domingo, 7 de agosto de 2011

El poblado Lahu

Habíamos empeñado la mañana en un breve paseo en elefante y un refrescante rafting en el río Mae Taeng. Aventura moderna. Una vez secos y cambiados, cargamos las mochilas y nos arrejuntamos en un grupo de unas cuarenta personas para comenzar una jornada de moderado senderismo a través de la jungla de Tailandia, de cara a hacer noche en un poblado de la tribu Lahu, muy arriba sobre nuestra posición, en lo alto de esos montes tropicales.

Al inicio se trató de un paseo sencillo, sin complicaciones, por un intervenido ecosistema de jungla. A pesar del uso común que se da al término, existe una clara diferenciación biogeográfica entre selva y jungla. La jungla propiamente dicha no es un biotopo salvaje, sino la selva intervenida por el hombre. Es la selva, o rainforest, el verdadero ecosistema no intervenido propio de estas latitudes. Además de espacios clareados, en la jungla se observan plantaciones asilvestradas, destacando montones de plataneros que crecen donde no deben entre la vegetación autóctona propia igual que en España encontramos ailantos, cedros o abetos naturalizados en el bosque mediterráneo de encinas y robles.

La jornada de marcha discurrió en principio por un agradable camino a orillas del río, estrecho y embarrado, con pasos de rocas y bambú para saltar de un lado a otro de las aguas. Nuestra larga fila de caminantes se cruzaba con otros grupitos de turistas de la más diversa nacionalidad. Las lenguas se mezclaban. Además del español y la elástica habla autóctona, se escuchaban jadeos y maldiciones al calor en inglés o francés. Entre tanto guiri rubio y rosáceo como las gambas entendía el uso del simplón término anglo trekking para referirse a la marcha, pero no entre los miembros de nuestro propio grupo, que lo usaban en lugar de nuestro hermoso y sonoro correspondiente senderismo.


Estar rodeado de tanta gente en la Naturaleza me provocaba una profunda desazón, acostumbrado como estoy a explorarla solo. Qué diferente es caminar en grupo sin poder apenas detenerse ante las plantas desconocidas, o sin poder dejar el camino para tocar y disfrutar de un árbol centenario, a mi hábito de adentrarme sin compañía en las amplias soledades serranas de Iberia sin un alma en kilómetros a la redonda. Desde luego, no se entiende la Naturaleza igual: no se siente, ni por asomo, la misma conexión con los olores, sonidos o texturas del bosque, ni es posible amarle ni respetarle en el mismo grado. En grupo, se va como los caballos. En plan recua. Palante, arre. 

A esta desazón motivada por ir en grupo se añadía una semejante al ver que algún compañero veía la marcha solo como un empeño deportivo, aeróbico, sin alzar siquiera la vista para contemplar una naturaleza tan impresionante, ignorando directamente los comentarios sobre la majestad de tal o cual árbol o la maravilla que era la propia selva. Como quien sale a correr por la ciudad. Tal falta de aprecio y sensibilidad por el entorno me provocaba una gran tristeza.

Al cabo del par de horas, alcanzamos la primera parada donde los guías nos dieron de comer arroz thai con pollo y pepino agradablemente envuelto en hojas de plátano. Deglutimos frente a una cascada, muy hermosa, pero rodeada de gente y voces, que me recordó a las pobres prostituidas Chorreras de Despeñalagua, en Valverde, allá en mi lejano y querido Macizo de Ayllón, víctimas también de merendolas de domingueros.

Al menos los guías, locales, tenían un aspecto autóctono inspirador. De hecho el nuestro era miembro de la tribu Lahu. Cargaban con bonitas y anacrónicas mochilas verdes de tipo Alice, propias del ejército norteamericano hace ya muchos años, y atractivos largos machetes artesanales de acero al carbono.

