martes, 19 de enero de 2016

Ninilchik

Estaba muy nublado. Después de aparcar en una explanada de grava junto a la carretera, el viajero bajó a pie por el camino de tierra oscura que descendía hasta el pueblo de Ninilchik y su pequeña bahía. Comenzó a llover. Eran gotas duras y muy frías. Por encima de él pasó volando un águila de cabeza blanca. Ya había visto varios pigargos durante sus primeros días en Alaska, pero como con los anteriores, se detuvo para mirarlo hasta que el ave desapareció de la vista. En vuelo le recordaban al águila real, elegantes y esbeltos.

El pueblo estaba recogido en una ensenada entre el río y el mar, guarecido en una cala abrigada rodeada de un cantil terroso en forma de media luna. Apenas lo componían un puñado de casas de tipo nórdico, desordenadas y todas diferentes entre sí. Las había de madera vista sin barnizar, oscura y de apariencia podrida, pero casi todas estaban pintadas de colores apagados y pálidos: cian, gris, salmón, arena, alguna de bermellón o verde bosque. Los colores variaban pero todas las casas parecían querer tener en común su pequeño tamaño y los tejados negruzcos de madera a dos aguas. La aldea estaba sin asfaltar. Había una tienda de artesanías y una especie de taller con una gran cornamenta de alce tachonada sobre la entrada. En un prado herboso que ocupaba el centro del pueblo, donde el viajero supuso que antiguamente se desarrollaría la vida social de sus gentes, descansaba ladeada una pequeña lancha pesquera, abandonada. Arriba del todo, asomada al acantilado, la vieja iglesia ortodoxa rusa parecía montar guardia.



Una de las primeras casas era una diminuta chocita de madera, coqueta y cuidada, con flores y detalles y apariencia de cabaña forestal. Delante tenía un pequeño invernadero. De la puerta del bohío, bajo un tejadillo, colgaba un bordado que rezaba “Nuestra cabaña”, y debajo, “Los Smith”. Desde un camino que llegaba de la playa apareció un todoterreno con un hombre, una mujer y un perro lanudo que sacaba la cabeza por la ventanilla trasera. Los hombres parecían asiáticos. Al principio el viajero pensó en japoneses, pero enseguida cayó en la cuenta de que estaba en Alaska y que aquellos rasgos debían ser los propios de los escasos indígenas, inupiat, atabascanos, tlingit o haida.

El viajero paseaba despacio y con las manos a la espalda por el par de calles que articulaban todo el pueblo, fijándose en los detalles de las casas y pensando en la paz con que deben vivir los Smith y el resto de habitantes de aquel rincón del Lejano Norte. Caminaba rodeado de silencio: ese extraño silencio evocador que no se halla en la Naturaleza remota, sino que sólo se puede encontrar en los asentamientos humanos perdidos donde el mismo silencio es la norma. Sólo se escuchaba el quejido ocasional de alguna gaviota y el canto de un pájaro que silbaba en tres tonos: empezaba por uno agudo, emitía sin detenerse uno algo más apagado y concluía con un silbido grave. No logró ver al pájaro, que cantaba desde las ramas de alguno de los pocos árboles que se escondían por allí. Pensó que debía tratarse de alguna variedad de sinsonte.

Deshizo el camino, dejó Ninilchik. Había estado cómodo allí, solo, paseando en silencio bajo la lluvia fina, sin nadie alrededor. El pueblo, como todos los pequeños pueblos inhabitados que había conocido en sus viajes, le había dicho mucho. Siempre había aprendido más sobre el hombre en las aldeas remotas del mundo que en las grandes capitales. Le había gustado la belleza sencilla y apagada de Ninilchik, su belleza limpia y honesta, sin artificios, esa que de verdad hace felices a los hombres. Caminó por la cuesta y regresó a su caravana. Sacudió las botas en el escalón de la entrada y se quitó el abrigo. Preparó un emparedado de pisto y jamón y un café muy largo y negro. Se sentó a merendar junto a la ventana y comenzó a escribir.







*Este texto fue escrito en junio del año 2015 en el mismo pueblo de Ninilchik.