domingo, 31 de julio de 2011

Gastronomía callejera: Tailandia

Cuando se sale del hotel, dejando atrás el frío ambiente de cabina presurizada creado por el aire acondicionado que funciona durante 24 horas al día sin descanso, se siente la humedad ambiental del Sudeste Asiático. Las calles tailandesas bullen de actividad a cualquier hora del día. En cualquier lugar levantas el brazo y se aproxima un tuc-tuc, uno de los taxis típicos de dos plazas(pero que llevan a cinco viajeros sin despeinarse) que no dejan de ser ciclomotores con un tejadillo sintético. Al momento, deslizándose entre el tráfico, el tuc-tuc te deja en cualquier mercado donde se despliega por doquier una multitud de puestos de comida callejera donde comer por muy poco dinero.

El cocinero Anthony Bourdain dice que en Tailandia se consigue la mejor comida rápida y barata del mundo. Como buen seguidor de su programa de cocina exótica A cook’s tour y del Bizarre foods de Andrew Zimmern, no podía dejar pasar la oportunidad de aprovechar al máximo la estancia en este país para poder explorar su gastronomía directamente a pie de calle. Mientras algunos compañeros buscaban con ansia algún Burger King o reponían fuerzas en los 7-Eleven, para comer lo mismo que en España, a mí me llamaban la atención los puestos humeantes que dan aroma al país, donde por apenas un euro obtienes un plato de comida recién hecha con abundantes especias y hierbas frescas.

La gastronomía tailandesa es difícil de definir dada su complejidad. Abundan sobre todo el picante y las especias. Dominan el uso del cilantro, el chile, el limoncillo, la lima kaffir y el coco. Tal uso de aderezos exóticos hace que la comida thai no se parezca en nada a la europea, ni por supuesto a la de la mayoría de restaurantes asiáticos que se encuentran aquí. Además, es una cocina con pocas grasas, bajo colesterol e incluso propiedades medicinales dado el abundante uso de todo tipo de hierbas, verduras y frutas frescas.

La primera parada gastronómica fue el China Town de Bangkok. En la estrecha acera se agolpaban los puestos, disponiendo algunos de ellos de solo dos mesas pegadas al escaparate de las tiendas. Uno de los puestos presentaba cuatro ollas de acero, humeantes, conteniendo cada una distintos currys de leche de coco y carne. Los olores eran increíbles: curry verde, curry thai, curry massaman… nos decantamos por un plato de curry verde con arroz y pollo por 40 bahts, un euro al cambio. Al rato de comer comienza a sentirse el picante de los chiles: la lengua empieza a arder y se rompe a sudar(más). El curry se acompaña además de chiles frescos y salsa de pescado.


Con la lengua dormida y la cabeza embotada, buscamos un restaurante. Parte del grupo está cenando en un pequeño local, distribuido con la cocina en la entrada, a pie de calle, estando el interior ocupado por apenas cuatro mesitas. La siguiente estancia es la vivienda de los regentes, con las camas y mesillas a la vista. En las paredes hay estantes con nidos de golondrina, que se usan para hacer sopas. Los compañeros cenan cangrejos. Yo encargo unos fideos de arroz que esconden debajo un buen montón de gambas y verduras especiadas. Entre el caldo encuentro una cestilla de tela que contiene multitud de especias y raíces, a manera del típico atadillo de hierbas que se usa en la cocina española. Parece una comida simple, pero en realidad es muy elaborada. La comida de aquí es arte a pie de calle, dibujado con cariño y el gusto por los sabores puros.



El durián

El durián es una de las frutas más conocidas del sudeste de Asia. Había tenido noticia de ella a través de programas de televisión de gastronomía insólita, donde se habla del durián a bombo y platillo, y no podía dejar de probarla. Aproveché la segunda noche en Bangkok para buscar un puesto donde vendieran durián para hacerme con un pedazo y comprobar si realmente la fruta merecía su fama.

El interés del durián radica en el fuerte y desagradable olor que desprende la fruta cuando se abre, siendo éste tal que está prohibido introducirla en hoteles, ascensores o transportes públicos. Me hice con un paquete de durián recién cortado en un puesto ambulante, para degustarlo tranquilamente en una mesa callejera mientras un compañero tomaba una sopa de noodles. No iba a sufrir el cacareado impacto de la fruta recién abierta, pero al menos podría probar las distintas sorpresas que esconde dentro.

El interior del durián no es como el de ninguna otra fruta. Las frutas al uso esconden siempre su pulpa uniforme, densa o en gajos. El durián no. Esconde varias capas de diferentes texturas, con la interior cremosa, similar al aguacate. El sabor es netamente tropical, entre agrio y amargo, totalmente distinto de cualquier idea que en Europa podamos tener de lo que es el sabor o la textura de una fruta. En cualquier caso, para un occidental comer durián es una experiencia gastronómica y sensorial sin nada que se le parezca. Mientras recorría el mercado nocturno de Patpong, con un pedazo en la mano, los tailandeses me sonreían mientras decían “durián, durián” con esa agradable familiaridad que se muestra para con quien quiere descubrir la esencia de los lugares.