Tras la parada y la comida apenas caída en el estómago, continuamos la marcha rodeando la cascada y ascendiendo en línea recta hacia la cúspide de la serrilla en que nos encontrábamos, no lejos de Chiang Rai. La pendiente era fuerte y el camino irregular, aunque aprovechaba las raíces de los árboles y las irregularidades del terreno para formar una sucesión de escalones en la tierra negra. Aun así el esfuerzo fue muy intenso, tanto que algunos de los integrantes del grupo sufrieron agobios y mareos por el calor y el empeño. Yo había comido dos paquetes de arroz y otros de piña y tenía la comida en la garganta. Desde el principio el grupo se disgregó y fuimos llegando por cuentagotas al poblado Lahu.


La tribu Lahu

Los Lahu conforman un grupo étnico asentado principalmente en la provincia china de Yunnan, aunque al parecer hace algo más de un siglo se dispersaron hacia el sur distribuyéndose también por montes de Tailandia, Laos y Vietnam. En su lengua tibetano-birmana, “La” significa “tigre” y “hu” define “asar carne”. Los Lahu son, por tanto, “los que asan carne de tigre”.

Los bellos poblados están construidos con bambú, palma y cañas, no están asfaltados pero sí comunicados mediante pistas forestales en buen estado, amén de sendas. Alrededor de las aldeas, además de algunos cultivos de maíz y pastizales, predomina una densa jungla y algunas manchas de selva muy bien conservada. Un paisaje bucólico, encantador.



A pesar de tan exóticos nombre y etnografía, no es un contacto con una tribu perdida y de costumbres tradicionales. Los Lahu ahora viven del turismo, y lo saben. En el poblado puedes comprar cervezas, refrescos y patatas fritas. El toque auténtico lo dan cosas como el dormir en chozas de bambú con mosquiteras, las mangueras a guisa de duchas, la placa turca como letrina y la ausencia de televisión, electricidad y otras comodidades para hacer más llevadero el sonrojante safari humano en que las autoridades tailandesas han convertido a sus tribus más auténticas.

Había escuchado que los lahu posaban pidiendo propina, aunque en ningún momento observé detalles materialistas en ellos. La verdad es que, salvo algunos niños, que se volvían locos por jugar con las cámaras de fotos e incluso las botellas de agua, la mayoría de los aldeanos nos ignoraban totalmente, sin ni siquiera mirarnos a nuestro paso. Aun así, se da una curiosa dicotomía entre las oportunidades monetarias que les ofrece el turismo y el deseo de los visitantes, que los quieren auténticos: como cuando vas a un safari y los desconsiderados animales están dormidos. Al final, estas tribus perderán su identidad. Habrá que esperar unos años para ver el legado global de las legiones de turistas uniformados de ropa Quechua que hoy en día lo invaden todo.

De cualquier manera, nuestro poblado permitía abstraerse. Era tranquilo, silencioso y no había más turistas aparte de un grupo de holandeses que no salían de su choza y un par de inglesas de buen ver que jugaban maternalmente con los niños lahu. La arquitectura era evocadora, me encantaba el suelo de tierra roja apisonada, y el anochecer en la zona alta del pueblo, rodeados de selva, niños jugando y techados de cañas, fue un buen momento para recordar. Se trataba de ese tipo de lugar donde sin duda, se puede ser feliz sin nuestras necesidades mundanas, rodeado de monte echando el día entre tareas rurales, visitas a la jungla y reposo. Eso sí, me subiría un buen cargamento de libros.





Amanecer neblinoso

Anocheció pronto, y el cansancio de la jornada llamaba al descanso. Dormimos distribuidos entre dos grandes barracones de bambú y palma, provistos de colchones duros, almohadas malolientes y mosquiteras, colgando las mochilas de las vigas de madera.

El sol salió temprano, a eso de las cinco. Entre mi jergón y el vecino apareció durmiendo un perro, y dentro de mi mosquitera, un gatito color crema que ronroneante, buscaba caricias. Llegaba algún trino del exterior. Entre las rendijas del bambú observaba que la mañana era neblinosa. Una vez fuera, dejando al felino descansar en mi cama, observé como la aldea estaba totalmente rodeada de niebla, como si flotara en una nube. Una visión fascinante, que hacía aún más intensa esa sensación de que viviendo así sería feliz. ¿Quién no querría ver amanecer de esa manera todos los días?

