martes, 15 de noviembre de 2016

Los cobardes del lobo

Estaba almorzando en medio del monte junto a un abrevadero cuando escuché el repiqueteo de los cencerros. Sobre el talud aparecieron una a una, como apaches que se asomaran buscando al enemigo, las cabezas de un montón de cabras. Bajaron desconfiadas al dornajo sin quitarme el ojo de encima. Las siguieron cuatro o cinco perros lanudos y después llegó el pastor. Nos saludamos, él también cauto sin poder explicarse qué demonios hacía yo allí. Estaba rastreando un grupo de lobos, pero no se lo dije. Charlamos un rato sobre esos campos suyos, pagos austeros pero bondadosos, y sobre la fauna y los árboles. Era un hombre tranquilo y amable, como todos los pastores y como la mayoría de gente que camina sola. Al fin le saqué por lo bajini el tema del lobo. Decía que los había visto varias veces, que le habían atacado a las cabras y me contó cómo un par de días antes espantó a uno a plena luz del día. Pero no los odiaba. Tiene que haber de todo, decía. Le pregunté después qué tal le iba con las cabras y entonces sí que se le ensombreció el semblante. El precio ridículo y esclavo al que se veía forzado a vender la leche o los cabritos no le permitía ni cubrir gastos. El verdadero problema de la ganadería en toda su crudeza con el más humilde. A mí nadie me ayuda, nadie me rescata, dijo. Se llevó un pañuelo a la cara, a aquellos ojos grises ahora enrojecidos y húmedos. Había roto a llorar.

El mundo no funciona a base de injusticias porque las cosas no se puedan hacer de otra manera, sino que es así de puerco y cruel gracias a la tropa de hijos de la gran puta sin bozal ni castigo que tenemos arriba. Y asesorando a los de arriba o riéndoles las gracias. Mientras unos miserables no trabajan por lo que deben hacerlo aquel pastor veía condenado su oficio ancestral: los mismos que culpan a los lobos de todos los males del campo. Y esos lobos que yo buscaba y que él no odia, sino que comprende, también sufren a los mismos canallas. El drama del lobo y de todo lo bueno y bello que hay en el mundo es la cobardía de los hombres. Esos que teniendo una responsabilidad se dejan la moral y la vergüenza en casa y no le dicen al político que por ahí no, oiga. Los cobardes del lobo son esos empleados públicos que tejen redes mafiosas poniendo la cabeza del lobo en bandeja. Los técnicos y agentes que tapan la verdad de la especie y, en cambio, se dedican a perseguir naturalistas para mantener su chiringuito. Los científicos sin escrúpulos que venderían a su madre por un plato de lentejas. O los llamados conservacionistas que se dan la mano con demonios de todo pelaje para hacerse una foto. Y de toda esta variada ralea, en España tenemos por las cuatro esquinas. Cada uno sabe quién es quién. El problema del lobo no son las escopetas. Ni mucho menos la ganadería. Ni siquiera los políticos ignorantes que firman las sentencias de muerte desde los despachos. El problema del lobo son los cobardes.