viernes, 4 de marzo de 2016

Dos canallas a la fuerza

Hace cuatro o cinco años andaba una tarde de febrero por los montes de Mochales, un agradable pueblo de los confines de Guadalajara. Mantiene sus cincuenta habitantes y un par de bares, con mucho silencio y paz en esa antigua y guerrera tierra de frontera entre Castilla y Aragón que, incluso en nuestros días, sigue siendo tierra de nadie. Se recita una bella copla por allí que dice “Ni somos castellanos, ni somos aragoneses, vivimos entre mojones, los que peor leche mamamos”. Y sanamente a nadie parece importarle. La comarca es una belleza, rodeada del mayor sabinar de Europa y de horizontes interminables, unas veces ásperos, otras suaves, donde la vista se pierde en ondulaciones infinitas. Tierras para viajeros solitarios que te apetecería recorrer a caballo, con el sombrero hacia atrás y escupiendo a la vera del camino. Por allí andaba -en esa época machaqué mucho aquello- al atardecer, de regreso a pie, a pocos kilómetros del pueblo. Mi perro Baker iba conmigo, un poco adelantado como siempre, con esas ínfulas de avezado explorador que tiene todo buen peludo. Se detuvo de repente, tieso con la mirada fija en un enebro solitario. Se puso serio y gruñó. Le puse la correa y, con una rodilla en tierra, apunté la cámara hacia el chaparro esperando la salida del animal que se escondía allí. Las ramas se movieron pero no apareció zorro ni jabalí ni corzo, sino dos jóvenes setters, de cabeza negra y cuerpo moteado y gris. Estaban sucios, asilvestrados, abandonados.

Era la época, finales de febrero. Te puede pasar. Encontrarte dos almas en pena, dos perros abandonados, dejados a su suerte en el monte para morir o malvivir. Era la época, digo, en la que esas guerrillas de tipos disfrazados de paramilitares cuelgan las escopetas -o eso dicen- y comienza el genocidio -si puede decirse así, y si no, también- anual y programado de galgos, podencos y cualquier chucho que no valga, que esté viejo, que no tenga nervio o que tenga la mala suerte de perderse durante el pánico. Con los años y la experiencia, al encontrarte algo extraño en el campo ya te hueles el porqué. Y seguro que cualquier triste sábado ninguno de esos tipos armados se quedó a esperar a aquellos setters. Ni nadie volvió a buscarles. Por la zona no había habido espectáculo, así que a saber de dónde vendrían. De mí huyeron como alma que lleva el diablo, pegados como imanes, inseparables. Supe que sólo se tenían el uno al otro. Si no han muerto atropellados supongo que por allí andarán todavía. Puede que hayan encontrado un hogar o vivan vagabundos por los pueblos. Quizá estén asilvestrados vagando por los sabinares y barrancos molestando a la fauna salvaje o matando corderos. Pero creo que habrán salido adelante. Me parecieron de esos perros espabilados, pillos. Dos jodidos canallas a la fuerza. Un par de colegas cimarrones y flacos de los de arrimar el hombro y sacarse las castañas del fuego el uno al otro. Viviendo a su manera esa segunda oportunidad con la alegre resignación del deshauciado. Porque en el fondo, aunque perros, bien debían saber que su otra opción de vida era acabar en el fondo de un pozo.