Nunca un animal había sido tan famoso en España como lo fue
ese elefante. Bueno, tal vez sí, tal vez Islero, el toro que mató a Manolete,
protagonizó semejante cantidad de portadas. El caso es que a todo el mundo
impresiona la visión de un elefante muerto apoyado contra un árbol. A mí el
primero. No sorprende que hasta de debajo de las piedras salieran abnegados
defensores de los animales criticando una imagen tan grotesca. Los medios de
comunicación se despacharon a gusto con la carroña del pobre paquidermo para
llenar sus sesudas tertulias y soliviantar al populacho. De las llamadas redes
sociales ya no digamos. Incendiadas. Pero bueno. En el fondo, siempre
agrada ver tanto ecologismo espontáneo, tanto compromiso con los animales. La
defensa de la Naturaleza
llegaba por fin a los sabios de barra de bar y, peor aún, a la juventud
libertaria y gafapasta. Mira que matar un elefante. A un dumbito, caray. Que
son tan monos.
Buceando un poco entre las toneladas de opiniones vertidas
en cualquiera de estos debates insustanciales se podían encontrar puntos de
vista ajenos al predominante ecologismo teatrero y oportunista. Había por ahí
quien decía que aquel elefante era un ejemplar viejo, perteneciente a una
reserva donde el aumento de la población de estos animales provoca una excesiva
presión sobre el medio. Recordemos, para los neófitos, que los elefantes comen
mucho y no tienen enemigos naturales. Parece que población dentro de algunas
reservas crece demasiado. Debido a ello se ve que se establecen descastes, o lo
que es lo mismo, cacerías organizadas para mantener el equilibrio ecológico: y
hay gente que paga por el derecho de ir a matar a un elefante. No entro en si
la necesidad de permitir tal cosa es producto de una errónea gestión ambiental,
ni tampoco en considerar la sangre fría necesaria para apretar el gatillo. Pero
según dice algún primitivo y anquilosado monárquico de esos, aquel elefante fue
víctima de un descaste. Un descaste igual a los cientos que se organizan cada año
en España para limitar las poblaciones de nuestros grandes herbívoros, que
entre otros animales, caen tiroteados en tales cantidades que suelen hacer
falta varios camiones para transportar tantos cadáveres.
Porque aquí también tenemos nuestras historias de animales y
escopetas, de pólvora y muerte, para dar y tomar. Historias contra las que jamás
verán indignarse a defensores de elefantes botswaneses, ni a antitaurinos, ni a
ovolacteovegetarianos, ni a ningún otro tipo de neoecologista de esos que sin
haberse pisado nunca el campo se les hincha la vena a la mínima. Permítanme que
les cuente una de esas historias. Una de animales muertos. O que van a morir.
Advierto que es una historia triste.
Parece que fue en el año 2008. Una manada de lobos entró en
la provincia de Guadalajara a través de Segovia, saltando las montañas. Apenas
unos años antes otro grupo cruzó el Sistema Central buscando en las sierras
alcarreñas un hogar. No llegaron siquiera a ser expulsados: se les masacró
directamente. Sin embargo, los nuevos lobos que llegaron aquel
2008 consiguieron alcanzar parajes lo bastante tranquilos como para no llamar
la atención y contra toda esperanza, llegaron a criar. Después de más de
sesenta años, volvieron a verse en Guadalajara lobeznos correteando torpemente
a la entrada de alguna cueva. Esa bravía naturaleza recuperaba uno de los símbolos
que nunca debió perder... pero la presencia de los lobos terminó por ser conocida. Algún
ganadero denunciaba ataques al ganado. Ocurre que los ganaderos de hoy en día,
salvo excepciones, no son como los de antes. Ahora un hato de cabras o un grupo
de vacas con sus terneros se puede tirar meses solo en el monte como animales
salvajes más. Cuando al dueño le da por subir a verlos puede pasar que falte
algún ternero o algún cabritillo. La indignación se hace presa de ellos: los malditos lobos. La
rabia corre de boca en boca. Nunca se baraja la opción de que el ternero se
haya despeñado(algo común) o de que las ovejas muertas hayan sido presa de
perros abandonados y asilvestrados(cosa frecuente). Nadie quiere asumir las
soluciones que promociona la administración, como adoptar un mastín que cuide
de los rebaños y evite los ataques. Es que un mastín cuesta un euro de pienso
al día. Y las justas indemnizaciones llegan tarde.
