viernes, 14 de agosto de 2015

Los cinco famélicos

Según me lo contaba se me iba agriando el humor. Me parecía injusto. “Me marcó estar en Picos tranquilamente, viendo un atardecer…” me decía “…y de repente llegan cinco de éstos famélicos corriendo. Se sientan de espaldas al paisaje, se hacen un selfie, se comen su puñadito de nueces y ale, a seguir corriendo”. Ella estaba embelesada con el momento, con el siempre inigualable, mágico, atardecer en la Naturaleza; pero la llegada de la cuadrilla de superficiales ñúes migratorios de dos patas disfrazados de lycra se lo había arruinado. “Es un gravísimo problema de educación y sensibilidades”, le dije. “Sensi… ¿qué? Eso ya no se lleva. Hay que competir, ser más que el prójimo, en lo que sea. Menuda necesidad de superación. Y más, obviar la belleza que te rodea por algo tan simple. Con todo lo que te ofrece la Naturaleza, reducirla a eso es penoso”. Tenía toda la razón del mundo. Nunca he tenido la mala suerte de toparme con gente así en el campo; es cierto que procuro evitar los desdichados lugares que frecuentan. Pero cualquiera sabe perfectamente lo que pasa con estas modas. Nos encontramos sumidos en un auténtico erial de sensibilidad, en un páramo desastroso de cultura y aprecio hacia nuestro entorno.

Cuando criticas la vulgaridad del trail running -corredores de montaña en castellano- la mayor parte de la gente te mira como si tú fueras el tonto. De vez en cuando das con personas lúcidas y sensibles que te hacen mantener la esperanza. Pero son los menos. Por lo general predicas en el desierto. Es verdad que la Naturaleza enfrenta hoy dramas mucho peores, como la caza o los incendios. Pero ni siquiera la caza llega al nivel de banalidad y de simpleza de estas actividades. La caza es pura maldad, pero ésto es mera tontería. Porque no, runners, vuestra afición no es inocua. Aunque os hayan convencido de que no, dañáis la Naturaleza. Directa o indirectamente: las carreras ensucian, alteran y trivializan los espacios, los dejan humillados, que es lo peor. Y tampoco tenéis suficiente. No os importa llevaros lo que sea por delante. Ya lo hicisteis en Somiedo corriendo por zonas críticas para el oso. Lo hacéis cuando os da la gana y por donde os sale de las narices. Cuando se os suplicó desde todas las instancias que no montarais una carrera en Omaña, porque queríais atravesar bosques que son cantadero y zona de cría del urogallo, os dio igual. Cuando se os rogó también que dejarais en paz la Tejeda del Sueve, que hasta hace nada de tiempo ni siquiera se decía dónde estaba para salvaguardarla, también os importó un bledo: teníais que pasar por ahí. No había otro sitio. Hasta el infinito se os pide que no pisoteéis tantos tesoros que han tardado milenios en formarse, como los delicados suelos de alta montaña, los lechos de los ríos alpinos o el sustrato de los bosques, pero el tema os entra por un oído y os sale por el otro. Correr es más importante. Ejemplos así de vergonzantes que os retratan a la perfección los hay a decenas. 

Lamentablemente sois un problema sin solución. Trabajo mal hecho, ciudadanos mal educados. Lo que quita la esperanza es que seguís adelante cuando sabéis que hacéis mal. Nadie capaz de participar en cosas así tiene la sensibilidad necesaria para apreciar la libertad, la soledad y la belleza del mundo de lo natural. La pérdida de tales afectos nos parece muy grave a algunos, pero otros son totalmente incapaces de comprenderlos. Para vosotros la montaña es mercancía. Una cancha, un escenario. Lleváis hasta ella nociones urbanas, pero nunca os traeréis nada bueno de vuelta. Como decía Rébuffat, “¡Todo va tan deprisa y hace tanto ruido! El hombre apresurado ignora la hierba de los caminos, su color, su olor, sus reflejos cuando el viento la acaricia”. Pero en fin. ¿Qué importa todo eso? Esperar lucidez es imposible; y esperar que la ley sea justa y prohíba vuestros atentados es una utopía. No queda sino lamentarse por la montaña, que no puede defenderse, y también por vosotros mismos. Por lo menos a mí tratar de empatizar me lleva a la lástima. Porque para acercarte a algo como las montañas y que no se te ocurra otra cosa que ponerte a correr hay que ser de mente y corazón muy pobres.