En un
parque junto al Monasterio de El Escorial existe una estatua
sedente de Felipe II, que bajo la sombra de altos castaños de Indias y con un
pergamino en las manos contempla su gran obra arquitectónica. Siempre que paso
junto a esa figura de bronce observo su expresión templada y austera, muy
ajustada para aquel Rey llamado El Prudente. Hay algunas esculturas que
transmiten historia, que logran que el que las admira piense en los personajes
representados, en sus gestas y desvelos; también en lo que hoy en día algunos piensan
de ellos. Recuerdo que hace cinco o seis años, un grupo de aficionados a la literatura acudimos a una quedada en Madrid sobre cierto autor y sus libros. Como punto de encuentro se escogió la plaza rectangular formada por dos ramales de la Avenida de Felipe II y que todo el mundo, usando la lógica más elemental, conoce como Plaza de Felipe II. Al llegar, en una de esas conversaciones iniciales que siempre surgen en
torno al lugar de origen de cada congregado y el contraste con respecto a
Madrid, tuve el desatino de comentar “Lo que no entiendo es cómo no hay
aquí una estatua de Felipe II”, dando por supuesto que al
encontrarme entre gente leída iba a ver secundada mi observación. Nada más
lejos de la realidad. Una de las asistentes, profesora de universidad, tuvo la
bondad de corregirme como quien da una condescendiente lección a un colegial: “Fue un
dictador”, dijo.
Cremallera. El consuelo era que al menos esa mujer no enseñaba historia.
Siempre que
tengo la suerte de toparme con ese tipo de agudos analistas de nuestro pasado, capaces de sintetizar la trayectoria de un personaje de la
importancia de Felipe II mediante un simple adjetivo faltón, no puedo más que
quitarme el sombrero. Y es que tamaña habilidad de sinopsis puede responder a
tres factores: bien a un conocimiento absoluto que les permite llegar a esa
conclusión, bien a una ignorancia supina, o bien a una fecunda sabiduría de
barra de bar aplicada a la historia. También hay unos pocos que consideran que
atreverse a juzgar por encima del hombro el pasado desde nuestro acomodado
punto de vista presente es propio de tremendos menguados intelectuales; que
cada cual piense lo que quiera. El caso es que aquella valoración tan arrogante
y equivocada me provocó una lástima tremenda. Una opinión que como muchas otras
era resultado del lamentable desprecio de muchos españoles sobre el brillante
pasado que atesoramos, una banal catarsis de pensamiento provocada por nuestro canto a
las derrotas y el paso de puntillas sobre las hazañas, algo lamentable que
unido a la asunción como ciertas de todas las infamias de la Leyenda Negra
ha resultado desastroso. Aquella orgía propagandística de los entonces
enemigos de España que pretendían desprestigiar mediante falsos panfletos lo que ni en los
campos de batalla ni en los terrenos artístico e intelectual eran capaces de
igualar, triunfó de tal manera que ha enraizado inexplicablemente en la
mentalidad hispana. Felipe II ha sido al fin y al cabo una víctima más de la decrépita
valorización histórica que padecemos y que prácticamente hemos
institucionalizado; se le ha tachado de tirano,
integrista, inflexible y por supuesto, de dictador. Sin embargo, si al hacer un
sano ejercicio de inquietud autodidacta se lee historia imparcial sobre Felipe
II y su época se llega a unas conclusiones muy diferentes.
Porque
aquel Rey no se limitó a jugar su papel en Europa mientras a la vez la salvaba
del avance turco en el Mediterráneo, al tiempo que gobernaba medio mundo y
exploraba la otra mitad; Felipe II fue además un excelso humanista y el gran
protector de las artes y las ciencias de la época, un auténtico apasionado del conocimiento, un loco de los libros. Atesoró una de las mayores
bibliotecas jamás reunidas, de tal riqueza que se necesitaron diez meses únicamente
para catalogar sus libros y códices acorde al idioma. Una biblioteca que como dijo personalmente, era "... para beneficio público de todos los hombres de letras que quisieren venir a leer en ellos". Desarrolló para sus
soldados sistemas asistenciales impensables en el resto de países europeos. Envió a América la expedición considerada como primer estudio científico
moderno a cargo de su propio médico, Francisco Hernández, que tras siete años
de viaje por el Nuevo Mundo sacó a la luz una obra de veintidós volúmenes que
sería la referencia de los naturalistas europeos hasta dos siglos después
debido a su modernidad y precisión. Felipe II fue además mecenas y amante de la
música, reunió una impresionante obra pictórica, creó la primera Academia de
Matemáticas y levantó el propio Monasterio de El Escorial, a la vez templo,
palacio y panteón, que se convirtió en centro universal de investigación y
saber.
Tal fue, entre muchos otros logros y desaciertos propios de su tiempo, el legado de Felipe II a la Historia. En los últimos
años autores de rigor están dando a conocer esta realidad sepultada y
parece que poco a poco se va divulgando una verdad de la que ya hablara
Alexander von Humboldt, quien dijo que ”La Humanidad debe gratitud
eterna a la Monarquía
Española , pues la multitud de expediciones científicas que ha
financiado ha hecho posible la extensión de los conocimientos geográficos”, en un sonoro aplauso a la inquietud científica
inaugurada por el Rey Prudente. El historiador británico Fernández-Armesto
aporta hoy, refiriéndose a las iniciativas de Felipe II, que “…
dedicaba al desarrollo científico un presupuesto incomparablemente superior al
del resto de naciones europeas”. Pero como no podía ser de otra manera, aquel dinamismo admirable sigue siendo ignorado por la mayoría en lugar de ser enarbolado con orgullo. Como expone acertadamente García de Cortázar, Felipe II “… soñó
demasiado y terminó convertido en el más alto prisionero de sus proyectos”.
Un destino que la lápida de la
Historia parece reservar para muchos de sus grandes hombres.