Tras el desayuno, de huevos revueltos y varias tostadas con mantequilla y mermelada, regado con café y té tailandés, recogimos los bártulos y dejamos el lugar. Hubiera apetecido pasar más días en el poblado y su entorno y poder dormir otra vez en la incomodidad de la gran choza, con sus mosquiteras y sus animales domésticos que en la noche cruzan la puerta buscando contacto humano. Pero el viaje programado exigía atarse los cordones y correr colina abajo.



En la marcha de ese día atravesamos algunas manchas forestales más próximas a selva que a jungla, aún más atractivas si cabe por la niebla y la humedad. Todas las plantas parecían sufrir gigantismo. El bambú era descomunal y aparecían algunos árboles del caucho blancos, gruesos y altísimos, con apariencia de cera derretida. Las alturas estaba cubiertas de lianas y la vegetación a la vera del camino se mostraba infranqueable, salvo para quien portara un buen machete de carbono como los de los guías.

En contra de lo que pudiera parecer, y salvando excepciones como el bambú, los plataneros o algunos árboles, bajando la mirada se veía que el sotobosque de la jungla no es tan diferente al que se puede encontrar en bosques húmedos de España, atlánticos o mediterráneos. De alguna manera, llegué a sentir cierta topofilia al descubrir esos arbustos sudasiáticos, que tan ibéricos me parecieron.

Sin embargo, lo que más impacta de estos lugares no son la humedad extrema ni las plantas. Son las chicharras, que aquí son insectos de gran tamaño, las cuales se comunican con un chirrido de volumen descomunal y tono ominoso que impresiona profundamente, impregnándolo todo.

No podía dejar de pasar la breve visita a la selva para cumplir un par de deseos naturalistas que tenía pendientes. Encontramos junto a la senda un par de termiteros de apenas un metro de alto. Retiré un poco de la corteza exterior, introduje el dedo y comí algunas termitas. Más adelante, encontré un platanero talado por alguna excursión anterior, y no pude resistir beber del tallo cortado el agua dulce y melosa que brota de la planta muerta. Perdido en lugares como éste sería difícil morir de hambre o sed, si se sabe qué buscar. Aun así, como me dijo uno de los guías, “this is not deep jungle”.



En este camino de descenso atravesamos otro par de poblados, a saber si pertenecientes a la etnia lahu o alguna otra. Cualquiera sabe si son indígenas o currantes caracterizados. Como en los lugares mejor conservados de la naturaleza española, muchas veces se adivina la inmediatez de una aldea por la presencia en el monte de árboles frutales. Allí suelen ser nogales, aquí otros que darán frutas exóticas como ojo de dragón.

En la calle principal(y casi la única) de estos poblados los habitantes tenían expuestos paños, pulseras y collares para vender. Como los lahu del día anterior, éstos tampoco nos miraban siquiera a la cara. Los turistas debemos ser para ellos entes borrosos e informes, sin rostro, que pasan unos pocos minutos en el pueblo, dejan algunos bahts y desaparecen para siempre. Me pregunto si estas gentes rurales serían más felices sin turismo, con menos dinero, pero sin ver su tranquilidad alterada por coloridos grupos de extranjeros.



Poco a poco, alcanzamos zonas cultivadas, rodeadas siempre de niebla y jungla. Pasaban motos pueblerinas sobre la pista embarrada, demostrando los conductores una habilidad sin igual. Los guías nos hacían silbatos de bambú. Por el camino, el denso calor y la humedad espesa, caminábamos con la ropa empapada como recién salidos de una poza, totalmente encharcados en nuestra propia transpiración. Finalmente, llegamos a los operativos todoterreno que nos estaban esperando para llevarnos a la sórdida Chiang Mai.

Atrás, muy arriba en la montaña, quedaba el poblado lahu, que sin duda estaría recibiendo a esas horas un nuevo grupo de turistas en ese entorno irreal y encantador escenario hoy de un auténtico safari humano. Lo mejor que me llevé de allí fue esa sensación de que en un lugar semejante, dedicado a la tierra, la Naturaleza y la lectura, sin electrónica ni comodidades occidentales, solo apenas libros, sería feliz.