Frutas en el  mercado flotante

Una típica parada turística es el famoso mercado flotante sito a las afueras de Bangkok. Es un buen muestrario para ver de cerca, y también para probar, frutas y platos tailandeses para llevar. Los sombreros tradicionales y las canoas dotan al mercado de un aspecto rústico muy agradable, en el que se comercia y se cocina sobre las aguas verdes.

Entre las frutas, además del durián se encuentra rambután, fruta dragón, ojo de dragón, guayabas, papayas y muchas otras. Aquel día me harté de frutas, cosa que pagué más tarde con alguna que otra carrera buscando una placa turca. Por el precio habitual, apenas un euro, obtuve en el mercado flotante medio kilo de ojo de dragón(cuya cáscara esconde una pulpa similar a la uva pero con matices de coco) y me regalaron varios rambutanes y reina de las frutas.



Tan fascinante como degustar estas frutas exóticas, era ver cocinar en las canoas, directamente sobre el agua. Mientras en algunas se vendían platos fríos, como empanadas de yogur y calabaza, en otras se veían hervir los caldos para los fideos o las sartenes cargadas de aceite humeante. En una de las balsas una señora con la cara teñida de polvo blanco para combatir la humedad, rebozaba plátanos. En un bote cercano, otra preparaba sopas de noodles, en cocción corta, a los que añadía hoja de plátano, cerdo, albóndigas, cilantro, cebolletas y multitud de ingredientes y aliños que no lograba identificar. Era fascinante verlas trabajar.



Insectos en Phisanuloke

Para un occidental, tal vez lo más impactante de la comida callejera de Tailandia sea poder encontrar un puesto de insectos fritos. En Bangkok probé por primera vez los saltamontes, que me supieron a frutos secos. Estar solo en una calle tailandesa, sórdida, llena de meretrices de sexo incierto entre neones mientras comes una bolsa de bichos fritos rociados con salsa de chiles es algo que no se olvida. Días más tarde, en el mercado nocturno de la ciudad de Phisanuloke encontramos por casualidad uno de los típicos carritos de comida callejera lleno de bandejas que ofrecían montones de insectos fritos. Pedí una bolsa de orugas, tal vez los famosos gusanos del bambú, para ir picoteando por las calles mientras buscábamos un local donde tomar una shinga o una chang.

Al principio mis compañeros se espantaron, pero pronto se animaron a probar las orugas. Jugosas y algo agrias, recordaban a algunas carnes. Vistas las reacciones, el tendero del puesto de insectos nos regaló amablemente varios saltamontes, grillos de diversos tamaños, pequeñas ranas y cucarachas. A pesar de que en España ya había comido en el monte cosas como huevos de hormiga o alguna larva, nunca insectos de gran tamaño; la verdad es que todos estos bichos fritos eran agradables al paladar, salvo la cucaracha, de sabor repugnante. Debe de ser por aquel dicho de que los animales saben a aquello que comen y por donde se mueven.




Sabores callejeros

A lo largo de todo el país puede comerse en cualquier calle y ciertamente a cualquier hora. En la madrugada de Phisanuloke me impactó encontrar en un callejón secundario, mal iluminado y nada transitado, un anciana rodeada de cubos y cazos vendiendo no sabíamos qué a esas horas intempestivas. A horas más comunes, pude disfrutar en días sucesivos de cosas como una pequeña tapita de rana(imagino) con chiles, que requirió de más de un litro de agua para soportar el picante retardado, o pollo con arroz con una deliciosa salsa de judía negra, el desayuno tradicional thai.



En las paradas del autobús prefería beber leche fermentada y picar algas nori fritas en lugar de optar por los insulsos refrescos y patatas fritas por los que se desviven la mayoría de occidentales en busca de sabores familiares. "¿Qué has comprado?", me preguntó un compañero cuando subí al autobús. "Leche fermentada y algas", contesté. Se destornillaba de la risa. Plato típico pero mucho más del gusto europeo, en áreas de servicio se encontraban pequeñas crepes dulces de varios tipos, algunas servidas con leche condensada, plátanos y chocolates, un delirio para cualquier goloso. Por escasez de tiempo, no pude probar en uno de estos puestos de carretera la rata de campo a la parrilla, aunque no fue por falta de ganas.



