lunes, 12 de mayo de 2014

Aquella gostilna de los Alpes

Era Domingo de Ramos en Maribor, la segunda ciudad de Eslovenia. Las iglesias estaban llenas de fieles. Asistimos a algunos cultos en la calle, donde éramos los únicos turistas. Hombres mayores con elegantes sombreros y chaquetas de tweed compraban ramos de olivo. Los jóvenes preferían pasar el rato en las modernas cafeterías que había por todas las calles del centro, con una taza de kava expreso o con leche viendo pasar a los viandantes, muy a la europea. En ningún otro lugar como este tipo de ciudades pequeñas y remotas puede verse mejor el espíritu del viejo y convulso Viejo Continente. Pasamos las suaves primeras horas del día conociendo las sencillas calles de la villa y visitando el puñado de monumentos, contemplando la vida regalada de los cisnes en el ancho río Drava. Maribor es una ciudad acogedora y coqueta, provinciana y tranquila donde debe conocerse todo el mundo, el típico lugar que despierta una sincera topofilia y donde uno se siente cómodo y en paz. Me causó cierta morriña dejarla. Montamos en nuestro pequeño Fiat Panda de alquiler y dejamos atrás la Baja Estiria y Maribor, la “Ciudad de Marzo”.

Aquel día teníamos planeado atravesar todo el norte de Eslovenia por carreteras lo más secundarias posible. Queríamos conocer los pintorescos paisajes montañosos y las aldeas de la cara sur de los Alpes Julianos. Llegamos a Dravograd, siempre con el turquesa Drava a la izquierda de la carretera. A partir de allí el GPS quería llevarnos al sur, sacándonos de las pequeñas carreteras alpinas que queríamos recorrer. Teníamos que teclear el destino casi pueblo por pueblo. Al cruzar el río Mezâ las montañas comenzaron a levantarse bruscamente y a poblarse de apretados bosques de altísimos abetos. Cuando dejamos atrás el pequeño pueblo de Koprivna, donde había un oso pardo albino disecado dentro de una urna junto a una rotonda, la carretera se convirtió en una pista forestal de grava apisonada. Estrecha y sinuosa, la pista culebreaba trepando las altas montañas, tan densamente cubiertas de abetos que apenas pasaba la luz, para luego descender por la vertiente opuesta siguiendo el mismo zigzag caprichoso. Un tramo de la carretera polvorienta salvaba una montaña por Austria: vimos allí un puesto fronterizo abandonado de aspecto postapocalíptico, con edificios de color mostaza y un paso en el que ya no había ninguna barrera.


De cuando en cuando, aparecían por aquellos montes glaciares puestos de explotaciones forestales. Eran pequeños grupos de casas de tejados negros, juntas como cogollos de champiñones sobre los verdes prados y rodeadas por todas partes de las selvas de abeto. Entre las cabañas y la pista solía haber montones de troncos apilados. Paramos junto a una de las colonias para hacer algunas fotografías. Estábamos allí, contemplando la grandeza nevada de los Alpes, cuando sentimos una mirada en el cogote: vimos que desde las casetas había aparecido un pastor alsaciano, joven y peludo. Bastó un silbido para que se abalanzara para jugar; el alegre can debía agradecer la compañía en aquellas soledades. ¿Qué habrá en la mirada sincera e inocente que tienen los profundos ojos ambarinos de los perros, que hace encogerse el corazón?. Cuando partimos, miré por el retrovisor y con desazón observé cómo el animal quedaba sentado en medio de la pista polvorienta, completamente solo en aquel bosque inmenso. No podía saber si el haber jugado con él había aligerado o acentuado su soledad.

Un par de horas después, la pista terminó de rebullir por los montes para recuperar el asfalto y bajar a las cuencas. Las vistas se abrían y los grandes valles glaciares se podía contemplar en su plenitud. Comenzaron a aparecer pequeños pueblos de casas blancas con tejados de pizarra, todos con su pequeña iglesia de torre espigada. Al pasar por una aldea de nombre impronunciable vimos una gostilna, una de esas posadas o fondas que jalonan la geografía eslovena y que continúan desempeñando la misma labor, sin cambios, que han desempeñado a lo largo de los siglos. Fue allí, en medio de los Alpes, donde nos topamos con la gostilna más hermosa de todas las que vimos: a la vera de la carretera se alzaba una casa de dos plantas, estucada de blanco y con travesaños de madera oscura, tocada por un tejado negro a dos aguas. El edificio, recogido al pie de un monte boscoso, destilaba sabor alpino, montano, viajero, por los cuatro costados. Frente a la posada había un amplísimo prado verde, y más allá, brotaba abruptamente de él una montaña sobrecogedora, tal vez superior a un dos mil, cubierta de nieve y moteada de piedra gris, que parecía avanzar hacia la casa como la quilla de un barco gigantesco que cortara las aguas que eran los prados. Inexplicablemente pasamos de largo, perdiendo la oportunidad de pernoctar en ella. 

- Sabes, siempre me arrepentiré de no haber pasado la noche en aquella gostilna de los Alpes.
- Te dije que paráramos.
- Bueno. Así ya tenemos una excusa para regresar.