Como era de esperar, comenzó la pesadilla para los lobos
alcarreños y se empezaron a ver ejemplares muertos. No se ha constatado
reproducción en 2011, seguramente porque la loba reproductora, madre su futuro,
habrá sido uno de los individuos finados. Hubo otro lobo muerto, con probabilidad de la manada oriental, por la vecina “Sierra
Pobre” de Madrid. Recientemente, por las mismas fechas que el episodio del
elefante, apareció otro cadáver en Guadalajara. Esos, que se sepa. Y
escarbando. Pero no pasa nada: en España matar a un lobo sale muy barato, casi
tanto como quemar un bosque. Cuando no directamente gratis. Los lobos que han
llegado a Guadalajara, pese a disponer de un hábitat insuperable y estar
protegidos, es más que probable que tengan ya los días contados. Se han dado de
bruces con la ignorante falta de sensibilidad de la población y con la desidia
de las administraciones. Caerán poco a
poco, tiroteados o envenenados, y alguna cabeza disecada adornará el bar
de algún pueblo como ocurrió con la manada de hace diez años. Nadie se hace eco
del problema.
O casi nadie. Algunos lobos cruzaban las montañas buscando alimento y se movían por
las estribaciones orientales de las montañas de Madrid, o interactuaban con
ejemplares itinerantes que llegaban de Ávila. Se les dedicó un programa en la
televisión autonómica madrileña: la presentadora se dirigió rauda y veloz a la
zona cero, frunciendo el ceño, para cubrir el conflicto lobunoganadero e
informar al ciudadano del drama como haría un reportero de guerra al
encaminarse a territorio comanche. El programa era una buena oportunidad,
insuperable, para defender al lobo. Pero pese a entrevistarse con científicos,
naturalistas y ganaderos, me dio la impresión de que no hubo un solo minuto del
espacio en que la protagonista no preguntara, como una niña en el cole, “¿Y
es peligroso el lobo?” “¿Y a usted le da miedo el lobo?” reduciendo la
figura del Canis lupus a una infantil cantinela absurda. Un
esperpento. Parece que nadie le dijo, ni siquiera el científico responsable de
la investigación de estos lobos, que le acompañaba, que no existe ningún ataque
documentado de lobos salvajes a personas en España. Pero la realidad es una
cosa y las explotables creencias populares, otra.
Porque los lobos no son como los elefantes. Los lobos
no le caen bien a nadie. Se estima que de una población peninsular de unos mil
quinientos lobos, los cazadores abaten cada año a más de doscientos. Nadie
incluye en esa cuenta a los que mueren envenenados o a manos de furtivos. Se puede llegar a unos cuatrocientos lobos muertos anualmente, la mayoría de forma
ilegal. Justo el límite de su capacidad de regeneración. La prensa no se hace
eco de esta sinrazón, que en cualquier otro país sería un escándalo. No se
educa en el respeto al lobo. No es un símbolo, como el lince o el oso, porque
el lobo ibérico no vende. Los grupos ecologistas no presionan lo suficiente. Y
lógicamente, los defensores de elefantes que mueren a ocho mil kilómetros de
España nunca han protestado, ni protestarán, contra la muerte de nuestros
lobos. No trasciende ni un tweet, ni una columna de opinión, ni un
programa de televisión digno, ni una denuncia. Nada. Los lobos no le importan a
nadie. No son tan entrañables como los elefantes. Tal vez habrá que esperar a
que protagonicen una película de Disney, o mejor todavía: esperar a que el Rey
mate a un lobo alcarreño para que todos nos convirtamos, de la noche a la mañana,
en amigos del lobo.