domingo, 1 de enero de 2012

Ermitas y ferias de ganado

A unos once kilómetros de Guadalcanal, entre los suaves cerros de Sierra Morena, se levanta el santuario de Nuestra Señora de Guaditoca; patrona de dicho pueblo, la ermita blanquea en una antigua encrucijada de caminos que conectaba antes de las modernas comunicaciones las tierras de Extremadura y Andalucía a través de la sierra.

Según la leyenda, en 2012 se cumplen 375 años desde que la Virgen visitase por primera vez el pueblo del cual es protectora. A partir del lejano 1637 visitó Guadalcanal por diferentes motivos, generalmente demandas de la necesidad, como enfermedades y sequías.

El actual templo, tan escondido entre los montes, data de 1647, cuando fue levantado sobre una edificación anterior. Orientado de este a oeste, dispone de un sencillo pórtico que hace las veces de vestíbulo, recientemente rehabilitado con hermosos azulejos. La Iglesia presenta una sola nave siguiendo el orden grecorromano en una cúpula dividida en arcos.


Ferias de ganado y romerías

Antiguamente, en el cruce de caminos donde se asienta la ermita, se celebraba una feria de ganado donde se daban cita los ganaderos de ambas vertientes de la sierra. Era un punto estratégico clave donde la red de vías arrieras y cabañas ganaderas permitía mercadear durante tres largos días.

Ya antes de 1792, la popular feria de ganado dejó de celebrarse en la encrucijada para trasladarse al pueblo. A partir de entonces nació la costumbre de festejar, dos veces al año, una romería popular que traslada la imagen de la virgen desde la villa hasta la lejana ermita, pasando así la escultura cinco meses en el pueblo y siete en el santuario.

Lamentablemente, y pese a la siempre hermosa fe que todavía conservan las personas mayores y los fieles locales de cualquier edad, la romería ya no es lo que era. Algo obvio dada la pérdida de religiosidad y de muchos otros valores culturales que ha sufrido nuestra sociedad, inmersa ya sin remedio en el vacío global.

Hace varios años estuve en una de las romerías y, aun a mis entonces ojos de niño, me resultó poco menos que un ágape carente de toda religiosidad o atisbo cultural, donde pirámides de botellines se erigían por doquier y las aguas del arroyo Guaditoca bajaban ebrias de residuos. El cúmulo de basuras era demencial. “No te preocupes, luego vienen del ayuntamiento a limpiarlo”. Por aquel entonces ya apreciaba la naturaleza, la cual había empezado a amar conociendo las ranas, culebrillas y tortugas de aquel arroyo, y debía de mostrar un mohín de espanto ante el espectáculo, mera consecuencia de nuestra debacle cultural.

Recuerdos de historia

Al conocer la historia, acercarse a una simple ermita andaluza puede traer remembranzas de gloriosos tiempos pretéritos. No sólo porque Guadalcanal fuera la cuna de Pedro Ortega Valencia, Conquistador que en sus andanzas por el Pacífico, ese océano que fue durante dos siglos un lago español, descubriera entre otras la isla de Guadalcanal, tal vez la más famosa del archipiélago de las Salomón que ha sido muy conocida en los últimos tiempos por ser escenario de batalla de la Segunda Guerra Mundial y haber aparecido actualmente en multitud de películas, series y libros.

Ingrato como tantos otros, Guadalcanal no ha erigido estatua ni reconocimiento alguno a su ilustre navegante del XVI. No hay nada que hacer ante nuestra ilógica desmemoria ante la historia, salvo recordarla nosotros mismos: además de las aventuras descubridoras de aquel guadalcanalense, la Ermita de Guaditoca y su pretérita feria de ganado traen recuerdos de otras ferias que se celebraron muy lejos de aquí.


La presencia de esta iglesuca tan sola en medio del campo, recuerda a cómo España sembró de misiones una inmensidad de territorio en Norteamérica, en los actuales paisajes de Arizona, California, Nuevo México o Tejas. Misiones estructuradas igualmente en torno a solitarias ermitas como ésta y desde las cuales los españoles trataban de asentarse y de integrar a los indios en la cultura hispana.

En aquellos tiempos, las ferias de ganado no sólo se celebraban en las encrucijadas de la Península, sino también en las posesiones de Ultramar. Allí en el salvaje norte de América, frontera septentrional del Imperio, en torno a algunas misiones se celebraban las mismas ferias en las cuales se comerciaba con otros asentamientos y con las tribus indias mercaderías como mantas, tasajo, vino, productos del bisonte de las praderas, arreos y abalorios en lo que se denominaba comercio comanchero.

Santa Fe, Pecos, Jemez, Acoma, El Paso o Taos fueron escenario de coloridas ferias cuya tradición venía, precisamente, de las ferias que se celebraban aquí y cuya sana costumbre exportamos a aquella frontera de vida tan dura. Mucho antes de que llegaran allí aquellos Jhon Wayne y aquellos Séptimos de Caballería, que los incultos españolitos de hoy ven como pioneros, los españoles de entonces ya llevaban en aquellas tierras áridas más de doscientos años integrando, evangelizando, comerciando, defendiendo y combatiendo las más diversas tribus, desde los permeables pimas, pueblo o yumas hasta los crueles e intransigentes apaches y comanches.

El famoso ganado de los cowboys llevaba allí ya dos siglos proveniente precisamente de Andalucía y sus pueblos blancos. Esa imagen del vaquero a caballo guiando sus vacas, que los estadounidenses venden como característica propia, no es más que herencia de la tradición ganadera andaluza que hizo de aquellos desiertos su hogar. Todo ese mundo viene de aquí: las casas con soportal, los fuertes, los ranchos, el caballo mesteño, la silla de montar, el chaleco, las espuelas, las propias vacas, el sombrero de ala ancha… incluso el cigarro.


Religión y cultura

Una visita a cualquier monumento religioso de tantos que siembran España es, por tanto, un acercamiento impagable a nuestra cultura y a nuestra historia, a nuestra génesis como pueblo. En iglesias y ermitas se lee la huella de los godos, de los árabes, de la Reconquista, del Imperio o de los dos últimos insalubres siglos. Son también reconfortantes centros de paz donde siempre apetece sentarse a reposar o a los que llegarse a leer al sol apoyado en sus muros.

Desde el más profundo agnosticismo como el del que suscribe, no puede afirmarse otra cosa que no sea que nuestra religión, sus costumbres y monumentos son parte esencial de nuestra cultura y nuestra historia. Y como tales, hemos de apreciarlos. Decir lo contrario, o no entender ésto, es haberse dejado manipular.

Es ahora además inmejorable momento para acercarse a nuestro patrimonio religioso, ya que al fin no andan en el poder esos que iban por ahí arrancando crucifijos.