lunes, 16 de mayo de 2016

El aprisco del gato

Durante el invierno un amigo encontró, en una pequeña cueva caliza escondida entre pelados cortados y parameras, unos rastros extraños que no supimos identificar. Cuando fui a verla apareció una cueva vecina con una profunda oquedad secundaria frente a la cual había una gran letrina y grandes bolos de pelo gris. Todo el interior de ambas cavernas estaba lleno de huesos, tanto de pequeños mamíferos como patas de corzos, así como cantidad de marcajes de varios tamaños. No adivinamos, entonces, qué especie de predador ibérico habitaba la cueva. Pese a lo raro de los rastros y marcajes, lo más lógico eran tejones o, como siempre en caso de duda, nos inclinábamos por una familia de zorros. Llegamos incluso a elucubrar con el paso de uno de esos famosos linces viajeros que recorren la Península.

Decidí dedicar un día de mayo a hacer esperas cerca de la cueva para ver a su misterioso habitante. El despertador sonó a las cinco. Conduje hora y media, rumiando la duda: qué animal aparecería, y sobre todo, si aparecería algo. Antes de las siete me encontraba ya en la cima de una colina frente a la cueva, con un barranco de por medio. Mientras ascendía en la oscuridad, casi me quedó claro que el lugar era propiedad de un grupo familiar de zorros, pues escuché un par de ladridos de alarma, agudos y desgañitados. La cavidad era una formación natural en un resalte de piedra caliza, rodeada por las ruinas de un viejo aprisco de cabreros. A simple vista era invisible. Me senté al pie de una encina raquítica y me cubrí con una red mimética. Batía constantemente los alrededores con los prismáticos mientras el sol ascendía despacio. Su luz era débil, apagada por una película de neblina. Un gran bando de chovas piquirrojas delató mi posición, volando en círculos encima y armando un gran alboroto con sus voces roncas. Hay algo en la voz de las chovas, las cornejas y los cuervos que suena a remoto, a solitario. No debió quedar animal en aquel monte que no oyera ese escándalo. Pero nadie pareció hacer caso a sus advertencias, pues un corzo casi se tropieza conmigo y las currucas y los escribanos rondaban con naturalidad.

Pasaba el tiempo de aquel apagado amanecer. Serían las ocho y media. El sol, elevado ya, apenas calentaba todavía. Quieto, con la serenidad de un observador borracho de frío, escudriñaba el resalte de caliza, el barranco, el aprisco con la caverna y el prado sobre ellos. Y en aquel prado, dorado entonces por el amanecer, apareció caminando despacio, altanero y elegante, un espectacular gato montés. Se retiraba ya a pasar la noche en su bien escogido cubil. Sin prisas, sabedor de que nadie en el monte osa enfrentársele; bajó despacio por el roquedo, marcó olfativamente la entrada de la cueva y desapareció en su interior.



El avistamiento fue fugaz, apenas treinta segundos después de dos horas de espera. El habitual peaje de tiempo y frío de la vida en el campo. Pero no habría deseado haber hecho ninguna otra cosa aquella mañana. Más allá del humilde éxito naturalista estaba la intangible maravilla de poder observar a placer una especie tan difícil. Pocos animales son tan esquivos y desconfiados como el gato montés. Pese a que no pude distinguir si era macho o hembra, en cualquier caso aquel animal era fuerte, conservando todavía algo del denso pelaje del invierno. Había elegido bien su territorio: el ecotono entre peladas parameras y un apretado bosque de encinas, donde no faltaban roquedos y barrancos, todo rodeado de prados cultivados y pastizales. Me pareció que el gato montés aunaba el señorío de los grandes felinos con la vida furtiva de los pequeños predadores.

Al caer la tarde regresé a la cima de aquella colina. Volví a cubrirme con la red bajo la misma pequeña encina. Y de nuevo, tras dos horas de espera quieto y en silencio, apareció el gato montés. Atravesó otra vez el prado sobre la caverna y bajó con agilidad y elegancia por el barranco. Iniciaba su nocturna jornada de caza. Aquella segunda vez pude verle durante más tiempo, marcando diferentes lugares de la barranquera, buscando presas bajo las aulagas, observando su territorio con mirada serena desde una repisa. Tenía el gesto imperturbable, estoico, de un guerrero veterano, o de alguien que sabe de qué va la vida: esa mirada firme y rotunda de los grandes depredadores.