viernes, 20 de febrero de 2015

El abismo que nos separa

Hacía una tarde agradable en el Paseo de la Castellana. Se ocultaba ya el fresco sol de febrero cuando comenzó, en el Museo Nacional de Ciencias Naturales, una charla de Ramón Grande del Brío sobre el lobo ibérico. Tuve suerte de entrar más o menos de los primeros y poder presenciar el acto sentado, pues la sala tardó poco tiempo en llenarse. Multitud de asistentes quedaron en pie y otros apretados en taburetes traídos de otras salas, rodeados de decenas de personas que no pudieron hacer otra cosa que apiñarse en el suelo. Era esperanzador ver la abundancia de gente joven, atraídos por el lobo y preocupados por su injusto mal hado. Además de Ramón Grande y Luis Miguel Domínguez andaban por allí muchos otros naturalistas, conocidos o anónimos: bastaba echar una ojeada para reconocer el amor por el campo en los rostros curtidos y los gestos templados. Había por allí muchas miradas serenas, esas miradas que sólo se crían en los acostumbrados a observar amplios horizontes y escuchar el silencio. 

La ciencia, la humildad y el amor por la naturaleza llenaron esa sala en Madrid. Precisamente ese mismo día había tenido lugar, en Asturias, otro encuentro de signo muy diferente. Aprovechando una de las frecuentes jornadas en las que suelen publicitar su mafia, la federación de cazadores de esa región demandaba ya el matar osos el día que se recupere la especie. En las redes sociales y algún periódico ha aparecido la fotografía de los ponentes, cómodamente sentados en una mesa dando su siniestro comunicado: cualquiera puede apreciar las miradas tétricas, crueles, propias de todos aquellos que tienen el mal escrito en el rostro. Bien saben que pese a desear la matanza de un animal bonachón e inofensivo, que todavía está en el límite de la extinción y que goza de gran aprecio social, en este país miserable terminarán por ver satisfecho su deseo criminal. Me pregunto qué errores comete una sociedad para que semejantes monstruos negocien con la muerte, inmersos en la impunidad. Decía Thomas Mann que “La tolerancia es un crimen cuando lo que se tolera es la maldad”.

Recordaba la conferencia de naturalistas a la que había asistido y la comparaba con el aquelarre cazador visto en las redes. Existía un abismo entre ambas mesas, un insalvable abismo intelectual y moral. De un lado personas buenas, humanistas, amantes de la vida. Del otro, el selecto club de matarifes que sólo entienden esa vida desangrándose delante de los cañones de su escopeta. Suele decirse que todo es gris, que nada es blanco o negro. Pero no. No. En lo que a naturaleza se refiere hay, con absoluta certeza, buenos y malos. El bien y el mal existen como entes bien diferenciados. Hay un mal, el lobby de la caza, que se deleita en la sangre, la destrucción y el sufrimiento, que sólo busca saciar el hambre del monstruo de su sadismo; y un bien, la defensa de la naturaleza, cada vez más acorralado por los poderes que legislan a favor de los malvados representantes de la España negra. En los libros donde se habla del bien y del mal siempre ganan los buenos. Pero por desgracia el mundo real es algo mucho más crudo que la ficción.