Tomaba cada mañana un protector de estómago, así que me animé a echar mano a todo lo que encontraba. Mucha gente era reticente a tomar nada de la calle, pero lo cierto es que todo tenía un aspecto fresco y saludable. Lo probé todo. Allí donde veía a un tailandés sudoroso cocinando sobre un fogón humeante, me lanzaba con baths en la mano para que me sirviera un plato. Es la única manera de conocer de verdad lo que come la gente en países como éste donde éstos locales ambulantes no son precisamente para los turistas. La única manera de conocer lo auténtico. De lo más común, sencillo y saludable era encontrar puestos que ofrecen sopas de noodles, que además de los fideos y el rico caldo se acompañan con pollo, albóndigas de cerdo y pescado, brotes, hierbas y raíces.


Pescados y mariscos en Chiang Mai

Una de las cosas que no iba a dejar pasar en Tailandia era cenar en uno de sus famosos restaurantes de marisco vivo, esos locales amplios, con los peces, gambas, cangrejos y langostas vivos y a la vista, tras las mesas y sillas de plástico blanco con manteles de hule. Una extraña combinación entre unos alimentos tan vivos que eliges coleando, de sabor insuperable, y un estilo de restauración dominguera. Sin embargo, el maridaje perfecto entre la comida tan fresca y los aliños exóticos hicieron que, sin exagerar, fuera una de las mejores cenas que he tomado en mi vida, sino la mejor.

Algunos compañeros del viaje habían pedido sopa de aletas de tiburón, donde pude apreciar la textura fibrosa y gelatinosa de la aleta, pese al remordimiento por conocer el triste destino de estos animales. Más adelante, por 1500 bahts escogimos una langosta enorme hecha a la barbacoa que vino acompañada de una salsa de mantequilla y ajo, con gusto a cacahuete, y un par de carnosos pescados de río en salsa de chile y curry verde. Un verdadero festín de sabores incomparables, rodeados del ambiente sin par del mercado nocturno y su zona sórdida donde se dan la mano combates de muay thai con tabernas y burdeles.




Koh Phi Phi

La etapa final del viaje discurrió en las famosas islas Koh Phi Phi, el entorno paradisíaco de acantilados verdes y arrecifes multicolores de la película La Playa. Lugar donde reponerse de las casi dos semanas recorriendo el país de norte a sur. Dado que el alojamiento fue en un resort turístico, las opciones gastronómicas callejeras se redujeron sustancialmente. Aun así, el buffet del desayuno fue el mejor que conocimos, y el único lugar donde pude probar la jaca o jackfruit, khanon en tailandés, fruta de enormes proporciones y sabor más tropical y delicioso de todas cuantas he podido probar en este país.


Fuera del resort, un pequeño restaurante de madera, sobre la arena, ofrecía una opción barata para comer. Mirando detenidamente a los dueños de los tuctucs acuáticos, de raza indefinible, me di cuenta de que eran los milenarios gitanos del mar. Los que regentaban aquel restaurantillo de madera eran unos artistas. Por unos seis euros al cambio se obtenían cosas como una tortilla thai(con curioso rebozado) y un abundante y picante curry verde con pollo. El resto de la carta lo componían diversos platos de fideos de arroz, cerdo, pollo y multitud de recetas con gambas. Todo esto con las gallinas del corral rondando alrededor de la mesa, teniendo los pies en la arena blanca, entre palmeras y aguas de azul brillante. Aunque a primera vista no lo parezca, Koh Phi Phi es una fusión entre el Caribe y el Sudeste Asiático. Gambas, coco, chile. Todo eso sabe aún mejor con fina arena entre los dedos de los pies.


Con la estancia en Koh Phi Phi había quedado atrás la fascinante degustación de comida típica en puestos callejeros. En las islas, pese a poder disfrutarse de la cocina thai tanto profesional como casera en algunos restaurantes y en el propio complejo, se perdía el encanto de comer algo frito y especiado servido de un carrito humeante por un tendero sudoroso. Me dediqué pues a colmatarme de cocos abiertos a machete.

La gastronomía también es Geografía. Lo es por la en ocasiones sutil pero siempre clara diferenciación que la latitud, la climatología, el suelo, la fauna y la flora imponen sobre el aprovechamiento que el hombre ha hecho de la naturaleza a lo largo del tiempo y por ende, sobre su dieta. Una variabilidad geográfica que para un occidental es mucho más clara en países como éste que en otros de nuestro entorno inmediato. Los sabores y aromas que obtienes aquí, si sabes disfrutar de lo auténtico y no eres un remilgado, son las antípodas de lo que puedes encontrar en Europa.

La comida tailandesa es toda una experiencia. Sin duda lo mejor del medio mes en el país, y con el privilegio elitista de ser prácticamente en el único de los viajeros que miraba a los puestos callejeros como un niño los escaparates en Navidad. Pese al inicial impacto del picante extremo, es fácil acostumbrarse y adorar estos fuertes contrastes, con la intensidad de la lima kaffir, la frescura del cilantro, la profundidad de la salsa de pescado, el perfume de la galanga o los distintos currys. Tanto, que lo primero que he hecho al regresar a España ha sido ir a comprar un par de botes de leche de coco para preparar currys en casa.