domingo, 23 de agosto de 2020

El viejo chopo que ya no está

Cerca de la entrada del complejo y del edificio de la cafetería había un álamo negro, el popular chopo, que era precioso. Tengo la suerte de trabajar en un espacio con muchas zonas verdes y grandes árboles que, aunque cada vez son menos, lo convierten en un lugar de trabajo moderno y agradable, con esa imagen verde que evoca cómo nos gustaría que fuesen las ciudades. Es cierto que los árboles lo cambian todo, pero aquel chopo tenía algo especial: el tronco era imponente, gris y veteado como la piel de un anciano, de tres o cuatro metros de diámetro. Estaba él solo en un prado con césped, y al crecer en solitario tendía a una horizontalidad globosa, como les ocurre a las hayas, satisfecho en sus seis o siete metros de altura. Era un árbol fuerte y sano, viejo, grande y perfecto, que daba una amplia sombra en su recogimiento, llenando el espacio con su sencilla presencia y con las décadas que llevaba ahí. 

Estoy escribiendo en pasado porque ese árbol ya no existe. Un buen día, no entiendo todavía para qué, talaron la copa, serrando las grandes ramas a un metro de su nacimiento del tronco principal. Convirtieron aquel álamo negro tan hermoso en una figura mutilada, horrenda, y lo mataron en vida: aquella poda debió debilitarlo tanto que, al año siguiente, de los muñones no brotaron más que unos cuantos chupones miserables, que parecían los dedos de una mano a través de unos barrotes. La imagen del chopo era tan grotesca y deprimente que, muchos días, prefería salir del complejo por otra puerta, simplemente para no tener que verlo. Poco después talaron el árbol completo a matarrasa. No me importa reconocer que se me saltaron las lágrimas; no era capaz de imaginarme nada más injusto.

El tocón de aquel viejo chopo sigue ahí, en el prado verde en el que había vivido durante tantos años. Dentro de las grietas crecen los hongos, aun en pleno agosto, como si fueran el hogar subterráneo de unos duendes. Pero el árbol quiere vivir aun después de muerto, se niega a marcharse, pues todo alrededor brotan renuevos desde su sistema radicular. Esa lucha es una cosa natural, un proceso biológico irracional, pero me da mucha lástima. Esta mañana, haciendo un descanso, he ido junto a los restos del chopo, preguntándome porqué no tenemos una ley que proteja al árbol, igual que van reforzándose poco a poco las que protegen a los animales. Porqué no se establecen unos criterios para convertir en intocables, al menos, a los grandes árboles singulares de los espacios urbanos. Porque aunque nadie protegió aquel chopo, tampoco hubiese podido hacerlo. El árbol no tenía ningún amparo. Lo más triste de su muerte es la razón: no me equivoco si digo que, un buen día, alguien mandó hacerle aquello sólo para que los jardineros no estuviesen parados.