Poco después de pasado Tamajón, la carretera llega a un
cruce que desde siempre ha sido el acceso sur al Macizo. A la izquierda
el asfalto parte hacia Majaelrayo y a la derecha hacia Valverde, los dos
pueblos sacrificados para el turismo; el resto de las montañas, sus pueblos,
bosques y valles, eran algo inmaculado y desierto. Hasta hace no demasiado
tiempo, en aquella coqueta bifurcación existía un caos indicativo de carteles
que parecían haber brotado de repente como formando un cogollo de champiñones:
además de las viejísimas señales que marcaban la dirección y distancia de
varios pueblos, todo aquel que poseyera alguno de los escasos negocios de la
sierra plantaba allí su metálica señal. Se acumularon entonces, con el paso de
los años, muchos discretos cartelitos blancos de algún mesoncillo, alguna casa
rural, cierto lejanísimo paraje pintoresco, una presa o aquella casita que vendía
miel artesana. El conjunto formaba una deliciosa estampa rural, un cruce de
caminos propio de un cuento, una imagen integrada en el paisaje que por su
sencillez campestre invitaba a penetrar en aquellas carreteras estrechas y
sinuosas para explorar y descubrir. Sin embargo, parece que a alguna mente pensante aquella
escena humilde le ha parecido algo demasiado arcaico para la cursi, monísima y
detallista imagen de revista con que han conseguido prostituir al fin el Macizo
de Ayllón y su ficticia arquitectura negra. Hacía varios meses que no entraba
al Macizo por esa carretera, y me impactó no encontrar mi querido montón de
carteles. A pesar de haber pasado por allí cientos de veces, nunca le hice una
foto.
Paré el coche para contemplar cómo lo que había en su lugar
era una colorida y fea señal moderna. Empecé a tener un mal presentimiento. Aquello era un mal signo. Algo había cambiado. Poco antes de
llegar a aquel cruce, un amargor había ido creciendo en mi interior al ir
viendo plantados a la salida de las pistas y carriles varios de esos desnaturalizadores carteles
horteras ilustrados con una flecha y un monigote con bastón y mochila, que
desde hace tiempo se montan por el campo para ayuda inestimable de esos senderistas
inútiles que nunca han cogido un mapa y de esos turistas zafios que no saben ni adónde van; carteles y gentes más propias de la parquetemática sierra madrileña que del ignoto Macizo de Ayllón.
Avanzando por la carretera continuaban apareciendo más de esos carteles-flecha
junto a los inevitables y chillones brochazos blanquirrojos. Al llegar a la Ermita de los Enebrales la
profusa señalización, chabacana, era ya insultante. Incluso han llegado al extremo de
raspar la corteza de varios árboles, dejándolos en carne viva, para poder
pintar mejor los innecesarios marcajes para torpes. "Adecuación de una red de senderos que recuperen los antiguos caminos", lo llaman oficialmente sus autores, sin vergüenza alguna. Recordaba con amargura todo
aquello justo un año antes, tan distinto y limpio sin señalización. Hasta hace
poco, caminar por un camino ayllonense era sentir una Naturaleza íntima
reservada a unos pocos, que exigía, pero que ofrecía a cambio una soledad y un silencio propios de otras latitudes. Pero eso ya se ha terminado. A estas montañas, antes
tan bravías, solitarias y ariscas, les han robado sin necesidad su alma
salvaje para gozo y disfrute del turismo inepto de fin de semana. Me provocaba en la garganta una agria sensación entre la angustia y el asco profundo el pensar en todos aquellos parajes de siempre ignotos y vírgenes que ahora deben estar señalizados de forma invasiva para ser la puerta de las becerriles actividades deportivas “de naturaleza“ y sus multitudes, con sus basuras y sus ruidos.
Se veía venir. El centro del Macizo es ahora una inmoralidad neorrural,
un conjunto de montes edulcorados. Aquellas
señales, flechitas y colorines cutres eran el primer signo evidente de lo que desde hacía años unos pocos habíamos estado temiendo
tanto: que acercaran esta sierra a la ciudad. Eran la punta del iceberg de una perversión absoluta, el prostituir una Naturaleza que, tras sobrevivir a un terrible pasado de carboneo y talas masivas, había logrado escapar de la catastrófica
invasión turística y regenerarse poco a poco. Lo que le han hecho al Macizo
de Ayllón es una maldad estúpida de mero interés económico, una muestra de gestión obtusa, una depravación infantiloide de la Naturaleza, una horrenda falta de sensibilidad y comprensión por el
entorno natural. Un despropósito que en esta vorágine de ecoturismo casposo que no respeta ni teme a la Naturaleza era
evidente que terminaría ocurriendo, pero que duele en lo más hondo del corazón
al verlo en unos montes tan queridos. Sentía una desazón que se tornaba en pánico
al pensar en lo que pueden haber hecho montañas adentro. Al fin, se han
cargado el que era posiblemente el último gran espacio natural puro y desconocido
de España. El Macizo de Ayllón ya no existe. Ha muerto, le han matado. Saludemos
todos, con una amplia sonrisa de dominguero bobalicón en la cara, al engendro absurdo y
antinatural que ha ocupado su lugar: el Parque Natural Sierra Norte de
Guadalajara.