Este verano, durante un
viaje de trabajo, estaba alojado en una agradable casa rural en un pueblo
diminuto. Casitas de piedra y frescos pinares alrededor. Silencio y buenos
desayunos. Una mañana, un compañero salió a correr por el campo. Yo estaba en
una mesita junto a una ventana, trabajando con el ordenador; cuando regresó,
entró alterado en la casa porque en un carril forestal se había encontrado con
una jabalina, acompañada de un par de rayones. Recuerdo que, en su día, para mí
también fueron impactantes mis primeros encuentros con jabalíes andando solo
por el campo, así que no le di demasiada importancia. Pero para él la experiencia
había resultado entre sorprendente y aterradora, y me preguntó varias veces si
había corrido peligro su vida.
Días después, fue objeto de
intensa cobertura mediática la noticia de que por los montes de Guadalajara, al
norte de Jadraque, campaba a sus anchas una pantera. La nueva corrió como la
pólvora, fundamentada en testimonios de los vecinos y en un par de fotografías.
En una foto aparece un felino en un campo segado, donde los rastrojos secos
apenas miden diez centímetros, y le llegan por la barriga. Se trataba de un
gato, probablemente un gato montés. Mi amigo Raúl Ablanque dice que la gente, incluso la de los
pueblos, desconoce por completo la fauna ibérica que tiene a la puerta de casa
e identifica cualquier cosa con la fauna africana de la televisión. Y tiene
toda la razón. Alguien vio un gato montés y el estúpido misterio de la pantera
duró mes y medio. Y la
gente quería creer en ello. Que nadie se sorprenda si le preguntan si esos corzos son gacelas. A mí me han preguntado si en España hay leones. Lo cierto es que la explicación de la pantera como un gato montés, en lugar de
despertar el interés por una especie tan cercana como fascinante, cedía inexplicablemente ante
la fantasía.
Estas dos anécdotas podrían
leerse en clave cómica, pero tienen un fondo lamentable. Dicen que la
sensibilidad por la naturaleza y los animales está en auge, y puede que sea
cierto, pero si ese aprecio no se sustenta en un mínimo conocimiento no vale nada.
Absolutamente nada. Y ese desconocimiento, que en todo buen español es motivo de cierto orgullo personal, es terriblemente mayoritario entre los jóvenes. Cierto que hoy no tenemos un comunicador a la altura de
Félix, y la minuciosa y progresiva eliminación de la Naturaleza que se ha producido en las escuelas y planes oficiales de
estudio, durante los últimos años, gracias a la élite de mediocres y fantoches
que han estado al frente de la educación en España, no ha ayudado lo más
mínimo.
Pero esta ignorancia supina,
forjada tanto en el no saber, como en el que te educan para no querer saber, tiene mucho
riesgo para el medio ambiente: por un lado, podemos tender a considerar la
naturaleza como un jardín o un espacio de ocio, o caer en inevitables concepciones
naif del animalismo; por otro, podemos ser presa de los malvados, los
indiferentes, los canallas que sólo ven el campo como algo que exprimir y
explotar. Sin conocimientos, un cazador te puede convencer con su anticientífico, falso e inmoral argumentario. Sin conocimientos, las sensibilidades no tienen una base sólida. Sin conocimientos, no tienes argumentos de autoridad. Sin conocimientos no sabes qué estás defendiendo ni porqué. No todo el mundo tiene que llevar dentro un biólogo, ni interesarse por la clasificación científica de cualquier bicho que se encuentre, pero veo que aun los fundamentos más básicos de algo tan fascinante como es la naturaleza ibérica son algo bochornosamente testimonial. Una realidad preocupante que nos deja a merced de los sinvergüenzas.
¿Una gacela en la sabana, o un corzo en un trigal entre encinas?