajo la mirada cristina pintada en el frontón de la fachada.



Fui hasta Sacedón a comer un menú del día y regresé a Auñón para buscar su puente y su antigua estación. El recio y precioso puente románico, que por la comarca llaman romano, ha sido constante escenario de batallas en las guerras de Sucesión e Independencia por haber significado durante siglos el único puente en muchos kilómetros de río. Ahora el puente, tan bello y entero, solo ve pasar bajo él un río Tajo color esmeralda. Un Tajo demasiado tranquilo, enclaustrado entre las presas de Entrepeñas y Bolarque. Antes de llegar al arco calizo que salta las aguas, se pasa por las ruinas de la vieja estación que conectaba estos alcarreños lugares lejanos con Arganda y el comercio capitalino. La inversión murió hace décadas. La estación no es ya más que una escombrera pintarrajeada por ignorantes gamberros.



Dejando Auñón continué por carreteras desiertas hasta Anguix. Se atravesaban verdísimas dehesas de encina y quejigo que me recordaban a mi Sierra Morena. A lo lejos entre los bosques se distinguían los restos del espectacular castillo de Anguix sobre una peña piramidal, más parecido a una imagen de literatura fantástica que a nuestra historia de moros y cristianos. Pero todos los desvíos de la carretera a Anguix estaban cortados por vallas de las que colgaban carteles que decían Finca videovigilada y con detectores de presencia humana. En Sayatón una mujer mayor me explicó que todo aquello lo compró no hace demasiado un adinerado y ahora es una finca particular. De ver el castillo entonces nada, dije. No hijo, respondió. Pero puedes ir a ver el de Zorita de los Canes.

Como deferencia le dije que antes daría un paseo para conocer su pueblo, Sayatón. Olía a guiso y a yeso. No había mucho que ver. En una de las paredes de la iglesia existe una gigantesca cruz negra con los nombres inscritos de los muertos nacionales que tuvo el pueblo durante la Guerra. Digo nombres inscritos solo porque se intuyen, ya que alguien los ha borrado todos a base de biliosos raspones. La historia de siempre: buenos y malos, nuestros muertos de primera y de segunda, nuestras heridas cerradas que se abren hoy con alma de miseria. Con un gesto de incomprensión recordé enseguida los sabios versos de Machado: Españolito que vienes al mundo, te guarde Dios. Una de las dos Españas ha de helarte el corazón. A mí me lo hiela la España actual que no respeta nada, ni siquiera a sí misma. Supongo que aparte de los paisajes y los pueblos, ésta es la fuerza poética de la Alcarria: la historia pasada que se siente al recorrerla no hace sino traer versos a la mente.

Llegué a Zorita. Dos ancianas limpiaban el interior de la preciosa iglesia. Arriba estaba la antigua alcazaba, levantada por los árabes con piedras traídas desde la arrasada ciudad visigoda de Recópolis. Tras la era sarracena fue fortaleza cristiana, siempre remodelada y adaptada a los tiempos. Junto a los arcos de herradura musulmanes y los ojivales cristianos se ven las albarranas y barbacanas levantadas para la guerra renacentista. Aquí cualquier piedra rezuma historias de guerreros y batallas, de caballeros, damas y puentes levadizos, pero de la antigua complicada estructura castellana solo quedan ruinas ya condenadas a desparramarse sin remedio. Seguramente Machado también tenga sus versos para la decadencia de la historia y el desdén por los ancestros, pero no los recuerdo. Cela también viajó por la Alcarria, y tan sencillo y directo, se limitó a decir que El castillo debió ser una verdadera fortaleza. Ahora los arcos y las bóvedas aparecen desplomados y amenazan con venirse al suelo de un día para otro.



Antes de volver a casa, saqué algunas viandas del maletero para merendar a la orilla del Tajo, en una remansada playa de céspedes y sauces llorones que tiene Zorita. La tranquilidad era absoluta. El sol caía y el cansancio de la jornada invitaba a reflexionar viendo pasar las mansas aguas turquesa del río. Reflexionar sobre cualquier cosa, sobre lo visto y lo que queda por ver. Deambulaba por la orilla una animosa pandilla de ánades reales. El plumaje de los machos brillaba tanto como las aguas del río.
  Se disfrutaba el silencio rural, solo roto por el chapoteo de los patos y del arroyo que baja del pueblo al río. Ese Tajo domesticado guardaba algo de su alma salvaje, como toda Guadalajara, esta tierra infinita de la que es imposible no enamorarse.