sábado, 7 de julio de 2012

El Rey Prudente


En un parque junto al Monasterio de El Escorial existe una estatua sedente de Felipe II, que bajo la sombra de altos castaños de Indias y con un pergamino en las manos contempla su gran obra arquitectónica. Siempre que paso junto a esa figura de bronce observo su expresión templada y austera, muy ajustada para aquel Rey llamado El Prudente. Hay algunas esculturas que transmiten historia, que logran que el que las admira piense en los personajes representados, en sus gestas y desvelos; también en lo que hoy en día algunos piensan de ellos. Recuerdo que hace cinco o seis años, un grupo de aficionados a la literatura acudimos a una quedada en Madrid sobre cierto autor y sus libros. Como punto de encuentro se escogió la plaza rectangular formada por dos ramales de la Avenida de Felipe II y que todo el mundo, usando la lógica más elemental, conoce como Plaza de Felipe II. Al llegar, en una de esas conversaciones iniciales que siempre surgen en torno al lugar de origen de cada congregado y el contraste con respecto a Madrid, tuve el desatino de comentar Lo que no entiendo es cómo no hay aquí una estatua de Felipe II, dando por supuesto que al encontrarme entre gente leída iba a ver secundada mi observación. Nada más lejos de la realidad. Una de las asistentes, profesora de universidad, tuvo la bondad de corregirme como quien da una condescendiente lección a un colegial: Fue un dictador”, dijo. Cremallera. El consuelo era que al menos esa mujer no enseñaba historia.

Siempre que tengo la suerte de toparme con ese tipo de agudos analistas de nuestro pasado, capaces de sintetizar la trayectoria de un personaje de la importancia de Felipe II mediante un simple adjetivo faltón, no puedo más que quitarme el sombrero. Y es que tamaña habilidad de sinopsis puede responder a tres factores: bien a un conocimiento absoluto que les permite llegar a esa conclusión, bien a una ignorancia supina, o bien a una fecunda sabiduría de barra de bar aplicada a la historia. También hay unos pocos que consideran que atreverse a juzgar por encima del hombro el pasado desde nuestro acomodado punto de vista presente es propio de tremendos menguados intelectuales; que cada cual piense lo que quiera. El caso es que aquella valoración tan arrogante y equivocada me provocó una lástima tremenda. Una opinión que como muchas otras era resultado del lamentable desprecio de muchos españoles sobre el brillante pasado que atesoramos, una banal catarsis de pensamiento provocada por nuestro canto a las derrotas y el paso de puntillas sobre las hazañas, algo lamentable que unido a la asunción como ciertas de todas las infamias de la Leyenda Negra ha resultado desastroso. Aquella orgía propagandística de los entonces enemigos de España que pretendían desprestigiar mediante falsos panfletos lo que ni en los campos de batalla ni en los terrenos artístico e intelectual eran capaces de igualar, triunfó de tal manera que ha enraizado inexplicablemente en la mentalidad hispana. Felipe II ha sido al fin y al cabo una víctima más de la decrépita valorización histórica que padecemos y que prácticamente hemos institucionalizado; se le ha tachado de tirano, integrista, inflexible y por supuesto, de dictador. Sin embargo, si al hacer un sano ejercicio de inquietud autodidacta se lee historia imparcial sobre Felipe II y su época se llega a unas conclusiones muy diferentes.

Porque aquel Rey no se limitó a jugar su papel en Europa mientras a la vez la salvaba del avance turco en el Mediterráneo, al tiempo que gobernaba medio mundo y exploraba la otra mitad; Felipe II fue además un excelso humanista y el gran protector de las artes y las ciencias de la época, un auténtico apasionado del conocimiento, un loco de los libros. Atesoró una de las mayores bibliotecas jamás reunidas, de tal riqueza que se necesitaron diez meses únicamente para catalogar sus libros y códices acorde al idioma. Una biblioteca que como dijo personalmente, era "... para beneficio público de todos los hombres de letras que quisieren venir a leer en ellos". Desarrolló para sus soldados sistemas asistenciales impensables en el resto de países europeos. Envió a América la expedición considerada como primer estudio científico moderno a cargo de su propio médico, Francisco Hernández, que tras siete años de viaje por el Nuevo Mundo sacó a la luz una obra de veintidós volúmenes que sería la referencia de los naturalistas europeos hasta dos siglos después debido a su modernidad y precisión. Felipe II fue además mecenas y amante de la música, reunió una impresionante obra pictórica, creó la primera Academia de Matemáticas y levantó el propio Monasterio de El Escorial, a la vez templo, palacio y panteón, que se convirtió en centro universal de investigación y saber.

Tal fue, entre muchos otros logros y desaciertos propios de su tiempo, el legado de Felipe II a la Historia. En los últimos años autores de rigor están dando a conocer esta realidad sepultada y parece que poco a poco se va divulgando una verdad de la que ya hablara Alexander von Humboldt, quien dijo que La Humanidad debe gratitud eterna a la Monarquía Española, pues la multitud de expediciones científicas que ha financiado ha hecho posible la extensión de los conocimientos geográficos”, en un sonoro aplauso a la inquietud científica inaugurada por el Rey Prudente. El historiador británico Fernández-Armesto aporta hoy, refiriéndose a las iniciativas de Felipe II, que “… dedicaba al desarrollo científico un presupuesto incomparablemente superior al del resto de naciones europeas”. Pero como no podía ser de otra manera, aquel dinamismo admirable sigue siendo ignorado por la mayoría en lugar de ser enarbolado con orgullo. Como expone acertadamente García de Cortázar, Felipe II “… soñó demasiado y terminó convertido en el más alto prisionero de sus proyectos”. Un destino que la lápida de la Historia parece reservar para muchos de sus grandes hombres.